52    DESCENDIMIENTO DE LA CRUZ (PIEDAD)

José Ribera (El Españoleto)
Óleo de 172 x 121 cm. Compuesto en 1634.
Barroco español escuela valenciana.
En Salamanca, Convento de las Agustinas Recoletas de Monterrey
____________________________________________________ Antonio APARISI LAPORTA

 
Via Dolorosa .      

Aproximación a la obra

La obra que vamos a meditar es de una belleza extrema y se enmarca en el conjunto asombroso de la mejor pintura del barroco español e italiano después de Velázquez. Pertenece al máximo exponente del tenebrismo: de la oscuridad como fondo, y como color interior del mundo real que entorna al pintor. Ese mundo es el XVII español extendido al Virreinato de Nápoles en donde “Lo Spagnoletto” ha decidido situar su vida, porque se siente rechazado en su patria. “Pienso que España es madre piadosa para los extranjeros y crudelísima madrastra para sus propios hijos”, confiesa en 1625 al aragonés amigo, José Martínez, que lo visita. (Triste presagio de un futuro tan actual).

Pero tampoco los grandes italianos que le hacen competencia –Carracci, Caravaggio, Correggio- le facilitan una vida agradable.

Ribera toca la oscuridad del mundo y (en una pintura que pudiera preludiar la del neorrealismo goyesco) retrata a las gentes marginales y desarraigadas, sin belleza alguna, ciegos, mendigos, pescadores del golfo napolitano, ancianos desarrapados…, redimiéndolos; convirtiéndolos en santos y apóstoles.

Sin embargo, en medio de esa oscuridad el pintor valenciano, discípulo de Ribalta, triunfa. Velázquez lo admira y el mismo Rembrandt adquiere pinturas suyas. La luz emerge. Y surge así la triunfante Inmaculada del Convento de Monterrey, en Salamanca, y sobre ella, adaptado al espacio arquitectónico donde se halla, Descendimiento o Piedad, maltratado por el descuido y el paso del tiempo. Nada de la vida del pintor está ausente en esta creación, quizás la más lograda de su obra religioso cristiana.

Comprensión de la obra

.

Ribera, que está en Nápoles pero es tan español como lo indica su sobrenombre, es nuestro pintor más europeo. Recibe encargos de todas partes. También del Conde de Monterrey en Salamanca, para el retablo mayor del convento que acaba de fundar. Sobre la Inmaculada esta otra visión de la Virgen, en contrapunto: naturalísima, pálida, sosteniendo con dificultad el cuerpo hercúleo pero derrotado de Jesús. Su manto, que fue azul (y hoy ha perdido ya ese tono), se fundía con la gloria celeste. Es la imagen dolorosa más expresiva de una Piedad: de una mujer que al ser madre del Señor es la madre eterna de la humanidad. Pocas –poquísimas- Vírgenes revelan tanto a la mujer en el dolor maduro de la maternidad impotente para salvar al hijo.

a. Las dos figuras

Quizás sea importante destacar la soledad de las dos figuras. Si la compañía de personajes en la Muerte del Señor es buena y necesaria, también lo es la soledad. No hay nada ni nadie que distraiga de la mirada a María y a Jesús. Tampoco un fondo de elementos concretos. Sólo el azul (perdido) y el negro. Sobre estos colores destacan las figuras.

En la Virgen


l rostro y la mano con el paño que le ha servido para limpiar de sangre las heridas.

Su manto arropa al Hijo, como lo hacía cuando era pequeño y se dormía en sus brazos, reteniéndolo quizás toda la noche. Ahora es noche para ella y para nosotros.

La mirada se eleva al Cielo, al Padre, y tiene una doble hondura: la de la súplica angustiada por que se acorte el tiempo que falta a la manifestación de la Vida; y ya para siempre la contemplación dolorida de las razones inevitables de la muerte de Jesús. La palidez y las ojeras de la cara nos revelan que su sufrimiento viene de muy atrás y que ahora tan sólo culmina. En voz muy baja, imperceptible, recita seguramente el lamento de Jeremías profeta: “¡Oh vosotros, los que pasáis por el camino, mirad atentos y ved si hay un dolor semejante al mío!”. Pero sobre la súplica y el dolor está la conformidad, la serena esperanza de la fe.

En Jesús

Al varón por antonomasia. La fortaleza de su cuerpo –tan propia del renacimiento y el barroco, con una anatomía perfecta- y su absoluto decaimiento mortal nos hablan de la veracidad del hombre. Es tanto su peso que la Virgen no puede sostenerlo. Esta cerca y está lejos. Pero descansa. En realidad las manos y el regazo de la madre son los del Padre. Jesús descansa eternamente del destrozo insostenible de la pasión y la cruz. Está ya muy cerca la manifestación del resucitado. No podemos verlo de otra manera. Así entramos en la escena: tan seguros de no soñar nada irreal.

b. La luz

La luz es la clave de la contemplación del cuadro. O mejor, el contraluz. Sobre la oscuridad impresionante (que ni podemos ni debemos eludir al mirar al Señor muerto) viene un foco de luz desde lo Alto. Las sombras caen hacia abajo.

Entonces esa luz invade al cuerpo de Jesús y al rostro y la mano visible de la Virgen, con los tres paños blancos que los tocan: el velo en torno a la cabeza, el lienzo de la mano y el que cubre al Señor; es decir, a todo aquello que adquiere una intimidad con las figuras. ¡A nosotros mismos desde el momento en que nos aproximamos participando del amor, del dolor y de la solidaridad universal que integran la composición!

Contemplación de la obra. Oración.

Ribera nos invita a revisar nuestra fe en Jesús y en su Madre sobre Cristo muerto.

Creer en Jesús es asumir la inmensa grandeza de su soledad de muerte como condición irrecusable de una vida que se entrega al máximo al bien de los demás.


reer en María es asumir enteramente su maternidad.

María es aquí la madre universal de todos los hijos, de los hombres marginados y deshechos, muertos o matados por la oscuridad que se cierne en torno a ellos. Porque Jesús es aquí, por encima de todo, el Hijo del Hombre; y Ella es la Madre del Hombre. Abiertos ambos a una fe que espera del Padre la salvación. Lo natural y lo sobrenatural se funden y nos hacen sentirnos por un lado abiertos a ese mar oscuro del mundo sufriente, por otro dentro del amplio manto que cobija a Jesús.


os quedamos, pues, ahí; guardando el silencio que inspira al cuadro.


eemos un fragmento del Vía Crucis de José Luis Ortiz de Lanzagorta:

Un cardo poderoso. Un Hombre hecho
que resiste por encima del tiempo y del dolor.
Y Ella, siguiéndote los pasos, con el alma hecha polvo,
sin lágrimas, comiéndose el corazón apuñalado.

………… Con todo tu Poder, Cristo mío solitario,
no has podido consolarla.
¿Qué te quiso decir con aquella mirada?
¿Qué has querido decirle con esos labios entreabiertos?

…………. Señor, ahí tienes a María, traspasada de dolor,
muriéndose contigo poco a poco.

Fragmento del Vía Crucis
(José Luis Ortiz de Lanzagorta)

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