Antonello de Messina
Óleo sobre tabla, de 74 cm.x 51 cm. Compuesto hacia 1475
Renacimiento italiano
En el Museo del Prado.
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Amalia MORENO GUERRERO
Antonello (1430-1479) era natural de Messina (Sicilia), del reino de Nápoles. En 1456 está trabajando en un taller de su ciudad. Quizá con los tercios españoles pasó a Flandes y después a Venecia (1475-76). Vive intensamente el clima del renacimiento italiano del Quattrocento, que es de abundante actividad artística y de réplica al gótico internacional. En Flandes conoce a los primitivos flamencos y toma de ellos su técnica del óleo (en Italia lo habitual era trabajar con temple al huevo).
Es un autor que realiza la síntesis entre el idealismo (perfeccionismo) italiano y el realismo flamenco; precisando, por ello, los detalles en su pintura. Por ejemplo, en este cuadro: el cabello ensortijado de Jesús, las lágrimas del ángel, la boca muerta del Señor…; aunque donde aparece ese extraordinario detallismo es en su famoso cuadro San Jerónimo en su estudio.
En Venecia estableció su propio estilo, del todo singular dentro del panorama italiano. Mantiene la monumentalidad o impresión de volumen en la composición, pero intensifica el cromatismo de los colores, el paisajismo colorista y el detallismo de los elementos de sus cuadros.
Pero lo que, sin duda, caracteriza a este pintor es la gran sensibilidad dramática en las figuras, que denota una vivencia interior intensa del tema religioso que trata.
La obra que analizamos pertenece al período de madurez del autor, y pudo pintarse en Venecia o (al final de su vida) en Mesina, entre 1475 y 1478. Algunos expertos creen que Antonello la terminó con ayuda de su hijo Jacobello.
Hacia 1965 la obra fue localizada en una colección particular de Irún (España), y se propuso su compra al Museo del Prado (Madrid). Al ser obra inédita, suscitó algunas dudas, pero posteriores estudios la han situado entre las piezas magistrales del artista. Se cuenta que previamente se había conservado en Monforte de Lemos (Galicia), a donde pudo ser llevada desde Italia por un eclesiástico de alto rango.
P
or fin fue adquirida por el Museo del Prado en 1965.
El cuadro manifiesta la preocupación por la búsqueda e invención de un nuevo sistema de representación visual: la perspectiva y la proporción.
Contrasta (tal vez como expresión de la síntesis del estilo del pintor) el dramatismo de las dos figuras -que totalizan la escena- con el apacible y bello paisaje de fondo en dos planos: olivos y plantas (si bien es verdad que hay dos troncos secos) y, en tercer plano, la ciudad. ¿No hay aquí una indicación de que lo más dramático y trágico de la vida sucede en la normalidad cotidiana aparente? ¿O quizá lo que quiere plasmar es la inconsciencia de la ciudad, ajena al drama que se desarrolla en sus “afueras”, tras las murallas?
Este contraste y el colorido claro dan a la escena un tono armonioso que quizás dificulta un acceso más rápido al dolor por la muerte de Jesús y a la tremenda aflicción del ángel, siendo sorprendente que sea precisamente un ángel niño, absolutamente débil para sostener el cuerpo del Señor.
E
s una muerte con luminosidad de día (no aparecen las tinieblas que acompañaron
al Calvario).
El autor ha querido centrarnos en la figura de Jesús para extraer de ella el significado que tiene el decaimiento mortal de su cuerpo, que se desangra abundantemente; un cuerpo que es monumental, además de bello y anatómicamente perfecto.
Ante un paisaje luminoso, de verdes prados y árboles de copas redondas, un ángel lloroso sostiene a Cristo muerto. Las figuras son proporcionadas, como pintura renacentista. Cristo está representado de manera proporcionada, siguiendo la anatomía clásica. El cuerpo está desnudo, cubierto por el paño de pudor y se ve la herida del costado, de la que sale un rastro de sangre. En la mano izquierda se ve la herida del clavo. No hay expresión de dolor en el rostro de Cristo, sino serenidad; pero sí en el del ángel que lo sostiene, marcado su rostro infantil en una ligera expresión de llanto.
Insistimos: esta dramática imagen del primer plano choca con el paisaje tranquilo del fondo. En el manso paisaje se observan olivos verdes en segundo plano; pero, en contraste con este árbol, se distinguen calaveras y algún tronco seco erguido que contrastan con el verde de sus alrededores y la ciudad al fondo. Éste es un claro simbolismo que representa o alude al monte Calvario (del latín, o Gólgota en arameo y Κρανιου Τοπος en griego, cuyo significado es siempre calavera).
La figura de Jesús es patética: a pesar del pequeño ángel, está sola en medio de la tierra. Extrañamente no aparecen la Virgen, las piadosas mujeres, Juan y los demás varones que estaban al pie de la cruz.
El blancor de todo el cuerpo señala la muerte. Las heridas del costado y de la mano que vemos son incurables. Esa corporeidad física tan humana, que todavía se sostiene erguida (por sí misma, más que por la ayuda del ángel), amenaza desmoronarse. ¿Basta el gesto inmenso e inocente del angelito para que este Cristo muerto no termine de caer? ¿Resistirá todavía un poco más para que no muera en el niño la esperanza de la Resurrección? Pero el rostro, sin embargo, denota que Jesús ha terminado de sufrir y ha recuperado la placidez… Todo parece contradictorio; pero seguramente es complementario. Nos da la impresión de sugerir un compás de espera entre la muerte y la vida nueva (la resurrección). Por eso el cielo es azul y el campo verde.
La figura menor –la del ángel niño- es, en realidad, la que da el tono del cuadro, porque está totalmente referida a Jesús y es ella la que introduce el dramatismo en la escena.
Por una parte, el ángel es el símbolo de la pureza inmaculada de Jesús, de la inocencia del Señor. La hace más patente. Y, en consecuencia, hace que su muerte por ajusticiamiento sea aún más insoportable para el cielo y para la tierra, más terriblemente injusta. Porque Él es el cordero inocente de Dios sobre el que nadie debía haber puesto sus manos.
Por otra, el ángel es un niño: es la humanidad en su estado más inocente; la que puede intentar sostener con sus pequeños brazos los brazos robustos de un Dios (un Dios hecho hombre) para ver de ayudarle en su misión salvadora del mundo o para intentar rescatarlo de la muerte cierta; sostenerlo para que no termine de caer (¿cómo y a dónde?). El ángel, el niño, es todo él una auténtica necesidad. Quizá el niño, el ángel, es el único que aún espera en estado más puro la Resurrección, la vuelta a la vida de los que quiere… (Nos está recordando a la niña de uno de los films más importantes en la historia del cine religioso –Ordet (La Palabra), de Dreyer, 1955-: sin ella no hay milagro posible…). Pero apenas puede hacer gran cosa más allá de ese contacto tierno de los dos brazos. Entonces, este ángel llora. Siente y acepta dolorido la impotencia de su esfuerzo. Su rostro –ojos y boca- es un maravilloso poema expresivo del dolor. Su congoja es también porque no sabe qué aportar a tan tremendo drama como es la muerte de Jesús: ¿cómo sostener de pie tanta muerte?
Este ángel niño de Antonello es un llamamiento a nuestra conciencia creyente. Parece decirnos que no podemos seguir adelante sin detenernos a mirar a Cristo, al hombre que muere, sin sentir –desgarrados- el deterioro del Hombre por excelencia, que es Él; que no vayamos tan deprisa por la vida, cuando tenemos delante la muerte del Señor, que es la muerte de tanta humanidad magnífica (como está representada en el bello cuerpo de Jesús); aunque nuestras fuerzas apenas parezcan servir para sostener en vida tanto desgarro mortal.
Porque es preciso intentar sostener ese Cuerpo que va a caerse, aun sabiendo que somos enormemente pequeños para afrontar una tarea semejante.
El cuadro nos sitúa, sin duda, en esta vivencia interior dramática que sucede a la impotencia frente a decaimientos de personas que amamos (ante su muerte, sobre todo); impotencia real que, sin embargo, no nos aparta en modo alguno de estar a su lado, de prestar nuestras aparentemente inútiles fuerzas, en la espera del milagro: de que –desde ahí- se produzca de nuevo el milagro de la vida sólo por obra de Dios. Quizás es esto la fe más firme. La que nos salva y ennoblece espiritualmente cuando pedimos como los discípulos: “¡Señor, auméntanos la fe!”… Es decir: ¡enséñanos a verte caído –mortalecido- en tantos seres del camino y a no pasar de largo!