Matthias Stom
Óleo sobre lienzo. 111,8 x 152,4 cm
Compuesta hacia 1633 - 1639
Barroco holandés
Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, Madrid
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Antonio APARISI LAPORTA
Matthias Stom, alguna vez llamado Matthias Stomer (Amersfoort, h. 1600 – Sicilia, h. 1650) fue un pintor holandés de estilo tenebrista que es englobado en el círculo de pintores del caravaggismo.
Se conocen pocos datos seguros de su vida. Se cree que se inició en la pintura con Abraham Bloemaert en Utrecht. Luego viajó a Roma, donde en 1620-23 fue discípulo del pintor caravaggista Gerrit van Honthorst. De ahí pasó a Nápoles, y en 1640 se instaló en Sicilia. La fecha de su muerte no se conoce, aunque su última mención es de 1650.
Stom se cuenta entre los caravaggistas nórdicos más importantes, junto con Honthorst. Se caracteriza por su colorido más cálido y por el predominio de los temas religiosos en su producción, frente a las escenas de género o cotidianas que Honthorst y otros tenebristas solían realizar.
El cuadro recoge con bastante fidelidad la escena -narrada en el Evangelio de Lucas (24, 13-35)- de la aparición de Jesús resucitado a dos discípulos en la tarde del primer día de la semana.
Este lienzo lo realizó el pintor seguramente en Nápoles, momento en que se produce en su creación un cambio en las tonalidades, dando entrada a tonos más terrosos.
Puede decirse que el lienzo ha corrido mucho mundo. Perteneció hasta 1850 a una colección privada holandesa establecida en las Indias. Se dio a conocer en una exposición celebrada en París en 1954; y en 1976 fue comprado por la colección Thyssen a la galería romana Franco Rapetti.
Entre sus obras de carácter bíblico, además de la que estudiamos, se pueden citar La adoración de los pastores (Viena, Museo Liechtenstein), La incredulidad de santo Tomás del Museo del Prado, La Anunciación (Galeria Ufffizi. Florencia), Cristo coronado de espinas (Norton Simon Museum), etc.
El cuadro se centra en el momento en que Jesús (hasta ese momento peregrino desconocido para los presentes, que lo han invitado a entrar en su casa y cenar), al partir el pan, es reconocido, desapareciendo poco después de su vista. Indica, por tanto, el asombro de ese encuentro inesperado e impensable; sin embargo lleva implícita toda la narración de San Lucas:
De esta obra de Stom se conocen otras siete versiones. Lo que indica la afinidad especial del artista al tema de la Resurrección de Jesús y, de modo particular, a esta vivencia de los discípulos.
La pintura recoge el momento preciso en que Jesús parte el pan y lo bendice, ofreciendo un trozo grande a los dos discípulos, que se hallan a la izquierda; Jesús a la derecha. La cena parece terminar en ese momento (la fuente que lleva la joven da la impresión de estar vacía).
Stom representa la escena en un interior iluminado sólo por la céntrica luz de una vela, que evidentemente no despide la claridad con la que resplandecen los cuatro rostros y la mesa. Es decir, existe otro misterioso foco que da al ambiente la visión trascendente de ese momento. Destaca la intensa y fija mirada a Jesús y la extensión y apertura de las manos que parecen querer tocar al Maestro y retenerlo junto a ellos.
Hay un testigo (introducido por el pintor), figura secundaria, pero significativa: una muchacha que sirve la mesa (a la usanza judía) y que observa atenta a Jesús, girando la cabeza hacia la izquierda.
La imagen toda está construida con un color plástico claroscuro que más que dibujar esculpe las figuras dándoles volumen. La policromía es cálida y un poco terrosa; compagina el hecho en sí con un contexto de bodegón de la mesa.
L
as intuiciones de Stom en estas imágenes son, pues, teológicamente muy acertadas y, además, muy bellas, sosiegan el alma.
Este cuadro fruto de un instante no puede contemplarse sin tener viva en la memoria toda la narración del Evangelio. Porque (según advierte Saint Exupery a propósito del pozo que el principito halla en el desierto) “el agua clara del reconocimiento brota ahora gracias al camino recorrido” que ha permitido a los dos discípulos decir a Jesús –aun sin conocer que es él- “Quédate con nosotros”.
Tendríamos que palpar nuestro desfondamiento y los signos de carácter providencial que salen a nuestro encuentro, tendríamos que pedir que esos signos se quedaran con nosotros –con uno mismo- para, al fin, hallarnos dispuestos a realizar el gran descubrimiento de su Presencia a nuestro lado, partiéndonos su Pan.
Y esto no es difícil. El que más y el que menos, todos padecemos alguna grave desolación. “Nosotros esperábamos, nosotros creíamos…; y he aquí que todo parece haberse acabado” . Desde ahí tenemos dos opciones: o seguir solos o permitirnos ser acompañados por alguien que nos explique “las escrituras”, el sentido posible de la esperanza. Y ese alguien puede ser Cristo Jesús. Si le dejamos caminar a nuestro lado, si le rogamos que se quede, seguramente ocurrirán dos cosas: primera, que se encenderá en nuestro interior una luz esperanzadora (“¿no ardía nuestro corazón cuando nos explicaba las Escrituras por el camino?”, dice uno de los discípulos); y, segunda, que con toda probabilidad, descubriremos que no estábamos solos, que Él no estaba muerto, sino viviente a nuestro lado, Él, el Señor.
El cuadro de Stom interpreta acertadamente lo que el evangelio de Lucas (la comunidad lucana) entendió así mismo en el acontecer de Emaús: que el lugar de revelación de Jesús a los creyentes debía ser una comida, una cena, pero fraterna, doméstica, en el curso de la cual tuviera lugar el misterio amable de la Eucaristía. El pintor –consciente o no del mensaje que encauza- nos remite a la cuestión de esa vivencia eucarística como lugar en donde es posible hacer la experiencia de que Jesús vive hoy y tiene poder de liberación de nuestros desconsuelos y fracasos.
O
ramos, pues, con el himno litúrgico del Oficio vespertino.
S
intiéndonos en la misma situación de los dos discípulos descorazonados, hacemos su oración -¡Quédate con nosotros!-, recitando, agradecidos,
el poema: