La exaltación de la santa cruz
- 1.-La historia
- 2.-El icono
- 3.-La fiesta
- 4.-El sentido de la cruz
- 4.1.- Algunas consideraciones previas
- 4.1.1.-El siervo de Yavhé
- 4.1.2.-La cruz al final de la vida
- 4.1.3.-La liturgia de la Iglesia
- 4.1.4.-La cruz como símbolo
- 4.1.5.-La cruz, realidad humana
- 4.2.- La cruz en el proyecto divino
- 4.2.1.-El misterio del sufrimiento. El libro de Job
- 4.3.- Sentido cristiano de la cruz.
- 4.3.1.-Recuperar la catequesis
- 4.3.2.-La presencia de Dios en Cristo
- 4.3.3.-Cristo ante el sufrimiento de la cruz
- 4.3.4.-La decisión humana en el sufrimiento de Cristo
- 4.3.5.-El misterio de la cruz de Cristo
- 5.-La exaltación de la cruz
- 6.-Oración
1. LA HISTORIA
Cuenta Eusebio de Cesarea que estando Constantino, hijo de Santa Elena, preocupado por la batalla que estaba preparando contra Majencio, en el año 311, vio en sueños un símbolo formado por las letras X y P en el cielo, mientras que una voz le decía: “In Hoc Signo Vinces” (“Con este signo vencerás”). Ordenó reemplazar los pendones y estandartes con el Labaro (como se conoce a este símbolo) y en la batalla del día siguiente venció a Majencio, en Roma. Poco tiempo después, en 313, el edicto de Milán terminaba con dos siglos de persecución y el cristianismo pasaba a ser, primero tolerado y, seguidamente, la religión del imperio.
Posteriormente, su madre, Santa Elena, presidió una expedición a Tierra Santa que buscó la cruz del martirio de Cristo. La tradición conservada entre las gentes le condujo al templo de Venus, construído unos 200 años antes por Adriano en el lugar de la tragedia del Gólgota.
Iniciados los trabajos estando presentes Elena y el obispo de Jerusalén aparecieron restos claros de tres cruces que, si por un lado confirmaban las leyendas sobre el enterramiento dado a las cruces y el posterior levantamiento del Templo de Venus, sumían en perplejidad sobre cuál fuera la vera cruz, es decir, el verdadero madero de la cruz donde murió Cristo.
Una de las tradiciones dice que Macario, el obispo de Jerusalén, se dirigió hacia una procesión que acompañaba un funeral que por allí pasaba y desvió su camino hacia los trabajos de la excavación, haciendo que el cadáver fuera tocado sucesivamente por cada una de las cruces encontradas. La tercera de ellas obró el milagro de devolver a la vida el cuerpo del difunto, convenciendo a todos sobre la autenticidad del hallazgo de la Cruz de Cristo.
El obispo Macario bendijo a los presentes con la cruz levantada con ambas manos y exclamando: Kirie eleison (Señor ten piedad).
Otra, con el mismo fondo histórico, cuenta que, ante las dudas suscitadas por la aparición de las tres cruces, Elena mandó traer una mujer en trance de muerte sobre la que hizo pasar las tres cruces. Con la primera de ellas, la mujer empeoró ostensiblemente. Con la segunda, permaneció sin variación alguna. Finalmente, el contacto con la tercera madera sanó completa y súbitamente a la enferma.
La bella historia continúa diciendo que, instaurada esa fecha como de veneración de la santa Cruz, fue el mismo emperador quien quiso entrar en el templo portando una cruz, imitando a Jesús.
Pero al llegar a la puerta una parálisis surgida repentinamente le impedía avanzar. Fue entonces cuando el obispo Zacarías que le acompañaba le hizo observar lo inadecuado de su rica vestimenta regia para el papel que quería desempeñar. Despojado del ornato propio de la corte y vestido como un mendigo, las fuerzas y la capacidad de movimiento le volvieron al cuerpo y pudo realizar la entrada en la iglesia.
La leyenda continúa hasta nuestros días, hoy explicando dónde se encuentra tan sagrada reliquia. Los españoles contamos con dos lugares de culto sobre ella. En el convento de santo Toribio de Liébana, en Potes (Cantabria), se conserva dentro de un relicario el Lignum Crucis, considerado por la Iglesia católica como el trozo más grande que perdura hasta nuestros días de la cruz de Cristo.
Por otro lado, Caravaca, en Murcia, lleva casi 800 años venerando constantemente la Vera Cruz, reliquia de aquella cruz primitiva que acogió el cuerpo de Cristo.
2. EL ICONO
La cruz, naturalmente, es el centro del icono, y se eleva sobre el conjunto de la figuración con un fuerte trazado vertical, señalando la fuerza del símbolo y el destino a que conduce, al cielo como residencia de Dios.
El icono de la Exaltación de la santa Cruz gira siempre alrededor de la leyenda sobre la que se asienta la fiesta. En concreto, con mayor o menor profusión, aparecen: Constantino y Elena; el obispo de Jerusalén, bien abrazando la cruz, bien bendiciendo con ella; no en pocos iconos, éstos acogen el hecho de haber aparecido tres cruces en las excavaciones primitivas.
3. LA FIESTA
Tiene su origen en Jerusalén, donde el 14 de septiembre se celebra la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz en el aniversario de la Dedicación de los edificios construidos por el Emperador Constantino para proteger y magnificar los lugares donde Jesucristo Nuestro Señor llevó a cumplimiento su Misterio Pascual de Muerte y Resurrección.
Tiene encanto especial el relato que la peregrina Egeria (Itinerario 48-49) hace de esta fiesta en el siglo IV:
"Se llama día de las Encenias al que fue consagrada la iglesia que está en el Gólgota y que llaman Martirio. También la santa iglesia que hay en la Anástasis, es decir en el lugar donde resucitó el Señor después de la Pasión, fue consagrada a Dios en el mismo día. Se celebra, pues, con gran solemnidad las Encenias (dedicación) de estas iglesias, porque en este mismo día se encontró la cruz del Señor. Y es por eso por lo que se instituyó que el día en que se consagraran por primera vez las santas iglesias supradichas, fuera el día en que se encontró la cruz del Señor, para que las fiestas se celebrasen al mismo tiempo y en el mismo día, con toda alegría. Y esto se encuentra en las santas Escrituras que era día de Encenias aquel en que el santo Salomón, después de terminar la casa de Dios que había edificado, se presentó ante el altar de Dios y oró, como está escrito en los libros de los Paralipómenos (Crónicas).
Cuando llegan las fiestas de las Encenias se celebran durante ocho días, pues muchos días antes comienzan a reunirse de todas partes muchedumbres, no solo de monjes y apotactites (ascetas caracterizados por sus ayunos) de diversas provincias, es decir, tanto de Mesopotamia como de Siria, Egipto y Tebaida, donde hay muchos monazontes (monjes), sino también de todos los lugares y provincias; pues no hay ninguno que deje de encaminarse este día a Jerusalén para celebrar tanta alegría y tan solemnes fiestas.
También los seglares, tanto hombres como mujeres de todas las provincias, se reúnen igualmente con ánimo piadoso durante estos días en Jerusalén, para asistir a la sagrada solemnidad. Asimismo en estos días se reúnen en Jerusalén, por lo menos, más de cuarenta o cincuenta obispos, y con ellos acuden muchos de sus clérigos. ¿Y, qué más? Se cree incurrir en gran pecado el que durante estos días no ha participado en una solemnidad tan grande, a no ser que haya tenido un grave impedimento que le haya apartado de su buen propósito. Durante estos días de las Encenias, el ornato de las iglesias es el mismo que en Pascua y Epifanía. El primer día y el segundo se procede en la Iglesia Mayor, que se llama Martirio. Luego, el tercer día, se procede Eleona, es decir, en la iglesia que hay en el monte desde el cual subió el Señor a los cielos después de su pasión, en el interior de cuya iglesia está la gruta en la que el Señor enseñaba a sus Apóstoles en el monte Olivete. El cuarto día... (interrupción y final del manuscrito de Egeria)" (tomado de la página Web de la Custodia de los Santos Lugares).
4. EL SENTIDO DE LA CRUZ
4.1.- Algunas consideraciones previas
4.1.1.-El Siervo de Yavhé.
Dentro de la liturgia de la Iglesia, en la que recorremos durante el año los misterios de la vida de Cristo, llegamos a este día tras la vida de Jesús, muerto en cruz, resucitado y glorificado. Pero, especialmente en Occidente, muerto en cruz. En la religiosidad popular, Cristo es sobre todo el Siervo de Yavhé, el sufriente, el condenado, azotado, crucificado, varón de dolores muerto entre sufrimientos insoportables (cfr, Is caps. 42 al 53, los cuatro “cantos del Siervo”). Para el mundo, una cruz es hoy tanto el signo del dolor, por antonomasia -ya del de Cristo, ya del que acompaña la vida humana-, como un adorno intrascendente.
La cruz, entendida como sufrimiento diario del devenir humano, parece reivindicada por Cristo:
“Entonces decía a todos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga»” (Lc 9,23s).
Y eso dicho en un contexto que no deja lugar a dudas de que estamos hablando de sufrimiento, de dolor, de humillaciones:
“Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día. Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: «¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte». Jesús se volvió y dijo a Pedro: «¡Ponte detrás de mí, Satanás! Eres para mí piedra de tropiezo, porque tú piensas como los hombres, no como Dios». Entonces dijo a los discípulos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga” (Mt 16,24).
4.1.2.-La cruz, final de la vida de Cristo
Esta cruz de Cristo le espera al final de su vida, aspecto interesante para cuando haya que profundizar en el sentido de ella. Al final de su vida, pues, Jesús de Nazaret se encontró con el sufrimiento, tal como lo habían anunciado los profetas, según él mismo muestra a los discípulos de Emaús:
“Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron». Entonces él les dijo: «¡Qué necios y torpes sois para creer lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?». Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras”. (Lc 24, 24ss)
4.1.3.- La liturgia de la Iglesia
Las lecturas de esta fiesta centran la atención en la realidad de la "exaltación". Exaltación que llega a Jesús como consecuencia de su obediencia incondicional y total hacia su Padre:
“El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2, 6-11).
Exaltación necesaria para la vida eterna de los creyentes:
«Jesús dijo a Nicodemo: Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.»(Jn 3, 13-17).
4.1.4.-La cruz como símbolo
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Como en todo símbolo, hay que distinguir entre el significante y el significado. En la cruz es fundamental lo que señala y significa, lo que nos dice y nos recuerda; porque la cruz es una señal, la señal de los cristianos. Pero el transcurso de los años, la mezcla de culturas, la flojera intelectual y creyente del Occidente cristiano - por no decir la pura desafección de lo cristiano en Occidente-, han modificado fuertemente el sentido primigenio de este signo.
Se da en el AT una señal reivindicada por Jesús como signo a él referido, tanto de la suerte que le espera, como del significado profundo de la misma. Ocurre en el desierto -en ese recorrido símbolo para toda vida humana- mientras el pueblo escogido iba formando su identidad, guiado por la mano de Yavhé. En esa escena, el desierto, sinónimo de desolación y muerte, trae la desgracia colectiva al pueblo emigrante en forma de invasión de serpientes. Una cruz alzada que atrae las miradas de los mordidos por ellas es la terapia que cura de las heridas envenenadas.
“El pueblo acudió a Moisés y le dijo: «Hemos pecado hablando contra el Señor y contra ti. Intercede delante del Señor, para que aleje de nosotros esas serpientes.»
Moisés intercedió por el pueblo, y el Señor le dijo: «Fabrica una serpiente abrasadora y colócala sobre un asta. Y todo el que haya sido mordido, al mirarla, quedará curado.»
Moisés hizo una serpiente de bronce y la puso sobre un asta. Y cuando alguien era mordido por una serpiente, miraba hacia la serpiente de bronce y quedaba curado” (Nm 21, 5-9).
Más adelante, el libro de la Sabiduría, cuando va explicando cómo las mismas causas de desgracia para los enemigos de Israel eran salvación para los hebreos, señala a propósito del caso de las serpientes en el desierto:
“Y el que se volvía hacia él se curaba, no por lo que contemplaba, sino gracias ti, Salvador de todos. Así convenciste a nuestros enemigos de que eres tú quien libra de todo mal. Ellos morían por las picaduras de langostas y moscas, sin poder encontrar remedio para sus vidas, pues merecían ser castigados por tales bichos; a tus hijos, en cambio, ni los dientes de las serpientes venenosas les pudieron, sino que tu misericordia salió en su ayuda y los salvó. Las mordeduras, que se curaban enseguida, les recordaban tus palabras, no fuera que cayeran en profundo olvido y quedaran excluidos de tu bondad. No los curó hierba ni cataplasma, sino tu palabra, Señor, que todo lo sana” (Sab 16, 7-12)
Es decir, curaba Yavhé. Y curaba a quien miraba con fe.
4.1.5.-La cruz, realidad humana
El episodio del desierto es una parábola de la vida ordinaria para muchos hombres y mujeres. No se sufre sólo por las enfermedades o por las carencias materiales en este “valle de lágrimas”. Muchas veces es la falta de sentido, la pérdida de esperanza, la única compañía de la soledad, o la sola certeza de la muerte como única cosa segura y definitiva, lo que convierte el vivir en una travesía del desierto. ¡El hombre postmoderno no tienen nada que le haga levantar la mirada por encima del suelo!
Nadie puede amar una vida así. Es conocida la frase del teólogo alemán Jürgen Moltmann : “La cruz, a secas, ni se ama ni se puede amar. Lo que sucede es que nadie habla de la cruz a secas, sino de la cruz del Crucificado”.
Esa “cruz a secas” es una cruz sin Cristo, por eso es insoportable. Hay que añadir a la frase de Moltmann que, para los cristianos, “no hay cruz sin Cristo, ni Cristo sin cruz”. Por eso nosotros no celebramos la exaltación de “cruz a secas” alguna: nuestra fiesta es la Exaltación de la Cruz de Cristo. Pero la evidencia de tantas cruces “a secas” sobre los hombros de nuestros coetáneos nos obliga a reflexionar sobre ellas.
¡Pero qué difícil se hace hablar de Exaltación de la Cruz en las condiciones vitales del hombre de hoy! Por el sentido cargado de dolor de la palabra “cruz” su «exaltación» no deja de presentar problemas. Por un lado, si se confronta con la piedad popular, que algunas veces se dirige al cielo “exaltando” su propio sufrir como si la existencia del mismo fuera un bien en sí mismo que se pudiese ofrecer a Dios, a la Virgen o a algún santo a cambio de algún favor invocado.
Pero, por otro, ¿cómo decirle al hombre desesperanzado que el dolor y la misma muerte no son las últimas palabras? ¿Cómo decirle que los cristianos “sabemos” que algún designio salvífico debe tener el dolor en la vida, porque el mismo Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, no se hurtó al mismo?
4.2.- La cruz en el proyecto divino
En nuestras páginas dedicadas a la contemplación del icono “La Trinidad”, de Rublev, ha habido ocasión de acercarse al proyecto divino al meditar sobre el posible diálogo de las tres figuras acogidas por Abrahán, en Mambré. Allí decíamos, al rematar la contemplación del icono:
"En definitiva Rublev nos muestra a las tres Personas Divinas ocupadas no en sí mismas sino en el hombre, nos muestra a un Dios servidor del hombre, un Dios infinitamente compasivo y misericordioso. Un Dios que quiere en el Hijo compartir el sufrimiento del hombre. La copa sobre la mesa está en el corazón de los tres Ángeles. Y esa mesa, que es un altar, aparece abierta del lado del espectador, como si la copa nos fuese ofrecida; es necesario tomar la copa eucarística para entrar en el misterio de Dios. «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros»(Jn 6, 53)
Ya estaba presente, en ese diálogo intratrinitario del principio de la eternidad, la realidad del sufrimiento en medio de la historia humana y el designio divino de sanar la humanidad no mediante su supresión, sino acogiéndolo el Hijo en su hacerse hombre “como uno de tantos”.
4.2.1.-El misterio del sufrimiento. El libro de Job
La aplastante realidad del sufrimiento en la vida humana, más aún, en toda vida humana, no pasó desapercibida para Israel desde los primeros momentos. Concebido inicialmente como respuesta de Dios por las ofensas recibidas, pronto conoció la insuficiencia de este planteamiento conocido como "ley de la retribución". Pronto advirtió que, por un lado, el justo no estaba libre de desgracias y dolores de todo tipo, y, por otro, había impíos que disfrutaban de salud, prestigio y honores.
Con una belleza y profundidad no conocidas en su época, el libro de Job plantea crudamente este problema del sufrimiento de los inocentes enfrentándolo a la necesaria justicia divina.
La respuesta se da a través del drama humano de Job, drama que se desarrolla en varios actos:
1er acto. Presentación del drama
El acto primero presenta una sorpresa: el proyecto divino sobre la humanidad es continuamente desafiado por Satán, que boicotea el gobierno divino sobre la creación.
Para Satán el hombre ignora el proyecto divino y sólo obra por su interés inmediato, y sujeta su hacer a las “leyes del mercado”, diríamos hoy recordando la “mano invisible” de Adam Smith. Dios no está de acuerdo con ese dictamen y señala a su siervo Job como ejemplo de hombre justo que se mantiene fiel.
Job se convierte, así, en el campo de batalla entre Dios y Satán. Para probar la posible desafección de Job, comienza a privarle de todos sus bienes, materiales y familiares, los que diríamos que son el soporte de la vida. Job, hombre rico y acomodado, se encuentra repentinamente en la más completa ruina y reacciona aceptando su situación con la frase que se ha hecho famosa:
«Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; bendito sea el nombre del Señor». A pesar de todo esto, Job no pecó ni protestó contra Dios. (Job 1, 21s).
Dios se muestra orgulloso de este comportamiento y dice a Satán:
«¿Te has fijado en mi siervo Job? En la tierra no hay otro como él: es un hombre justo y honrado, que teme a Dios y vive apartado del mal. Tú me has incitado contra él, para que lo aniquilara sin más ni más, pero todavía persiste en su honradez» (Job 2,3).
El libro nos dice que, entonces, Satán pide permiso a Dios para atacar a Job en su propio cuerpo. Concedido, “hirió a Job con llagas malignas, desde la planta del pie a la coronilla” (2,8).
Job no sabe qué hacer y contesta a las burlas de su mujer con otra frase lapidaria:
«Si aceptamos de Dios los bienes, ¿no vamos a aceptar los males?»(2,10)
2º acto. La visita de tres de sus amigos.
A continuación, tres amigos lo visitan hasta tres veces consecutivas cada uno, y cada vez intentan contestar a la pregunta de Job sobre la causa de sus males y a sus protestas por sufrir de Dios males, siendo justo. Así, nueve veces, con distintos enfoques o diferentes acercamientos, unos y otros le plantean la siguiente argumentación, tan “política como lógicamente correcta”:
.- Dios es infinitamente justo y, en su justicia, premia a los buenos y castiga a los malos.
.- Es así que tú estás siendo castigado con la ruina económica y la enfermedad,
.- Luego tú no eres justo, sino pecador; y tu obstinación en no reconocerlo es un pecado añadido.
La conclusión no puede ser más perversa y dolorosa para Job porque ataca frontalmente su honestidad y la sinceridad de su queja. Sin embargo, si hay que resaltar alguna virtud que adorne todo el discurrir de la historia de Job es la honestidad intelectual de su planteamiento ante Dios, ante su mujer y ante sus amigos, hasta el punto de que su constatación durante la lectura da al personaje de Job un plus de simpatía y admiración general.
Job se irrita ante tales argumentaciones, que califica de perogrulladas:
«¡En verdad sois la gente con la que morirá la sabiduría! . Pero también yo tengo inteligencia y no soy menos que vosotros. ¿Quién no sabe tales cosas? Soy el hazmerreír de mi vecino, yo, que invocaba a Dios, y él me escuchaba. ¡El hazmerreír, siendo honrado y cabal! » (Job 12, 2-4).
Job, así, pone patas arriba “lo políticamente correcto”, la ley de la retribución tal como era concebida por el pueblo judío, y cuyo radical cuestionamiento por Job no han sabido captar sus torpes amigos. Su fidelidad se constata continuamente con frases como la siguiente:
“¡Ojalá se escribieran mis palabras! ¡Ojalá se grabaran en cobre, con cincel de hierro y con plomo se escribieran para siempre en la roca! Yo sé que mi redentor vive y que al fin se alzará sobre el polvo: después que me arranquen la piel, ya sin carne, veré a Dios. Yo mismo lo veré, y no otro; mis propios ojos lo verán. ¡Tal ansia me consume por dentro!” (Job 19, 23-27).
3er acto. Dios responde a Job
Finalmente, ante el grito de Job, Dios entra directamente en escena . Y lo hace de una manera sorprendente, negando la capacidad de Job para comprender la cuestión sobre la que está demandando una explicación.
“El Señor habló a Job desde la tormenta: «¿Quién es ese que enturbia mis designios sin saber siquiera de qué habla?» ¿Dónde estabas cuando cimenté la tierra? Cuéntamelo, si tanto sabes. “(Job 38, 1.4).
Y, con este comienzo, Dios recorre con Job, en una especie de paseo virtual, la creación entera, confrontando la grandeza y dificultad de la misma con la limitada capacidad de Job. Y, una vez más, Job contesta con una frase inmortal:
“Te conocía sólo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos: por eso, me retracto y me arrepiento, echado en el polvo y la ceniza». (Job 42, 5s).
Sin embargo, Job no conseguirá una respuesta divina a su pregunta.
4ºacto. Conclusión
La respuesta del libro de Job ante el drama del sufrimiento de los inocentes nos remite al antiguo conflicto del Génesis donde la serpiente trunca el gobierno de la creación querido por Dios. Nosotros somos Job, también cuestionando el sufrimiento y el dolor que nos atosiga.
Dios nos escucha siempre, pero la comprensión del problema exigiría conocer el mismo contexto en que se mueve Dios, poseer los mismos parámetros de interpretación de la realidad que tiene Dios. Por eso, hay ocasiones en que la respuesta adecuada no puede ser comprendida por nuestra razón y, aceptándolo así, debemos confiar en que el sufrimiento actual esconde una fuente de bien final mayor.
El libro de Job es la más profunda revelación de Dios sobre el papel del dolor y el sufrimiento en la creación hasta la llegada de Jesucristo.
Sin embargo, Job no conocerá la respuesta a su pregunta.
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4.3.- Sentido cristiano de la cruz.
4.3.1 Hay que recuperar la catequesis
La sociedad de la comunicación en que vivimos produce cada día todo tipo de noticias y “exaltaciones” de los más diversos signos: deportivas, políticas, económicas, sociales, etc. Por otro lado, todo tiene su versión “light”, sean bebidas o experiencias. La relativización imperante exige que toda “exaltación” tenga su ciclo de vida, generalmente corto, para dejar paso pacíficamente a la exaltación siguiente. La gran tentación de la vida cristiana es relativizar el sentido originario de la cruz para hacerla asimilable a la sociedad descafeinada en que vivimos.
Hoy necesitamos recuperar el valor de la cruz para el pueblo cristiano. La gente padece innumerables cruces que lo agobian y convierten su vida en una angustia permanente. Cuando todo es global, también el sufrimiento es global y cada hombre, que posee la información mundial simultáneamente al acontecer, siente como Terencio: “soy hombre y nada de lo humano me es ajeno”, incluyendo las guerras, las migraciones masivas, las hambrunas...
Se precisa un proceso catequético que enseñe a dar sentido a tanto dolor, ya sea propio, ya colectivo; que dé respuesta al grito de su Job más íntimo, interiorizado inconscientemente, pero no suprimido. Y este es el drama del hombre moderno, que ante los problemas del S. XXI sus herramientas de comprensión son más primitivas que las de Job; tiene un desfase entre sus vivencias y la capacidad de asimilarlas de más de 2500 años, medidos en tiempo. Si a ello sumamos que en el intervalo la encarnación de Jesucristo ha producido una verdadera solución de continuidad en la comprensión del sufrimiento, es fácil comprender la absoluta carencia de esperanza del hombre contemporáneo.
No ayuda a ese necesario proceso catequético la teología según la cual Dios envió al mundo a su Hijo a sufrir para reparar con su dignidad infinita el infinito agravio de Adán. Esta teología de la reparación del pecado original, que prácticamente justifica la bondad de todo sufrimiento por el hecho de serlo, que dice “querido por Dios” lo que simplemente es tolerado por Él y que llama “nuestra cruz” a todo dolor que nos aqueja, no ayuda en absoluto a contestar a la cuestión de Job, planteada por los hombres contemporáneos.
No ayuda a ese proceso catequético hablar el lenguaje del mundo, tan “políticamente correcto” como confuso; si sólo hablamos de los temas que el mundo plantea, sin iniciativas propias de denuncia y con culpables silencios sobre el aborto, sobre el plan de Dios para la familia y el matrimonio, etc; si aceptamos el sincretismo en materia religiosa, o el relativismo como nueva religión del Estado; si nos recluimos en las sacristías y renunciamos a ocupar el espacio público, como ciudadanos normales, con nuestras manifestaciones de fe; si contestamos a la violencia con la violencia, olvidando el deber de “rezar por los enemigos”; si regimos nuestras vidas por los valores mundanos: el dinero, el poder, la influencia política, la búsqueda del placer...
No debemos englobar bajo el signo de la “cruz de Cristo” todo cuanto hay en el ser humano de limitaciones o carencias derivadas de su naturaleza. La vida humana entiende de “cruces de la vida” o “cruces de la historia”, pero cuyas cargas de dolor son inherentes a la condición humana. Con toda seguridad esas cruces –enfermedades, cansancio, incomprensión de sus vecinos, traición de sus amigos, etc.- fueron soportadas por Cristo, pero no son la “cruz de Cristo”. Esas contrariedades propias de la debilidad humana hay que saber llevarlas con altura de miras, con aceptación y con paciencia, sobre todo con paciencia, como nos pide el apóstol patrón de España:
"Hermanos, tomad como modelo de resistencia y de paciencia a los profetas que hablaron en nombre del Señor; mirad: nosotros proclamamos dichosos a los que tuvieron paciencia. Habéis oído hablar de la paciencia de Job y ya sabéis el final que le concedió el Señor, porque el Señor es compasivo y misericordioso" (Sant 5, 10).
4.3.2.-La presencia de Dios en Cristo
El Hijo de Dios se hace hombre y se encarna en María, en un pueblo de Palestina, hace más de 2000 años, a través de una acción directa de Dios más excelsa aún que la habida en el caso de la creación del universo. Jesús de Nazaret es la presencia de Dios en la tierra con la máxima intensidad posible que nuestra condición humana permite. Como decimos en la página de La Encarnación, la relación de Dios Padre con Jesús de Nazaret es idéntica a la que mantiene con su Hijo, segunda persona de la Trinidad. Esa presencia se va haciendo evidente a los hombres de su tiempo desde el principio de su vida pública:
Jesús les dijo: «Sólo en su tierra y en su casa desprecian a un profeta». (Mt 13,58).
El muerto se incorporó y empezó a hablar, y se lo entregó a su madre. Todos, sobrecogidos de temor, daban gloria a Dios, diciendo: «Un gran Profeta ha surgido entre nosotros», y «Dios ha visitado a su pueblo» (Lc 7, 15-17) .
“Y decían: «¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?». (Jn 6,42)
“Los judíos preguntaban extrañados: «¿Cómo es este tan instruido si no ha estudiado?». Jesús entonces les contestó: «Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado; el que esté dispuesto a hacer la voluntad de Dios podrá apreciar si mi doctrina viene de Dios o si hablo en mi nombre "(Jn 7, 15).
Hasta que, finalmente, se hace insoportable para el poder establecido:
“Y el sumo sacerdote le dijo: «Te conjuro por el Dios vivo a que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios». Jesús le respondió: «Tú lo has dicho». ... Entonces el sumo sacerdote rasgó sus vestiduras diciendo: «Ha blasfemado. ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué decidís?». Y ellos contestaron: «Es reo de muerte» (Mt 26, 65ss)
4.3.3.-Cristo ante el sufrimiento de la cruz
Jesús, por su parte, no sólo no busca el sufrimiento que conllevaba la muerte en cruz, sino que lo rechaza expresamente en su oración de súplica, en Getsemaní:
«¡Abba!, Padre : tú lo puedes todo, aparta de mí este cáliz. Pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres». (Mc 14, 36).
«Padre mío, si este cáliz no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad». (Mt 26, 42).
El libro de Job nos ayuda a situar la vida de Cristo dentro de la gran batalla de Satán contra la humanidad creada por Dios, como desafío contra Dios mismo. Cristo es el nuevo Adán y en él se desarrolla la batalla definitiva de la guerra iniciada en el Génesis. La aceptación incondicional de la voluntad de Dios, aun conllevando una muerte de cruz, supuso su victoria sobre Satán, su resurrección y su glorificación en los cielos.
Con Cristo la victoria en la guerra de Satán contra la humanidad ya está determinada, aunque aún hay batallas que librar. Es el "ya sí, pero todavía no" que guiará la reflexión teológica sobre la escatología y la gracia contemporánea. Si bien la guerra universal está ganada, aún quedan por darse muchas batallas en la tierra.Aquí, Cristo es su Iglesia y este mundo es el campo donde se prosigue la lucha de Satán contra la humanidad destinada a incorporarse a Cristo a través del bautismo, que los incorpora a su cuerpo místico.
Cada cristiano debe vencer a Satán en las tentaciones (cfr. Lc 4, 1-2; Mt 4, 1-11) y su fidelidad a la voluntad de Dios en medio del dolor y el sufrimiento causados por los hombres de su tiempo le valdrán el reconocimiento de Dios Padre. A Job, Dios le devuelve al estado anterior, duplicándole los hijos y los bienes que le fueron arrebatados durante la prueba. A Cristo, Dios le devuelve a la vida y a la gloria originaria que tenía como miembro de la Trinidad, y para ello le resucitará y glorificará tras su muerte.
4.3.4.-La decisión humana en el sufrimiento de Cristo
La cruz de Cristo no fue un «designio de Dios», sino el resultado de una acción humana:
“Al ver Pilato que todo era inútil y que, al contrario, se estaba formando un tumulto, tomó agua y se lavó las manos ante la gente, diciendo: «Soy inocente de esta sangre. ¡Allá vosotros!». Todo el pueblo contestó: «¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!»”(Mt 27, 24s).
Un empeño anidado en las clases política y religiosa dominantes que saben perfectamente que están ante un ser excepcional que reivindica para sí una autoridad divina, no a partir de sus palabras o de los testimonios de los que le conocen, sino a raíz de los signos que hace:
“Otros, para ponerlo a prueba, le pedían un signo del cielo...” Pero, si yo echo los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a vosotros”. (Lc 11, 16.19).
En el comienzo de su vida pública, en Caná, realiza un hecho milagroso:
“Este fue el primero de los signos que Jesús realizó en Caná de Galilea; así manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él” (Jn 2, 11).
Cada vez más judíos van conociendo sus hechos milagrosos y obrando en consecuencia:
“Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía” (Jn 2,23).
“Había un fariseo llamado Nicodemo, jefe judío. Este fue a ver a Jesús de noche y le dijo: «Rabí, sabemos que has venido de parte de Dios, como maestro; porque nadie puede hacer los signos que tú haces si Dios no está con él»(Jn 3, 1)
En casa de Lázaro, ante el estupor general por la resurrección de quien ya llevaba varios días en la tumba, su aureola de hombre extraordinario se extendió por su tierra y, con ella, la envidia de los poderosos y el designio criminal del poder religioso:
“Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él. Pero algunos acudieron a los fariseos y les contaron lo que había hecho Jesús. Los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron el Sanedrín y dijeron: «¿Qué hacemos? Este hombre hace muchos signos. Si lo dejamos seguir, todos creerán en él, y vendrán los romanos y nos destruirán el lugar santo y la nación». Uno de ellos, Caifás, que era sumo sacerdote aquel año, les dijo: «Vosotros no entendéis ni palabra; no comprendéis que os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera». Esto no lo dijo por propio impulso, sino que, por ser sumo sacerdote aquel año, habló proféticamente, anunciando que Jesús iba a morir por la nación; y no solo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos. Y aquel día decidieron darle muerte.” (Jn 11, 45-53)
4.3.5.-El misterio de la cruz de Cristo
Ya hemos visto, con ocasión de la contemplación del diálogo divino en el icono de Rublev, que la decisión de reconstruir la creación y, sobre todo, la humanidad caída en pecado, pasa por la encarnación del Hijo para que, como nuevo Adán, sea cabeza de una humanidad nueva, reconciliada por él con el Padre.
Fácilmente se comprenderá la intrínseca dificultad de hablar de esta decisión divina. Por un lado, es la inmensidad de Dios, su divina persona la que actúa. Por otro, es en la eternidad, -una dimensión que se escapa a la comprensión humana que, sujeta al tiempo, sólo comprende los actos complejos como procesos, es decir, concatenados por una relación de causa/efecto- donde se desarrolla la decisión. Con estas limitaciones, ¿cómo hablar del proyecto divino sobre la creación? ¿cómo buscar razones para la decisión de rescatar la humanidad caída a través de la encarnación del Hijo, de la segunda persona divina? Como faltan palabras, cuando en la noche de Pascua la Iglesia contempla esta obra redentora lo pregona diciendo:
¡Oh feliz culpa que mereció tan grande Redentor! (Pregón pascual).
La cruz de Cristo ilumina el misterioso papel que el sufrimiento y el dolor pueden tener en la vida. No los consagra en absoluto, pero deja la puerta abierta a un fin desconocido, querido por el Padre. Ni siquiera deberíamos introducir en “la cruz de Cristo” las muchas “cruces a secas” que este valle de lágrimas nos asegura, ya derivadas de nuestras limitaciones, ya de la propia naturaleza.
La "cruz de Cristo" nos habla de cómo la misión y el proyecto personales que Dios ha asignado a cada ser humano debe desarrollarse en la humildad, con la sencillez con que se movió Cristo en su tierra de Galilea. Cómo la situación de dolor y sufrimiento puede convertirse –como en Job- en la gran oportunidad de mostrar nuestra fidelidad a Dios acogiendo sin demoras su voluntad, aunque no coincida con la nuestra.
¡Cómo, en esta tesitura, no recordar la amarga reflexión de Machado tras la muerte de su mujer!
Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería.
Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar.
Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía.
Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar.
Es un grito que nos recuerda a Job. Un grito necesitado de la acción transformadora de la gracia para que, como en Job, pueda terminar diciendo: "Te conocía solo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos: por eso, me retracto y me arrepiento, echado en el polvo y la ceniza"
Finalmente, pero no en último lugar, la cruz de Cristo nos habla del amor del Padre hacia nosotros, los hombres y mujeres de todos los tiempos para los cuales Cristo es la esperanza ya cumplida de nuestra salvación eterna.
"El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo. En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre". (Jn 1, 9ss).
5.- LA EXALTACIÓN DE LA CRUZ
La cruz no es el último destino del fiel cristiano, que la porta cada día lleno de fe en el cumplimiento de la esperanza final. No exaltamos el sufrimiento ni el dolor, que combatimos para contribuir al advenimiento de lo que esperamos:
“Nosotros, según su promesa, esperamos unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite la justicia”. (2Pe 3, 13)
Creemos que seguir a Jesús en medio de esta lucha cósmica entre el reino de Dios, que se extiende misteriosamente, y Satán no se producirá sin sufrimiento, porque el discípulo no es más que el maestro.
“Y seréis odiados por todos a causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el final, se salvará” (Mt 13, 22)
Es ese sufrimiento que llega a nuestra vida porque ésta sigue a Cristo, a su mensaje, a sus valores y, en definitiva, se sujeta en todo a la voluntad de Dios, lo que conocemos como la “cruz de Cristo”.
Y exaltamos esa cruz que si fue signo del amor de Dios en el Gólgota, es también signo de ese mismo amor en la ciudad donde vivo. Y signo eficiente para mí de que, así como fue antesala de la resurrección de Cristo, es mi salvoconducto para el reino de Dios.
Para exaltar la cruz de Cristo no se necesita llenar las aulas o los espacios públicos con crucifijos, porque la calles están llenas de hombres que sufren, inmigrantes que no son acogidos, desnudos sin vestir y hambrientos sin pan. Ellos son Cristo, según su palabra:
“Entonces los justos le contestarán: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?;¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?”. Y el rey les dirá: “En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis”(Mt 25, 37-40).
Y, para ellos, nosotros debemos ser el Cristo que se les acerca diciéndoles:
“Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera» (Mt 11, 28ss)
La cruz que exaltamos es esa cruz de Cristo que él nos invita a tomar y, con ella, a tomar parte en su pasión, en su labor redentora, en su muerte y en su resurrección. Porque, como nos dice san Pablo:
“si hemos sido incorporados a él en una muerte como la suya, lo seremos también en una resurrección como la suya... Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él” (Rom 6, 5.8)
La posesión de esa cruz es la que nos hace decir “¡Qué dicha tener la Cruz! Quien posee la Cruz posee un tesoro” (S. Andrés de Creta, PG 97,1020) y celebrarlo:
“En este día en el que la liturgia de la Iglesia celebra la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, el Evangelio que acabamos de escuchar, nos recuerda el significado de este gran misterio: Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para salvar a los hombres (cf. Jn 3,16). El Hijo de Dios se hizo vulnerable, tomando la condición de siervo, obediente hasta la muerte y una muerte de cruz (cf. Fil 2,8). Por su Cruz hemos sido salvados. El instrumento de suplicio que mostró, el Viernes Santo, el juicio de Dios sobre el mundo, se ha transformado en fuente de vida, de perdón, de misericordia, signo de reconciliación y de paz. “Para ser curados del pecado, miremos a Cristo Crucificado”, decía San Agustín (Tratado sobre el Evangelio de san Juan, XII, 11). Al levantar los ojos hacia el Crucificado, adoramos a Aquel que vino para quitar el pecado del mundo y darnos la vida eterna. La Iglesia nos invita a levantar con orgullo la Cruz gloriosa para que el mundo vea hasta dónde ha llegado el Amor del Crucificado por los hombres, por todos los hombres. Nos invita a dar gracias a Dios porque de un árbol portador de muerte, ha surgido de nuevo la vida. Sobre este árbol, Jesús nos revela su majestad soberana, nos revela que Él es el exaltado en la gloria. Sí, “venid a adorarlo”. En medio de nosotros se encuentra Quien nos ha amado hasta dar su vida por nosotros, Quien invita a todo ser humano a acercarse a Él con confianza” (Benedicto XVI, 14.sep.2008).
6. ORACION
Cuerpo de Cristo, sálvame.
Sangre de Cristo, embriágame.
Agua del costado de Cristo, lávame.
Pasión de Cristo, confórtame.
¡Oh, buen Jesús!, óyeme.
Dentro de tus llagas, escóndeme.
No permitas que me aparte de Ti.
Del maligno enemigo, defiéndeme.
En la hora de mi muerte, llámame.
Y mándame ir a Ti.
Para que con tus santos te alabe.
Por los siglos de los siglos. Amén!