Caravaggio (Michelangelo Merisi)
Óleo sobre lienzo, de 141 cm. X 196 cm. Compuesto en 1600-01
Barroco italiano
En la National Gallery de Londres
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Rafael PÉREZ FERREIRA
La cena de Emaús de Londres es contemporánea del San Juan Bautista, y es reconocida como el encargo del noble romano Ciriaco Mattei por el que pagó 150 escudos el 7 de enero de 1602. Más tarde fue adquirido por el cardenal Scipione Borghese. El cuadro levantó una fuerte polémiva (como la mayoría de obras del autor) por el tratamiento que da a ese tema; tanto que tuvo que realizar una segunda versión algo más religiosa.
Michelangelo Merisi, llamado Caravaggio por haber nacido en esa aldea, cerca de Milán, trabajó principalmente en Roma. En su atormentada y dudosa vida este cuadro es como un remanso de luz en el que el autor quisiera permanecer.
Sus obras, tremendamente realistas, fueron criticadas por su total rechazo de la idealización, que constituía el principal objetivo del arte renacentista, y por su dramático empleo de las luces y sombras. Se sabe poco del modo en que Caravaggio preparaba los primeros pasos de un cuadro. A veces introducía cambios tajantes en el mismo lienzo.
El título del cuadro corresponde muy bien a su contenido. La escena narra uno de los primero testimonios de Cristo resucitado (Lc 24,31-33) Habiendo encontrado Éste a dos discípulos en el camino que salía de Jerusalén hacia la aldea de Emáus, desanimados, y tras haber dialogado con ellos (que no lo reconocían), hasta llegar a la aldea, ellos le ruegan que se quede allí; se sientan a la mesa, y será justamente en el momento de bendecir y partir el pan y el vino cuando descubran que es Jesús quien les acompaña y que están viviendo la Eucaristía. Lo que indica una continuidad entre la Última Cena y la Resurrección.
La obra representa a los dos discípulos del Señor, Cleofás a la izquierda y otro innominado a la derecha, en ese instante, descubriendo que el caminante a quien han invitado es Cristo. Que el discípulo desconocido sea el apóstol Pedro estaría sugerido por la vehemencia del gesto, tan propia de su carácter (Pedro, además, está presente en casi todas las demás apariciones del Resucitado); pero esto no se explicita en la narración de Lucas.
El cuadro presenta un grupo de tres comensales sentados y un servidor de pie, cuyas cabezas se pueden inscribir en un triángulo equilátero, forman un círculo sobre una mesa rectangular, frugalmente servida. Son Jesús y dos discípulos. Visten mantos y túnicas de escasa calidad (el clima del Señor y de su entorno siempre es de pobreza y sencillez). Hay gestos de sorpresa en los dos discípulos: algo desconcertante y llamativo ha debido decir o hacer el que preside la comida. Sólo él conserva el rostro sereno y tranquilo, concentrado en lo que está haciendo y reflejando, en su cara armoniosa una leve melancolía.
La superficie de la pintura, lisa y continua, indica que empleaba pinceles de cera blanda y un medio fluido, probablemente aceite de linaza. Este aceite tiende a amarillear, pero esto no ha perjudicado a los cálidos colores de tierra que Caravaggio empleaba en sus obras, y que aparecen en ésta.
Caravaggio ha utilizado una composición muy frecuente en la pintura veneciana, en especial de Tiziano, con Cristo en el centro, acompañado de un sirviente.
Los gestos y las posiciones de los personajes también nos indican el verdadero significado de la escena: Jesús bendice el pan con el mismo gesto del Dios Creador de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina.
L
a acción parece desarrollarse en una taberna romana, en un día cualquiera. Sin embargo, el texto evangélico
habla sólo de “la casa”.
La experiencia estética feliz de encuentro y los mensajes de alegría nos llegan en esta obra a través de las figuras muy especiales y de los elementos técnicos que conjuga el artista: la luz, el color, forma, y los alimentos que ocupan la mesa. Convienen detenerse ante el cuadro tranquilamente.
Con respecto al juego de los colores, cabría destacar el juego del claro oscuro que hay en la obra. La figura de Jesucristo aparece iluminada, y los colores de su túnica roja y blanca destacan y cobran importancia en la obra convirtiéndola espontáneamente en la figura principal.
El resto de los personajes recubren menos luminosidad y sus vestiduras son más oscuras. El fondo de la escena aparece reflejado las sobras de los personajes dando tonos oscuros a la escena. El color blanco del mantel, en fin, hace atraer nuestra atención hacia la mesa y consigue que nos fijemos en los elementos que la compone.
Cristo está representado con los rasgos del Buen Pastor, imagen frecuente en el arte paleocristiano, un joven imberbe de aspecto andrógino, que simboliza la promesa de vida eterna, y de rostro con ciertos rasgos orientales (totalmente distintos de los del resto de figuras)… Es la armonía del Renacimiento, entendida como unión de contrarios. Pero, como San Marcos (16:12) dice que Jesús se les apareció «bajo distinta figura», Caravaggio ha reinterpretado esa alusión representándolo como joven, y no con barba en la edad de su crucifixión. Es decir, llevado de su fe, ha idealizado y transformado al Señor en cuanto resucitado. Así lo pinta de forma distinta a como lo hace en La vocación de san Mateo, donde un grupo de cambistas sentados es interrumpido por Cristo. (En las dos obras se ve que un tema recurrente en las pinturas de Caravaggio es el que lo sublime interrumpa las tareas cotidianas).
Pero lo más importante de la pintura de Jesús es, sin duda, su mirada interior. Nos da la impresión de que el pintor se ha atrevido a reflejar el alma del Señor en ese instante en que desea con todas sus fuerzas que se produzca en los discípulos la iluminación capaz de hacerles descubrir que es Él quien está ahí con ellos.
Los dos discípulos (con aspecto rústico y de trabajadores) muestran estupor, Cleofás se levanta de la silla y muestra en primer plano el codo doblado, con un ligero escorzo. La postura de espaldas funciona asimismo como recurso para involucrar más directamente al espectador en la escena. Lleva ropas rotas. Por su parte “Pedro” (convengamos en identificarlo así) –o tal vez sea el mismo Lucas-, vestido de peregrino con la concha sobre el pecho, alarga los brazos con un gesto que parece plasmar simbólicamente la cruz (es el mismo gesto de un crucificado, como lo fue Cristo y como lo habría de ser más tarde él mismo) y une la zona de sombra con aquélla en la que cae la luz. Este discípulo gesticula extendiendo los brazos en un gesto que desafía la perspectiva, excediendo del marco de referencia. El brazo de Cristo, lanzado por delante, pintado en escorzo, da la impresión de profundidad espacial.
Sólo los discípulos pueden reconocer el gesto de Cristo, por lo que el criado, ignorante de lo que está presenciando, no se ha descubierto la cabeza como haría si viera en aquel caminante al Mesías. Un último detalle que revela el cuerpo resucitado –divinizado- de Jesús, - oculto a los ojos humanos- es la sombra que el criado proyecta sobre el fondo pero no sobre Jesús, quien parece iluminado por una luz interna.
Fuera del círculo, alrededor de la mesa, en un plano exterior, un hombre permanece ajeno y extraño a lo que está ocurriendo. Está en lo suyo, ocupado por atender a los parroquianos, sólo concentrados por lo que a ellos le interesa.
Este cuarto personaje es seguramente –para el "pintor”- el posadero, que contempla la escena interesado, pero sin consciencia, no capta el significado del episodio al que está asistiendo, ya que sólo los discípulos son capaces de reconocerlo por su gesto de bendecir los alimentos.
Como elementos complementarios, Caravaggio resalta el bodegón sobre la mesa, con varios objetos descritos con gran virtuosismo, uniendo incluso a la vez realismo y simbolismo en un lenguaje único.
El pan y la jarra de vino aluden a la eucaristía. La jarra de vidrio y el vaso reflejan la luz, el pollo con las piernas estiradas ha sido interpretado como símbolo de la muerte, aunque no todos los expertos de iconografía están de acuerdo. La canastilla de mimbre con frutas, parecida a la de otra célebre obra del pintor (el Cesto con frutas), pende peligrosamente sobre el borde de la tabla. Mediante este artificio del cesto que parece ir a caerse, como la postura de los brazos abiertos de Pedro se logra que el espectador acceda más fácilmente a la obra.
En este cesto hay diversas frutas, pintadas magistralmente con sus imperfecciones. En ellas se podrían encontrarse algunos significados teológicos, por ejemplo: la uva negra indicaría la muerte, la uva blanca la resurrección, las granadas son símbolos de la pasión de Cristo, las manzanas pueden ser entendidas como frutas de gracia o llevar el significado del pecado original, en fin la sombra de la canastilla crea sobre la tabla la imagen del pez, otro signo cristológico.
Este cuadro de Caravaggio nos enfrenta gratuitamente a uno de los testimonios más documentados y bellos del breve espacio de tiempo en que Jesús se manifestó a los suyos ya resucitado. Refuerza en nuestra fe el testimonio de la resurrección de Jesús: la belleza, naturalidad y dramatismo de la escena nos muestran que estamos recibiendo un testimonio fidedigno, de primera mano.
El cuadro sigue hablando al corazón de nuestra fe. Fijémonos en el discípulo de la derecha (sea Pedro o no): sus brazos en cruz nos sugieren dos reflexiones íntimas.
Nosotros –como los discípulos en aquella hora- nos movemos entre el ver y el no ver, entre el distinguirlo y el andar confusos; abiertos a la posible sorpresa, a la experiencia imponderable de su presencia. Es decir, los gestos de esos dos discípulos cuestionan nuestra capacidad de fe o de sorpresa a propósito del Señor: ¿cuántas veces nos hemos visto sorprendidos o admirados por una presencia suya en nuestra vida? ¿Existe –como recuerdo, al menos- esa intuición en un momento dado, más allá de la seguridad física y palpable? Y ¿qué conmoción ha producido?
Dice el texto de Lucas (que describe el cuadro) que, una vez reconocido por ellos el Señor, desapareció de su vista; y que, levantándose, volvieron a toda prisa a la ciudad para comunicar al resto de discípulos ese encuentro decisivo… Alguna reacción de esta clase debería ser la nuestra.
Sintiéndonos en la misma situación de los dos discípulos descorazonados, hacemos su oración -¡Quédate con nosotros!-, recitando, agradecidos, el poema: