55     LA RESURRECCIÓN DE CRISTO

El Greco (Doménico Theotokopoulos)
Óleo sobre lienzo, de 210 x 128 cm. Compuesto hacia 1577.
Manierismo español.
En el Museo del Prado
____________________________________________________ Antonio APARISI LAPORTA

 
Hallelujah,  del "Mesías". Haendel

Aproximación a la obra

Como otros cinco magníficos cuadros de igual tamaño éste formaba parte del grandioso retablo de la capilla del Colegio de Doña María de Aragón, en Madrid (lugar que hoy ocupa el edificio del Senado). Los otros lienzos eran, a continuación de la Resurrección, la Crucifixión y Pentecostés (en el plano superior), el Nacimiento, la Anunciación y el Bautismo, abajo. Es decir, la totalidad del Misterio de Cristo, para ser contemplado sin límite de tiempo. El Colegio se donaba como seminario para los frailes agustinos, y tenía el título de La Encarnación – Anunciación. Cumplía, pues, la misión de formar personas de honda religiosidad contemplativa y de ciencia, como se identificaba a San Agustín.

El encargo hecho al Greco (los seis cuadros) tenía como fecha de entrega la Navidad de 1599. En julio de 1600 un carretero de Toledo trasportó con cuidado las piezas, por las que se debía pagar al artista 65.300 reales, todo un tesoro.

Realmente estamos ante un tesoro, aunque cada uno de los cuadros ande hoy disperso (pero localizado).

Un dato notable: la Resurrección ocupa el primer puesto del retablo; es el principio de nuestra fe, y los acontecimientos salvadores de Jesús no se colocan según una cronología histórica sino que se integran todos en el corazón del mismo Misterio definitivamente manifiesto en Cristo resucitado.

Comprensión de la obra

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La Resurrección es esencialmente vivificación transformadora, dinámica infinita del ser renacido en la esfera divina sin abandonar la humana. ¡Es puro movimiento! Triunfo espiritual que conmociona a la humanidad, alterando, desde luego, sus pesados niveles de pasividad. Esto es lo que sugiere la pintura del Greco; quizás la composición más dinámica que ha creado el arte; entrelazando, además, todas las figuras en torno a Jesús de una manera prodigiosa.

Estamos ante una obra difícil, expresión máxima del manierismo artístico: de una exageración de las formas en el alargamiento vertical, en el sentido ascensional y elevado de las imágenes buscando la trascendencia sobrenatural; con exagerados escorzos. Pero no por difícil menos elocuente. Por eso la contemplamos; dispuestos a dejarnos llevar por ella hacia la verdad que desvela.

Por de pronto, Doménico, el creyente Greco toledano, nos deja muy claro que la Resurrección de Jesús escapa a toda fotografía, a toda crónica. Se sitúa en el tiempo y más allá del él. Sobre todo, más allá del tiempo y de la visualización material. Nadie la ve. Pero todos los cercanos saben que existe, que es absolutamente real y contundente. (Tan real como el milagro de resurrección de los dos personajes del drama de Graham Greene, El león dormido en el invernadero, o de la esposa fallecida en el film Ordet). De ahí la abstracción de la pintura y de las formas que realiza el pintor.

El conjunto

Estructura técnica y espiritualidad de la obra.

El cuadro tiene dos partes diferenciadas –radicalmente distintas y sobrepuestas-, pero en íntima relación: la superior, dominada por la figura de Jesús; la inferior, compuesta de ocho personajes. Las dos unidas por la misma línea de alargamiento del cuadro y por el color, así como por la desnudez renacentista. Las dos con una enorme elocuencia para la fe cristiana.

Las masas, a pesar de la abstracción y de la neblina –del estilo vaporoso- adquieren volumen y consistencia, se salen del lienzo para llegar a nuestros sentidos, como nos llega una explosión pirotécnica cercana. Porque todo el lienzo nos da la impresión de estar recibiendo y sintiendo una verdadera y sensible explosión de la vida; o mejor, una irrupción impetuosa de ésta, aunque apenas pueda describirse. ¿No es esa la experiencia aproximada de la Resurrección tantas veces en nuestra propia existencia?

El plano superior -completamente llenado por el Señor y los símbolos del triunfo- emana, pues, serenidad, gozo, inicio alegre y abierto del nuevo vivir, tranquilidad absoluta respecto al mal pasado, olvido de las penas y de las maldades… La Resurrección genera esta purificación de la memoria y del alma.

El plano inferior, sin embargo, denota crisis, tremenda crisis provocada por la misma luz y por la inexplicable elevación del que creían muerto y derrotado. Y como este acontecimiento no era esperado ni deseado y, a pesar de ello, se siente como necesario en sí mismo, entonces se produce la tensión, la lucha interna desgarrada. La contradicción personal entre un querer evitar con las espadas –con la fuerza- esa explosión de luz y, al mismo tiempo el saberse y sentirse ya vencidos por ella.

Las figuras

La imagen de Cristo es espléndida. Sin duda la más risueña que pinta El Greco. Hay en sus ojos (más que en la boca) una suave y viva sonrisa. Una plena satisfacción acentuada aún más por el gesto de la mano derecha -¡siempre las manos elocuentes de las obras grequianas!. “Este es Jesús que del hadés (del aquelarre de muerte a que fue sometido, y de todos los sin sentido del mundo y de la historia) retorna victorioso”. No como un guerrero armado y orgulloso, sino desnudo, con su carne maravillosa y bellamente restaurada, con el solo manto del amor –del rojo más vivo- sobre su espalda, y en la mano izquierda, relajada, portando el estandarte blanco de la pureza virginal que un día plantará sobre la tierra, pero que ya está hecho y lo posee en prenda de nuestra próxima liberación del mal.

Su cuerpo es naturalísimo, flexible y elástico, pero firme y erguido con una soberana esbeltez y un amable y cercano señorío. Y esta Humanidad asciende imparable, sin obstáculo alguno. Sin elemento secundarios que la retengan. Jesús surge de un magma iracundo, erizado de gestos, pero ajeno a ése espectáculo.

Sólo en torno a Él se abre y diluye la agobiante estrecuchura del rectángulo que oprime a las figuras del plano inferior. La Resurrección es para sentirnos anchos y abiertos.


or su parte, abajo, ya hemos sentido la crisis de los soldados. Aquí todo es dramatismo y tensión.

En escorzos soberbios los dos soldados con espada (desvestidos, porque nada artificioso les protege ahora) caen hacia atrás; el más próximo al espectador, totalmente derribado y desarticulado. El de atrás con ira no contenida. En un intento fallido de atemorizar al Señor, de atemperar la Resurrección mediante los poderes mundanos –“¿Quién nos separará del amor de Cristo?. Ni la espada, ni otra criatura alguna.”-

Los guerreros de la izquierda se estiran en dirección ascendente, con un alargamiento frenético. Con el vestido rojo del que se halla en primer término crean la ilusión de unas llamas que pretenden abrasar los pies de Cristo. Dos más cubren su rostro, uno con casco en actitud más meditativa y el otro, al lado del vestido de rojo, intenta no ver lo que ve, consternado. Representan estos últimos tal vez la gama de actitudes de progreso interior que puede suscitar la crisis que a todos invade.

El del fondo, más anciano (quizás el centurión ya creyente, pero todavía soldado) abre los brazos repitiendo definitivamente su confesión de fe: “Verdaderamente Éste era Hijo de Dios”.

Un último personaje con vestido azul, a la derecha y en primer término, se muestra ajeno a la crisis de los soldados porque ya cree. ¿Es un ángel disimulado entre los guardianes del sepulcro? Su gesto relajado, como lo manifiesta la posición de la mano, indica al mundo –a la Historia- que el Señor vive, que ya no debemos buscarlo entre los muertos.


sí, en síntesis admirable entramos con todos ellos en este vivir intenso de la resurrección del Señor.

Contemplación de la obra. Oración.


islumbrado el sentido del conjunto y de la estructura del cuadro podemos acercarnos ahora a cada una de las figuras. Para rezar con ellas.


os dos planos del cuadro entran en nuestra alma.

Por un lado, la feliz visión del Resucitado, que aumenta y coloca en su sitio nuestra débil fe. Es el triunfo de nuestra carne, la redención adelantada de nuestro cuerpo mortal que gime aún esperando su feliz alumbramiento, la redención. Es triunfo de la naturalidad humana gracias a la irrupción divina en el cuerpo de Jesús.

Por otro, la dimensión de lucha que se instaura en uno mismo al sentirse alcanzado por esa visión que conduce muy lejos nuestra existencia, en busca de la propia verdad, de la nueva bondad, y, por tanto, en trance de desprendimientos dolorosos a los que uno se resiste; es decir, nos deja tensos. No acomodados. Y esto es condición de la madurez cristiana: “Si habés muerto con Cristo viviréis con Él, que ya nunca muere”, dice Pablo. Porque estar en la Resurrección supone morir a muchas cosas, a uno mismo.

Señor, ya estás en pie.
Ya tu presencia ocupa el centro de la Historia.
Ya eres Cristo Total.
Eterna Pascua por derecho de Resurrección

Amigos, alegraos:
Dios vive para siempre entre nosotros.

Él nos envuelve en la Alegría del mundo;
en la vida que no pasa;
en la ternura inmensa de tantas cosas bellas
que rodean el caminar del hombre:
un cántico, una flor, una mirada…

Todo es vida, Señor;
todo es luz,
todo es gracia;
todo es Dios…

Cristo nos envuelve en su Pascua.

Y al tercer día resucitó
(J.L. Ortiz de Lanzagorta)

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