65     LAPIDACIÓN DE SAN ESTEBAN

Giulio Romano
Fresco sobre pared. Compuesto hacia 1522.
Manierismo italiano.
En la iglesia de Santo Stefano, Génova;
réplica del mismo en el Monasterio de Santa María de Huerta.
___________________________________________________________ Antonio APARISI LAPORTA

 
PADRE NUESTRO   (ORIGINAL DEL ARAMEO).

Aproximación a la obra

Intentemos familiarizarnos con el autor de esta pintura muy poco frecuente en la iconografía cristiana. El verdadero nombre de Giulio Romano (1499-1546) era Giulio Pippi (apellido quizás poco afortunado). No es un artista muy conocido; sin embargo, además de reconocerlo como creador del manierismo italiano, puede decirse que fue el discípulo más querido de Rafael en cuyo taller de pintura entró a la edad de diez años (el maestro casi lo consideraba hijo suyo), ayudándole Giulio enseguida –muy joven, por tanto- en la realización de varios proyectos. En concreto, consta que colaboró con el de Sanzio en la realización de la serie de frescos de las Galerías Vaticanas y, particularmente, en el desarrollo de escenas bíblicas del Nuevo Testamento.

Es explicable que la sombra rafaelesca lo ocultará bastante (al menos hasta que se independizó de él en Mantua); pero sus dibujos empezaron pronto a ser muy cotizados por los coleccionistas y gozan, desde luego, de un alto valor didáctico religioso, como lo muestra bien el fresco que vamos a contemplar ahora.

Es curioso observar que Giulio Romano es el único artista del Renacimiento mencionado por W. Shakespeare (en el acto V- escena II de El cuento de invierno).

Esta Lapidación de San Esteban, pintada para los monjes de Monte Olivetto, es, en realidad, su primera gran obra enteramente original. En ella narra con mucha fidelidad el pasaje del libro de los Hechos de los Apóstoles. Predominan en la obra figuras de jóvenes de la misma edad de Giulio al pintarlas. ¿Con cuál o con cuáles se identificaría el pintor?

Ese realista e impresionante texto de Hechos al que se refiere la obra dice así: “(Los apóstoles) escogieron (como diáconos) a Esteban, hombre lleno de fe y de Espíritu Santo, a Felipe, etc.)… Esteban, lleno de gracia y de poder, realizaba entre el pueblo grandes prodigios y señales. Se levantaron unos de la sinagoga llamada de los Libertos, cirenenses y alejandrinos, y otros de Cilicia y Asia, y se pusieron a disputar con Esteban; pero no podían resistir a la sabiduría y al Espíritu con que hablaba. Entonces instigaron a unos hombres que dijeran: ´Nosotros hemos oído a éste pronunciar palabras blasfemas contra Moisés y contra Dios´. De esta forma amotinaron al pueblo…; vinieron de improviso, le prendieron y le condujeron al Sanedrín…

Fijando en él la mirada todos los que estaban sentados en el Sanedrín, vieron su rostro como el rostro de un ángel… (Esteban les anunciaba a Jesús).

Al oír esto, sus corazones se consumían de rabia y rechinaban sus dientes contra él. Pero él, lleno del Espíritu Santo, miró fijamente al Cielo y vio la gloria de Dios y a Jesús que estaba en pie a la diestra de Dios…

Entonces, gritando fuertemente, se taparon sus oídos y se precipitaron todos a una sobre él; le echaron fuera de la ciudad y empezaron a apedrearle. Los testigos pusieron sus vestidos a los pies de un joven llamado Saulo. Mientras le apedreaban, Esteban hacía esta invocación: ´Señor Jesús, recibe mi espíritu´. Después dobló las rodillas y dijo con fuerte voz: ´Señor, no les tengas en cuenta este pecado´. Y diciendo esto, se durmió.” (Hechos, capítulos 6 y 7)

Es notable en este pasaje del libro la coincidencia plástica de la imagen con la idea expresada en el primer discurso de San Pedro: “A este Jesús Dios lo ha puesto a su derecha”… (el texto dice, en realidad: “lo ha sentado”). Que Esteban lo vea de pie puede añadir la confianza activa total de Dios en su Hijo querido Jesús. En todo caso la pintura expresa este detalle teológico

Comprensión de la obra

.

En cuanto al conjunto

Aunque Giulio era, sobre todo, pintor de carácter civil (incluso, en algún momento de su producción, con un tinte erótico), llega a expresar con objetiva exactitud las escenas bíblicas y denota en ellas una exquisita sensibilidad religiosa. Así sucede en este fresco de Santo Stefano: una obra fina y delicada que acierta a dibujar el estado de ánimo de los personajes que aparecen en esos dos capítulos de los Hechos de los Apóstoles.


l conjunto de la composición no es difícil.

La pintura tiene dos planos distintos y distantes uno de otro: el inferior ocupado por Esteban, los judíos verdugos y jueces y Saulo; el superior o celeste, que representa la visión mística del joven mártir, en línea vertical directa con él. En medio, entre ambos planos, la ciudad (Jerusalén) en estado ruinoso y entenebrecido. (La estructura recuerda El entierro del Conde de Orgaz).

La policromía pasa del tono vivo (el rojo de la túnica de Esteban) al ocre oscurecido, con la solo iluminación que entorna a las figuras del Padre Eterno y del Hijo (y otra luz algo más tenue que parece surgir del cuerpo del santo y baña, sobre todo, a Saulo).

El cuadro nos produce quizás la impresión de un cierto abigarramiento de imágenes y elementos; lo que quizás tiene que ver con la complejidad misma del hecho bíblico narrado y con la trágica atmósfera que llevó a Esteban al martirio.

En cuanto a los detalles y figuras

En el plano inferior

La imagen de Esteban, medio arrodillado, con los brazos abiertos y el rostro alzado, es de una gran elegancia y belleza. Su dalmática roja revela el ministerio de diácono (según la usanza litúrgica posteriormente establecida) y más aún el encendido amor que impregna su vida de seguidor de Jesús y de servidor de la comunidad. Su misión en ésta era gestionar fraternamente la comunicación de bienes materiales a los hermanos y a los pobres; y, sin embargo, llegada la ocasión, proclama su fe más pura en Jesucristo.

Acaba de decir lo que no podía silenciar, y por eso muere. Tiene un cierto parecido con el San Esteban del Greco en El entierro del Conde Orgaz... Las manos abiertas dicen aquí conformidad con su martirio, perdón a los agresores y confianza absoluta en su inmediata glorificación junto al Señor. Es perfecta su actitud integral de cristiano; todo un poema de auténtica fe y serenidad, que contrasta con la dureza de corazón, con la intransigencia religiosa y con las caras de ira y violencia de los judíos que detrás de él lo apedrean.

Mención especial debe hacerse del joven sentado sobre ropas (a la izquierda de la pintura) en el que se reconoce a Saulo, futuro San Pablo. No participa directamente en la lapidación, pero su postura (su estancia allí cómplice y el gesto indicador condenatorio de Esteban) nos sorprende dolorosamente. Es quizás la presencia más enigmática del cuadro: ¿hacia dónde mira, en realidad? Y ¿a quién representa?

El resto de la composición figurativa nos deja ciertos enigmas. En el extremo derecho, dos jóvenes, a la izquierda de Esteban y alejados de él, lanzan también sus piedras. Llama la atención el aspecto juvenil y un poco femenino de sus rostros. ¿Quiénes son o qué quieren indicar estas dos figuras?... ¿Es la ambigüedad de la persona cuando ésta se suma inconscientemente al descontrol del fanatismo y de las pasiones de la masa? ¿Sugieren la culpa colectiva del mundo –desde todos sus estamentos- en el intento de acallar al Evangelio recién estrenado?...

En el plano superior

Las figuras de Dios Padre y de Jesús (rodeados de una discreta gloria) en la plano muy superior del fresco, son claras, diáfanas; y esperan ser (en la composición) tan consoladoras para Esteban como para los espectadores. El Padre detrás de Jesús (casi en un sorprendente segundo plano que no indica el texto de Hechos) asiente y apoya lo que el Hijo hace, con una naturalidad preciosa. Parece empujarlo amorosamente con su oculta mano derecha.

Y las dos Divinas Personas llaman y alientan (mano y brazo derecho de Jesús) a Esteban en ese supremo momento, como si le dijeran: ´¡Ánimo, estamos aquí. Ya vienes enseguida!´. El mundo celeste es el techo de la tierra oscurecida.

En el plano medio

El fondo de penetración de la obra (plano medio), la ciudad, es, sin duda, representación del mundo en donde sucede –o continúa sucediendo- el martirio de los justos. Significa los poderes ocultos de la sin razón (incluida la sin razón de las religiones) que generan –desde su propio sistema de apaciguamiento social- odios y maquinaciones asesinas; maquinaciones advertidas ya por Jesús (“incluso el que os entregue creerá dar culto a Dios”) contra los inocentes portadores de la Sabiduría divina, precisamente porque son justos y buenos y porque dicen la verdad y no la callan.

La obra nos plantea –entre otras perspectivas- ese interrogante doloroso: ¿cómo es posible tanta obcecación en virtud precisamente de posturas religiosas?

Contemplación de la obra. Oración.

Esta pintura rafaelesca de Giulio Romano nos afronta, pues, a dos cuestiones importantes para la espiritualidad cristiana: primera, ¿cómo es posible llegar a poseer la fe de Esteban, dotada de la sabiduría, de la elocuencia de la Palabra y de la fortaleza en su proclamación, partiendo irrecusablemente de la fraternidad comunitaria, del compartir los bienes?; segunda, ¿cómo es posible tanta ira y violencia en contra de tal fe?

San Esteban es para nosotros, ante todo, un testigo de la confesión de la fe; una confesión fiel, arriesgada, a toda prueba es decir, en respuesta a la pregunta sobre la propia identidad. Hasta padecer la muerte a manos de una colectividad terriblemente airada. Y esta confesión es íntegramente honesta y válida (puede hacer ver a Jesús) precisamente porque viene de un diaconado: porque se encarna en una vida al servicio humilde y diario de los hermanos, y, a la vez, está muy próxima y abierta a la predicación de Pedro y de los apóstoles.

¡Cuánta necesidad tenemos los cristianos de esta hora de confesar la fe en las mismas condiciones de aquel primer mártir! Nada debiera hacernos desistir de esa confesión. La inserción en la cultura y en el humanismo todo, que nos apasiona, sin duda, las eventuales presiones o amenazas de cualquier tipo, nada constituye obstáculo alguno razonable para hablar.

Es verdad que una parte penosa de la historia eclesiástica nos aconseja el silencio, pero este silencio nos pide también la fuerza interior creyente y después la palabra oportuna y sabia –abierta al Espíritu Santo-, exenta de temor, dicha en el corazón de la ciudad secular.

Por otra parte, el cuadro podría tener un segundo título: “El silencio cómplice de Saulo”. Es el primer acto oscuro de un drama que resultará ser espléndido cuando intervenga el Principal protagonista.

Pasado el tiempo, San Pablo recordaría con dolor aquella participación suya en la muerte alevosa del joven Esteban (“yo perseguí a la iglesia de Dios”). Lloraría como Pedro. Pero, de momento, al contemplar la pintura, vemos que la realidad es muy otra: un fanatismo religioso capaz de hacer perder hasta la mínima sensibilidad por el dolor y el daño de otros, capaz de matar martirizando (o de asentir a esas muertes), autojustificando la actitud con pretendidos motivos dogmáticos del tipo que sean. Y, por tanto, deteriorando y pervirtiendo lo religioso hasta extremos de terror protagonizados, además, por personas de tanta categoría como Pablo de Tarso.

Este fenómeno es para echarse a temblar, porque nuestra categoría humana (y la de nuestros conciudadanos, religiosos o no) no es mayor que la de Pablo. Lo que quiere decir que nos hace imperiosa falta contar con la Sabiduría y la Fortaleza que vienen de lo Alto (no de lo bajo)… Y nos aconseja no alinearnos con psicologías de grupo que pueden dominar fácilmente el pensamiento e imponernos silencios cómplices de muchos desafueros.

Agradecemos, pues, con el alma al casi desconocido pintor (a Giulio el Romano) el mensaje espiritual que hoy nos trasmite. Y entonamos el himno de alabanza a los mártires.

Después miré y había una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y el Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos.

Y gritan con fuerte voz: «La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero» .

Y todos los Ángeles que estaban en pie alrededor del trono de los Ancianos y de los cuatro Vivientes, se postraron delante del trono, rostro en tierra, y adoraron a Dios, diciendo: «Amén. Alabanza, gloria, sabiduría, acción de gracias, honor, poder y fuerza, a nuestro Dios por los siglos de los siglos.

Amén.» .

Uno de los Ancianos tomó la palabra y me dijo: «Esos que están vestidos con vestiduras blancas ¿quiénes son y de dónde han venido?»

Yo le respondí: «Señor mío, tú lo sabrás»

Me respondió:

«Esos son los que vienen de la gran tribulación;
han lavado sus vestiduras y las han blanqueado
con la sangre del Cordero.

Por esto están delante del trono de Dios,
dándole culto día y noche en su Santuario;
y el que está sentado en el trono
extenderá su tienda sobre ellos.

Ya no tendrán hambre ni sed;
ya nos les molestará el sol ni bochorno alguno. .
Porque el Cordero que está en medio del trono
los apacentará y los guiará
a los manantiales de las aguas de la vida.

Y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos».

Amén.
Apocalipsis 7, 10-18
(San Juan, evangelista)

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