66.    Bañando a los niños


(Triste herencia)

Joaquín Sorolla
Óleo de 212 cm. Alto x 288 cm. largo. Compuesto en 1899.
Escuela española de pintura del s. XX. Expresionismo.
Centro Cultural de Bancaja de Valencia.
_______________________________________________________________ Antonio APARISI LAPORTA

 
Ubi Caritas,  desde Taizé.     Jacques Berthier

Aproximación a la obra

La firma de Joaquín Sorolla, valenciano (1863-1923), significa la renovación de la pintura española del siglo XX y quizás su máxima expresividad y su mayor sentido social.

El cuadro que vamos a contemplar y meditar es una de sus obras maestras, en pleno período de madurez de las tres características más originales de su pintura, las tres perfectamente conjuntadas: el realismo naturalista (con una fuerte tendencia a la crítica social), el medio marítimo (las “marinas”), y el tratamiento de la luz, verdadera explosión y embrujo de la luz levantina, integrando siempre el color y la luz en el espacio libre. Habría que situarlo junto a otros tan conocidos como “La vuelta de la pesca”, “Aún dicen que el pescado es caro”, “Pescadores valencianos”, “Cosiendo la vela”…, todos entre 1894 y 1899).

Paseando por la entonces pobre barriada marítima valenciana del Cabanyal o la Malvarrosa, el pintor vio, sorprendido, la escena que enseguida comenzó a plasmar en el lienzo: un grupo numeroso de niños disminuidos físicos bañándose en la playa, asistidos por un religioso. El hecho le conmovió profundamente. Se trataba de los niños del Asilo de San Juan de Dios que recibían con gran dificultad el baño terapéutico de mar. (Una foto de esa misma escena se conserva en el archivo del Museo de Los Pisa, de Granada; sólo que en ésta predomina el grupos de religiosos y adultos sobre el de niños).

Sorolla (haciéndose eco de una idea frecuente en la época) vio en esa doliente infancia el fruto de las culpables distorsiones antinaturales de un mundo adulto burgués. Por esa razón pensó titular su obra “Los hijos del placer”… Mitigó está idea gracias a los consejos de sus amigos Blasco Ibáñez y otros, pero el título final continuó siendo “Triste herencia”.

Presentado a la Exposición Universal de París en 1900 recibió su Grand Prix, reiterado poco después en Madrid como Premio de Honor a la Pintura. Con él (y con otras obras suyas) la crítica internacional consideró a Sorolla como el maestro indiscutible de la época, y en España el número uno después de Goya.

Estuvo el lienzo muchos años en EE.UU. (Nueva York: Iglesia de la Ascensión) hasta que, subastado en 1981, fue adquirido por Bancaja, entidad financiera de Valencia.

Comprensión de la obra

.

Sorolla es un pintor regionalista, que tiene (sobre todo en su primera época) obras de detalle y policromía bellísima; por ejemplo, “A la grupa”. Pero en el momento en que pinta nuestro cuadro parece haberse desentendido de la preocupación por el color y la forma, dando sólo la sensación de lo natural con la máxima intensidad expresiva posible, penetrando hasta lo más hondo de la vida, de los hechos y de las cosas.

¿Q 
ué vemos en este óleo?


ndudablemente, una realidad amarga e hiriente:

Una veintena larga de niños disminuidos físicos, especialmente, desnudos con una desnudez pura y pobre (hasta muy entrado el siglo XX disponer de un bañador era un lujo sólo para ricos); algunos dentro del agua, muy cerca de la orilla; otros dirigiéndose penosamente al mar; todos sin la alegría y despreocupación de los juegos playeros.

Un religioso con hábito de San Juan de Dios, hospitalario, persona enjuta, de rostro grave y atento al niño, amable, pendiente de lo único esencial que es ayudar a que el niño llegue al agua.

Un mar picado, a punto de embravecerse. Un cielo oscuro, tormentoso, muy poco levantino, sobre una arena cobriza, casi sucia o barrosa.

Unos rayos intensos pero fríos del sol poniente; los últimos del atardecer, horizontales, que vienen desde el espectador e iluminan de sobra los cuerpos desnudos, cegando al pequeño de la derecha que se protege de él con la mano.


Un cromatismo, pues, doloroso: la gama del negro (acentuado en el hábito del religioso) al ocre, sin otros colores que los azules grisáceos y el pálido amarillo de los cuerpos infantiles, bañados –insistimos- de una impresionante luminosidad fría. Luz que sólo alcanza al religioso ligeramente en el rostro y en la mano con la que ayuda al pequeño porque su hábito negro se funde casi con la oscuridad del mar y del cielo, perdiéndose esta persona en el anonimato de una verdadera caridad (“Que tu mano derecha no sepa lo que hace –el bien que hace- tu mano izquierda”). (El pintor realizó al menos dos estudios previos a la obra definitiva. En ellos el cielo y el mar son distintos, más abiertos y claros, con velas blancas en el horizonte).

El gran tamaño del cuadro acentúa aún más la fuerte impresión que nos produce, especialmente si estamos habituados a contemplar las aireadas y gratas “marinas” o los cuadros regionalistas del autor. ¿Por qué un tono tan sombrío y enigmático? ¿Dónde está la espontaneidad naturalista y gozosa de la playa y del mar?... Está perdida. Todo parece aquí una pura contradicción con su pintura.

Estas cuestiones nos introducen en la contemplación y meditación de la obra. Una visión que debemos hacer desde la realidad de nuestra vida actual y de nuestra fe cristiana.

Contemplación de la obra. Oración.

Está claro que Sorolla ha querido golpear nuestra conciencia con este lienzo; que no le ha guiado sólo el impulso de una espléndida creación artística o el deseo de suscitar un fuerte sentimiento estético sino algo más fuerte, una idea y un grito. ¿Qué quiso y qué quiere decirnos?


eguramente dos cosas.

En primer lugar:

Muy lejos, desde luego, lejísimos de la obsesión multitudinaria de las costas que nos contornan, tan propia de nuestro tiempo, hay que decir, sin embargo, que ya a finales del XIX la playa veraniega era un lugar de esparcimiento y de relaciones sociales reservado a las clases altas y con una previa selección de las mismas para uso de la rica burguesía. (Baste recordar fotos de la época o descripciones como las que aparecen en novelas de B. Pérez Galdós, por ej. en Lo prohibido.)

Pues bien, para aquella época y para ahora, todo en nuestro cuadro es un símbolo de denuncia: un grito de protesta contra la marginación social que impide el disfrute de la naturaleza por parte de todos; y tal vez un grito contra la tremenda superficialidad que se le impone al mar. Hay personas que nunca han podido ni podrán gozar del descanso y de los bienes de la playa (símbolo de tantos otros bienes de la Naturaleza) como un derecho universal. Y hay un desnudo natural, limpio e inevitable en esos niños tullidos y pálidos, y una necesidad física del baño curativo, que ridiculizan la obsesión del cuerpo que campea en los veranos de nuestras costas.

Esa es una primera consideración, sencilla pero profundamente cristiana. La playa es de todos y para todos, pero particularmente para los que tienen necesidad imperiosa de ella. Y esto se expresa en la pintura como una bendición final que desciende sobre ese Hermano de San Juan de Dios: “…Estuve necesitado de un baño, y tú me llevaste a la playa”.


En segundo lugar:

Saltando aún de la realidad inmediata y natural a su valor simbólico, el cuadro condensa la mejor epopeya del Cristianismo: la toma de conciencia de los sufrientes, de los impedidos de todo tipo, de los marginados y de los inocentes despreciados y perseguidos, todos ellos representados en cada uno de esos niños, que, además (y a pesar de la asistencia del religioso), dan la impresión de estar solos en el mundo, infinitamente solos y aislados, con un desvalimiento que parte el alma.

Este desgarro consciente del alma (el que experimento el pintor aquel día) es, en principio, lo más cristiano que puede hacerse para empezar. El comienzo del camino diario para cada uno de nosotros: ir a esa pobre playa con ellos, pararse a estar a su lado.

Y después, ofrecer nuestras manos para que se sostengan de pie y caminen hacia donde puedan aliviarse… Aunque esto sólo se pueda hacer con una persona, como le sucede al religioso del cuadro, que no tiene más que dos brazos para prestar a más de veinte niños y de algún modo parece perdido ante la inmensidad del quehacer pendiente.

El cuadro nos sitúa, pues, en una oración justa, porque nos lleva a una actitud de honda humanidad y, así, de válida religiosidad. Nos llama de parte de Dios y de la conciencia. Como Jesús llamó a los suyos ante la multitud hambrienta y perdida: “Dadles vosotros de comer”. “Cada vez que hicisteis esto con uno de mis pequeñuelos a mí me lo hicisteis”.

¿Q 
ué otra cosa hay que hacer y orar, sino este ir diario a la playa con ellos?.

Piececitos de niño,
azulosos de frío,
¡cómo os ven y no os cubren,
Dios mío!

¡Piececitos heridos
por los guijarros todos,
ultrajados de nieves
y lodos!

El hombre ciego ignora
que por donde pasáis,
una flor de luz viva
dejáis;

que allí donde ponéis
la plantita sangrante,
el nardo nace más
fragante.

Sed, puesto que marcháis
por los caminos rectos,
heroicos como sois
perfectos.

Piececitos de niño,
dos joyitas sufrientes,
¡cómo pasan sin veros
las gentes!

Piececitos de niño azulosos de frío
(Gabriela Mistral)

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