La crucifixión del Señor
INDICE
1. Introducción2. La historia
3. El icono
4. La fiesta
5. La liturgia
6. Reflexión teológica
7. Oración
1. Introducción
Jesús es detenido la noche del jueves en Getsemaní y durante toda la noche sufre la parodia de juicio religioso ante las autoridades judías que, finalmente, deciden que ha de morir. Lo llevan por la mañana ante Pilato, autoridad romana con poder para la muerte del reo, para que así lo haga.
Conseguida la sentencia, lo llevan a las afueras de Jerusalén, a un lugar llamado Gólgota", palabra aramea que significa "calavera”, o Calvario, dicho en latín. Allí la tradición sitúa el sepulcro de Adán y hoy se levanta la iglesia del Santo Sepulcro.
LA ESCENA
La escena que contempla el icono se desarrolla en la colina del Gólgota, insinuado por el montículo sobre el que se yergue la cruz. La figuración es variada según los iconos, desde los más sobrios, que se limitan a las personas de Cristo, María y Juan, a las que añaden las figuras de la Magdalena acompañando a la Virgen, y el centurión y el Cirineo, tras Juan; finalmente, las más ricas, además de a los dos ladrones crucificados al lado de Jesús, suman buena representación del pueblo jerosolimitano, multitud de ángeles celestiales, y el sol y la luna asombrados del escarnio divino.
En la base del montecillo un espacio oscuro con una calavera indica que, según la tradición, se halla la tumba de Adán. Como de la figuración aparece la ciudad de Jerusalén, en cuyas afueras se hace la ejecución.
2. La historia
Crucifixión y muerte de Jesús
3.- El icono
Contra lo que podría esperarse, el icono bizantino no expresa un cuerpo desfigurado por el dolor en el crucificado, sino una figura tranquila, con curvas dulces, generalmente inclinado hacia la Virgen.
Todo a su alrededor: su madre, las mujeres que le acompañan, Juan y el centurión, con la ciudad al fondo; los ángeles, en representación del mundo celestial; el sol y la luna, en nombre de la naturaleza; y, finalmente, la deidad en lo alto testigos de este acontecimiento imposible de imaginar.
El crucificado
Clavado en la cruz, Cristo aparece desnudo, despojado de sus, en la cima de su kenosis final. Sus rasgos serenos le dan apariencia de hombre dormido, indicando que ya descansa en del Padre. El pintor del icono lo refleja así para indicar la entrega total de Jesús a la voluntad del Padre.
El color pálido del cuerpo lo resalta sobre el fondo y hace destacar la cruz de color más oscuro como corresponde al drama de la pasión. La cruz se planta firmemente en el suelo, mientras que el cuerpo forma una noble curva que suspende su peso sobre los pies, y lo hace parecer ligero como el aire, inclinado hacia la Virgen, que se mantiene en pie a la derecha de la cruz y parece querer precipitarse hacia su Hijo.
El cuerpo presenta, más o menos evidentes según los iconos, las heridas de los clavos y la hendidura de la lanzada en el costado, del que emana sangre y agua que son recogidas por los ángeles.
En el icono, el Dios-hombre aparece en su doble naturaleza divina-humana, como uniendo con su cuerpo a Dios, que aparece por encima del cuadro, con la humanidad a su lado. Los ángeles, volando en la parte superior de la cruz representan los espíritus celestiales, y los personajes alrededor de la cruz, la Virgen, Juan y el centurión Longino, la cara de la humanidad.
El árbol de la cruz
El icono de la crucifixión muestra la verticalidad absoluta de la cruz en un signo del movimiento de “descenso-ascenso” del Verbo divino en su misión redentora. Sus brazos, que marcan la línea horizontal del cuadro se abren como signo del abrazo universal de la Cruz.
La cruz se encuentra fuertemente enraizada en la tierra, clavada hasta la misma tumba de Adán y, por encima de ella, alcanza a la misma deidad, como signo de dónde se está desarrollando la lucha cósmica entre el bien y el mal, entre Dios y Satanás.
La Virgen
La Virgen está ahí, al pie de la cruz, vestida con su manto púrpura que la envuelve por completo. Es su manto de santidad, de la gracia del Espíritu que hace de la Virgen la toda Santa, especialmente en este culmen de dolor y de amor, en plena comunión con su Hijo.
Su mano derecha nos señala la cruz al espectador del icono , y su mano izquierda, con su inmovilidad subraya el movimiento de la derecha. Sus dedos están cerca de la garganta, como para ahogar el grito que se escapa ante el dolor indescriptible que la domina. La Virgen Madre está inmovilizada por el dolor de su alma traspasada por la espada anunciada por el anciano Simeón. Con sus ropas oscuras destaca del cuerpo pálido e irreal de su Hijo.
Con una mano lo indica, para que todos lo reconozcamos; con la otra mano parece querer ahogar el dolor inmenso que la envuelve, por ser la Madre de este Hijo; por participar con fortaleza, pero con plenos sentimientos humanos y maternales, en este momento supremo del sacrificio del Hijo. “Mujer, he ahí a tu Hijo”. Una palabra que la ha hecho Madre, de nuevo, por la gracia del Espíritu, pero esta vez de todos los discípulos de Jesús.
La cruz tiene tres travesaños
El travesaño inferior, bajo los pies del Señor, está ligeramente inclinado. Este escabel en Sal 109, 2], con un lado inclinado hacia abajo, señala la suerte del ladrón a la izquierda, y el otro inclinado hacia arriba, la suerte del ladrón de la derecha.
Un tropario compara la cruz como un balance del destino. Como balance de la justicia que se cumplirá en la eternidad, la cruz está en el medio, como una misteriosa relación, entre el Reino y el infierno.
El discípulo amado.
También Juan, más distante de la cruz, refleja su inmenso dolor de joven apóstol que ha sido fiel al Maestro hasta el final. Su cabeza reposa sobre su mano ligeramente dobladas y parece dirigir sus pensamientos al Señor. Su mirada se pierde en el horizonte y medita el misterio contemplativo de la Pasión.Ha recogido el testamento de Jesús: “Ahí tienes a tu Madre”. Y la ha acogido entre sus bienes más preciosos.
El título de “El rey de los judíos”
Todos los iconos presentan el letrero mandado hacer por Pilato indicando la causa del ajusticiamiento. La dimensión de la tablilla no permite figurar la leyenda en los tres idiomas en los que fue indicada la misma.
"Crucificaron también con él a dos ladrones"
Algunos iconos figuran también a los dos ladrones mencionados en los Evangelios que fueron clavados a uno y otro lado de Jesús. La suerte de ambos está descrita en una de las últimas palabras de Jesús: “Mañana estarás conmigo en el paraíso”, dirigidas al buen ladrón, a quien la tradición atribuye el nombre de Dimas; dejando el de Gestas al otro.
En uno de los iconos que se muestran puede observarse cómo los dos ladrones son figurados muy claramente en función de estas atribuciones de bueno y malo. El ladrón a la derecha de Cristo está dibujado de frente al espectador, mirando a Jesús, con gesto tranquilo; el otro, de espaldas, con la cabeza alzada hacia el cielo, como gritando su desesperación. Sobre éste, para mayor señalamiento, el iconógrafo ha dibujado un demonio volando encima de él.
La ciudad de Jerusalén
El fondo de la tabla muestra los muros de Jerusalén, pues Cristo fue crucificado fuera de las murallas de la ciudad, signo de la situación de los cristianos respecto al mundo, tal como señala san Pablo: “Jesús, para consagrar al pueblo con su propia sangre, murió fuera de la puerta. Salgamos, pues, hacia él, fuera del campamento, cargados con su oprobio; que aquí no tenemos ciudad permanente, sino que andamos en busca de la futura” (Heb 13, 11-15).
Desde el icono, el monje que lo ha pintado nos recuerda esta condición del bautizado.
Los ángeles
Representan la presencia del mundo celestial en el momento de la crucifixión; más aún, señalan la los sentimientos de los ángeles en un instante que trasciende la historia humana para integrarse en la eternidad divina. El icono los representa siempre con actitud de adoración, ya con las manos cubiertas con un velo, ya portando los instrumentos de la pasión; otras veces, su revuelo llena el espacio escénico y lo llena de alegría y gozo por la victoria de Cristo sobre el mal y la muerte.
4.- La fiesta
En el umbral del año litúrgico ortodoxo se celebra una doble fiesta: de la Natividad de Nuestra Señora (8 de septiembre) y de la exaltación de la santa Cruz, el 14 de septiembre. Es una tensión buscada, porque la Iglesia siempre ha señalado la tensión en que se desarrolla la vida cristiana: la muerte de la vida; el dolor del Viernes Santo de alegría de la Pascua; la Crucifixión de la resurrección; la oscuridad del infierno de la radiación luminosa del resucitado. Estas dos cuestiones no pueden estar ausentes de nuestra oración y nuestra meditación sin agotarlos.
De igual modo, la Iglesia Católica pocos días después de la Natividad de María celebra la fiesta de la Exaltación de la Cruz. La Iglesia nos prepara con una semana de antelación, a la fiesta de la Cruz. El domingo anterior, además de las lecturas propias de este domingo, se permite la lecturas de otras en relación especial con la cruz. Así:
El distinto acento de las iglesias de Oriente y Occidente en la reflexión sobre el objeto de la Redención se traslada a esta festividad. La Iglesia Católica recuerda insistentemente que el sujeto de la fiesta es la cruz de Jesucristo, aquélla sobre la que se expía el pecado de Adán y de todos los hombres posteriores a él. La Iglesia Ortodoxa traslada ese momento expiatorio a la misma encarnación, a la kenosis inicial. Un buen equilibrio dentro de los misterios de la Historia de la Salvación exige no olvidar ninguno o sobredimensionar unos sobre otros. Así, ante la Cruz celebra la Encarnación del Hijo de Dios, su muerte “por nosotros los hombres y por nuestra salvación” y la Resurrección gloriosa que “mata la muerte”, destruye las puertas del infierno y abre las del Reino a todos los justos desde Adán hasta el fin de los tiempos.
5.- La liturgia
En el punto anterior se muestran las lecturas propias de esta fiesta en la Iglesia de Roma.
Vamos a añadir, por su belleza, la homilía pascual de un autor anónimo del S. II, que canta así el misterio de la cruz gloriosa:
él es mi alimento; él es mi delicia.
En sus raíces hundo mis raíces y crezco.
Por sus ramos me extiendo,
con su rocío me refresco;
su espíritu, como brisa acariciadora, me envuelve.
Me cobijo a su sombra, donde he plantado mi tienda,
y he encontrado en el estío un refrescante refugio.
Florezco con sus mismas flores,
me sacio libremente de sus frutos deliciosos,
destinados para mí desde el principio.
Este árbol es alimento para mi hambre,
Manantial para mi sed,
vestido para mi desnudez,
Este árbol es mi refugio cuando temo,
mi cayado cuando vacilo,
premio en el combate, trofeo de la victoria.
Este árbol es la senda angosta y la puerta estrecha,
la escala de Jacob, sendero de ángeles,
en cuya cima Cristo mismo se ha apoyado.
Este árbol, de dimensiones celestiales,
se eleva desde la tierra hasta el cielo.
Es fundamento de todas las cosas,
pilar del universo,
punto de apoyo del mundo entero,
vínculo cósmico que mantiene en la unidad
la inestable naturaleza humana,
asegurada con los clavos invisibles del Espíritu,
para que unida a Dios no pueda jamás separarse.
Su parte superior llega hasta el cielo,
su parte inferior toca la tierra,
sus brazos abiertos sobre la inmensidad,
resisten a soplo de todos los vientos.
El era todo en todos, por doquier.
Y mientras llenaba de sí el universo entero,
se ha despojado de sus vestidos
para trabar batalla con las potencias del mal.
Sin duda inspirado en este texto, Kiko Argüello ha compuesto este precioso canto a la “Cruz gloriosa”
es el árbol de la salvación.
En él yo me nutro,
en él me deleito;
en sus raíces crezco,
en sus ramas yo me extiendo.
Su rocío me da fuerza,
su espíritu como brisa me fecunda;
a su sombra he puesto yo mi tienda;
en el hambre es mi comida,
en mi desnudez, el vestido
y en la sed, el agua viva.
Angostos senderos,
mi puerta estrecha,
escala de Jacob,
lecho de amor donde nos ha desposado el Señor.
En el temor es la defensa;
en el tropiezo me da fuerza;
en la victoria es mi corona
y en la lucha, ella es el premio.
Árbol de vida eterna,
misterio del universo,
columna de la tierra,
tu cima toca el cielo
y en tus brazos abiertos brilla el amor de Dios.
Himno a la cruz gloriosa
6.-reflexión teológica
La Cruz, ya sea celebrada el 14 de septiembre o en Viernes Santo, colocan ante nuestros ojos el valor de la sangre de Cristo en nuestra vida, la radicalidad de nuestro seguimiento de Cristo, las relaciones vitales entre la cruz y el amor.
Nuestro redentor en la Cruz es el mismo Hijo de Dios que se encarnó treinta años antes; no ha perdido su condición divina, ni allí se va a registrar separación alguna entre las dos naturalezas en ningún momento; sigue siendo el Camino, la Verdad y la Vida eterna aun cuando ofrezca a su Padre esa vida; aun cuando se siente abandonado de todos, incluido su Dios, no deja de ser el Verbo divino. Por eso, por todo este desbordamiento de amor, que lleva a la destrucción aparente de quien es el Amor crucificado, la naturaleza se conmueve, el sol se oculta, los muertos salen de sus tumbas y el velo del Templo se desgarra…
María, que permanece al lado de su hijo durante su Pasión, que nos es entregada como madre, es, desde ese mismo momento, la madre del nuevo Adán y madre de la Iglesia, madre, cuán nueva Eva, de la nueva humanidad engendrada en la sangre de Cristo.
¿Qué lugar ocupa María en nuestra vida? ¿La vemos al lado? Su cercanía o lejanía es un termómetro de nuestra vida espiritual, porque ella es la Madre de todos los creyente, de todos los que sufren, la madre dolorosa que acompaña en sus dolores a todos sus hijos, la que, invitada a nuestra vida, sabe verla con ojos maternales y, adelantándose a nuestras necesidades, sabe dirigirse a su Hijo diciéndole: “Se les ha acabado el vino”
7.-Oración
“Y al cabo de un gran rato se ha encumbrado
sobre un árbol do abrió sus brazos bellos
y muerto se ha quedado asido de ellos
el pecho del amor muy lastimado”.
(San Juan de la Cruz)
Oramos con la Iglesia de Oriente, diciendo:
“Adoramos, Señor, tu cruz
y confesamos tu santa Resurrección.
Por medio del árbol dela cruz,
el anuncio de la verdadera alegría
ha llegado al mundo entero”.
(Liturgia oriental del Viernes Santo)
Soneto a Jesús Crucificado:
No me mueve mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves Señor; muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido;
muéveme el ver tu cuerpo tan herido;
muéveme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor de tal manera,
que aunque no hubiera cielo yo te amara,
y aunque no hubiera infierno te temiera.
No me tienes que dar por que te quiera;
porque aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera