54     CRISTO SOSTENIDO POR UN ÁNGEL

Alonso Cano
Óleo sobre lienzo, de 178.3 x 119.8 cm.
Compuesto entre 1646 y 1652.
Barroco español granadino.
(Existe otra versión muy parecida)
En el Museo del Prado.
____________________________________________________ Antonio APARISI LAPORTA

 
Kyrie de la MISSA BREVIS.     J Haydn

Aproximación a la obra

Alonso Cano pinta este óleo en su última etapa de Madrid, desengañado de la vida de la Corte en donde ha trabajado para Felipe IV restaurando ciento sesenta cuadros dañados por el incendio del casón del Buen Retiro. Es un momento más de la crisis interior y de la agitación en la trayectoria del artista; lo que no le impide seguir realizando su pintura profundamente religiosa (aunque siempre por encargo de instituciones eclesiásticas) y plasmar en ella sus sentimientos encontrados: la emoción religiosa y el desfondamiento de su alma, como sucede en esta imagen de un Cristo muerto, pero sereno, y de un ángel desolado que intenta sostener el cuerpo del Señor sin conseguirlo.

Cuando llegue a establecerse, al fin, en su Granada se verá envuelto, además (desde la catedral en donde pinta), por el mundo de contradicciones que vive la ciudad; por una parte, deseosa de ocultar su pasado musulmán reciente y de alzarse como “ciudad de Dios”, capital del Imperio, y, por otra, cargada de sentimientos de culpa a causa de la persecución y guerra de los moriscos. El cuadro que vamos a contemplar preludia de algún modo esa situación que va vivir Alonso, en pobreza y desamparo crecientes y -casi hasta su muerte- en continuo conflicto con los señores del cabildo catedralicio a quienes pide en su testamento que le asistan de caridad: “…les pido y suplico de misericordia que me den de limosna entierro porque mi pobreza y necesidad están notorias. Usen conmigo de piedad acompañando mi cuerpo y haciendo por él los sufragios… Y porque según el estado de mi hacienda reconozco que apenas ´e´ de tener para pagar mis deudas.”

El lienzo pertenece a la frecuente iconografía piadosa del barroco italiano y español que imagina (en una representación metahistórica) a Jesús muerto y a ángeles que le asisten. Es posible que esta versión con ángel joven supere a todas las representaciones de este mismo tema (en el XVI y el XVII europeos) y a la que el mismo Cano realiza por estas mismas fechas, de tamaño algo menor (que se halla también en el Museo del Prado), debiendo tal vez contemplarse las dos obras al mismo tiempo.

Comprensión de la obra

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Toda la acción del cuadro se realiza en un mismo plano adelantado, con la superposición de las dos figuras que lo ocupan por entero: la de Jesús (ya descendido de la cruz y en soledad) y la del ángel. Ambas no llegan a complementarse en el espacio pictórico. Sólo veremos su íntima relación más tarde, desde una posible perspectiva teológica o en la visión espiritual del espectador que le permite intuir enseguida la presencia del Misterio.

El ángel

Fijémonos antes en el ángel joven, más bien varón adolescente, de gran elegancia y sensibilidad natural (no precisamente religiosa). Por el estado de sus alas parece venir de lejos; la derecha desaparece desdibujada en la oscuridad tenebrista, la izquierda un tanto dislocada, perdiendo plumas y de un color alucinante.

El rostro –inocente, sin duda- denota tristeza e incertidumbre a la vez, es un enigma: tiene la mirada puesta en una lejanía interior, está ensimismado (fuera del lugar, aunque no del momento que vive); no muestra apenas emoción, como si se hallara ajeno a lo que sin duda está presente para él (un Jesús en tránsito de la muerte a la vida). (En la otra versión este ángel sí muestra una clara angustia).

Pero lo más sorprendente son las manos y la inexistente presión de ellas sobre los brazos del Señor (en su arranque del tronco de éste). En realidad parece apoyarse en esos brazos, suavemente, más que sostenerlos; como si hubiera renunciado al empeño y optara por rozarlos intimidado.

El color malva de la túnica denota vida, pero no pasión. Quizá sólo sirve para contrastar el blanco tremendo del cuerpo de Jesús.

¿Qué piensa este ser angélico? ¿Qué quiere sugerirnos con él el artista?..., porque es evidente que estamos ante un mensaje suyo oculto que tal vez no podemos desvelar hasta detenernos mucho en la contemplación de las imágenes.

La figura de Jesús

A punto de desplomarse al suelo, resulta impresionante: la palidez es excesiva, mortal, casi transfigurada. Pero no muestra que la muerte haya roto su cuerpo. El semblante sereno denota más bien un infinito cansancio.

La humanidad se realza por una anatomía miguelangesca fortísima y esbelta que se destaca y va más allá de la oscuridad y dureza de la roca en que se apoya y más allá del tenue colorido del ángel. Los matices de la piel son incontables, en una gama delicadísima de blancos y de sombras rosadas que se continúan entre los blancos y grises del sudario. Es el Hijo del Hombre rotundamente humano y a punto de ser por completo divino.

Pero más que padecer un fallecimiento trágico y definitivo, la figura (un tanto renacentista) sugiere el decaimiento mortal aceptado, un inmenso sueño o letargo (“si duerme curará”), como si estuviera realizándose en su interior el proceso oculto de la vida que puede brotar y manifestarse de un momento a otro haciendo trasparente el cuerpo, resucitado. De otra forma no se explica que la rodilla derecha esté levantada -en un gesto bastante relajado- y la izquierda reposando el pie en el suelo sin contorsión alguna.

Y en este sentido las manos del ángel pudieran reconocer un cuerpo vivo, no muerto; aunque la muerte sea clara y contundente. Esa sería su misión en el cuadro.

Es decir, el autor está pintando un Misterio de Vida más que de muerte (sólo la mano derecha yace exánime). El dramatismo de la Pasión está siendo superado aquí (como parece estarlo en el más conocido Crucificado de Velázquez, amigo de Cano). Quizás por esto Alonso ha cuidado al máximo la belleza de las dos figuras, logrando, además, una estética apacible que le sirve de contrapunto a su propia vida agitada y dolorida.

Entonces, si eso es así, lo que sucede –en la esencia de esta pintura- no puede realizarse más que en la soledad e intimidad (sólo una figura clara y una sombra que la apoya desde la penumbra vaporosa). El ángel es un mudo testigo que vislumbra algo del Misterio, pero que estaba entonces demasiado lejos y que sigue estándolo aún; no acierta a comprenderlo porque el único que puede entender la transformación que se avecina (la Resurrección que se apunta) es Dios Padre, ni siquiera el mundo celeste (“Dios Padre lo resucitó de entre los muertos”).

La luz

Al encuentro de esa Realidad viene la luz; se pone a su servicio. Resulta asombroso el análisis de la luz que hace el pintor (muy al estilo caravagista). El foco se halla entre nosotros y el cuadro; quizás nosotros mismos somos parte de ese foco por la fe. Fijémonos que la luminosidad incide única y poderosamente sobre Jesús y el paño de pureza que le cubre ligeramente; el ángel la recibe de él. Y el horizonte (el templo y la ciudad) va a tardar bastante en iluminarse (tiene aún mucha más oscuridad que luz); los colores vivos no han nacido todavía. El espectador no puede hacer otra cosa que quedarse fascinado mirando a este Jesús.

La fuente de luz cercana a nosotros proyecta sobre el antepecho del Señor la sombra de su cabeza, volviendo a decirnos así que su presencia es absolutamente real (sólo los seres reales tienen sombra).

La naturaleza muerta

Según un recurso frecuente en el barroco, el tema central del cuadro se ve acompañado de alguna naturaleza muerta que actúa como simbología: la jofaina para lavar (o curar) las heridas, la corona de espinas y los clavos de la cruz ya inservibles y distantes; símbolos que refuerzan los significados anteriores.

Así entendida, esta obra de Cano, lejos de ser una imagen sencilla de piedad popular, se convierte en una composición de elevada técnica pictórica (una muestra de las más felices de nuestro barroco) y en hondo mensaje de teología (conforme a toda la línea creadora del pintor granadino).

Contemplación de la obra. Oración.

Amamos a Jesús -¡cómo no amarlo y querer amarlo más todavía!- pero nos sentimos como el ángel: venimos de lejos, de este mundo exterior que nos envuelve, nos mueve y continúa fascinándonos, ajenos a tantos dramas interiores que rodean nuestra vida. Estamos muy ausentes de la realidad honda de las cosas y de las personas , apenas entendemos nada de lo que pasa muy cerca… Quisiéramos hacer algo por el Señor –por los hombres-… y nos aleja esa distancia nuestra. Entonces Él se queda solo; en soledad de muerte y de vida. Y nosotros perplejos, sin más haber que la pequeña buena voluntad, inmersos en la impotencia y en la humildad.


s nuestra frágil condición creyente.

A pesar de ello, estamos de algún modo –incierto, desde luego- a su lado; y permanecemos ahí. Comprendiendo, sin embargo, que la tarea de alzarlo nos sobrepasa.

Nos fijamos ahora en Cristo, tal como el artista providencial nos lo quiere pintar, en ese trance misterioso del instantáneo comienzo de la Resurrección. Una resurrección que no elude la carga inevitable y pesadísima (la cabeza caída) del dolor pasado y presente (y de futuro).

De este modo se abre camino la esperanza de la Vida para Él y para todos (“Convenía que el Cristo padeciera esto para entrar en su gloria”). Ahora comprendemos que también el rostro del ángel (por encima de la tristeza) contribuye a esa esperanza. Proseguimos la contemplación, seguros ya de que muy pronto Él va a levantar la cabeza y mirarnos –al acompañante y a nosotros-con la ternura acostumbrada. La jofaina desaparecerá del cuadro de un momento a otro, porque ya no hace falta para curar las heridas, que nunca dejarán de estar abiertas.


sí entramos en comunión de amor con este Cristo y con su ángel.

Todo renace en él, desierto y breve,
cuando, por cinco fuentes derramado,
ha lavado la tierra y está alzado,
desnudo y material como la nieve.

En la tiniebla está la luz que debe
órbitas a su voz. En el pecado,
la ventura de amor. Todo, borrado,
va a amanecer. El tiempo no se mueve.

Cielo y tierra se miran suspendidos
en el filo o espina de la muerte,
para siempre asumida y derrotada.
En la cerrada flor de sus sentidos,
los siglos, como abejas –Santo fuerte-,
labran la vida humanamente dada.”

Cristo crucificado
(José Bergamín)

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