Angelo Giotto di Bondone Rubens
Fresco, de 200 cm. x 185 cm. Compuesto entre 1305 y 1306.
Gótico tardío – pre-renacimiento italiano.
En la Capilla de los Scrovegni, Padua.
____________________________________________________
Antonio APARISI LAPORTA
Es oportuno comenzar la visión de esta obra recordando algunos datos de su autor y del espacio donde pinta.
Giotto (1267-1337) fue, sin duda, el más importante de los pintores góticos de Italia y el más influyente en el pre-renacimiento (el Trecento). Nacido cerca de Florencia (Colle de Vespignano), debe su nombre probablemente al diminutivo de Angelo o de Ambrogio. Hombre de carácter jovial, incluso bromista, muy cercano a todo el mundo, pero hogareño; llamado por todas las Cortes italianas y por los Papas.
Su arte abrió las puertas a la modernidad del pleno Renacimiento con una concepción artística nueva y revolucionaria, en síntesis del arte bizantino (de la baja Edad Media) y del realismo y humanismo renacentista. Un rasgo notable de su pintura, por ejemplo, es que los personajes por fin la extraordinaria y definida individualidad (en gestos, movimiento, expresión y colorido) que desconocía el románico y el primer gótico.
Esta Lamentación -o llanto- sobre Cristo muerto es quizás el cuadro (el fresco) más expresivo e intenso de dramatismo dentro de la producción del pintor y, en particular, dentro del conjunto de frescos de la notable Capilla de los Scrovegni, en Padua. Esta capilla construida por encargo de Enrico Scrovegni, el hombre más rico de Padua en la época. La construye como pequeño templo funerario, para expiar la usura de su padre; está totalmente decorada en sus paredes (en tres filas superpuestas) por un ciclo narrativo completísimo de pinturas –originales de Giotto- que recorren todo el Misterio de Jesús, empleando, a veces, una iconografía bastante compleja, basados los temas en los evangelios canónicos y también en textos apócrifos. Este ciclo de treinta y seis frescos se considera una cumbre del arte occidental. Su visita y contemplación podría, pues, justificar un viaje a Padua.
La obra analizada y meditada ahora (que ocupa el centro de la pared izquierda) refleja o interpreta la escena narrada en el evangelio de Juan, cap. 19, 38-42: muerto Jesús, José de Arimatea pidió a Pilato autorización para retirar de la cruz el cuerpo del Señor; fueron también en ese momento Nicodemo y algunas mujeres y discípulos para embalsamar el cuerpo. Allí tuvo que estar su madre, María, rota de dolor. Y todos ellos expresaron estremecidos el sentimiento que la muerte de Jesús les producía, uniéndose a esa expresión el mundo angélico.
Según algunos Santos Padres un rico siempre se ha enriquecido a costa de los pobres, lo cual hace aún más lamentable y grave su riqueza… Pues bien, a la vista del legado de la capilla, bien podría pensarse con misericordia que –en este caso- la belleza y la fe de esas pinturas bien redimen a los Scrovegni de sus faltas.
La disposición del cuadro está pensada para ofrecer una gran naturalidad en la ocupación del espacio, con unas pautas muy calculadas. Se inicia en un primer plano con un conjunto formado por las dos figuras sentadas y de espaldas al espectador, el cuerpo yacente de Jesús, la Virgen y las dos Marías. Es un círculo central (aunque esté ladeado a la izquierda). Las dos figuras de espaldas dirigen nuestra mirada a lo esencial de la escena. Su contextura física da más bien la imagen de varones, aunque la cabeza cubierta pudiera engañarnos.
A partir de este conjunto aparecen en un círculo más amplio otros seis personajes. Y detrás de ellos, como un tremendo muro de separación, un espacio tenebroso de rocas y oscuridad. Sobre este espacio (y separados por el aglomerado pétreo) surgen diez ángeles tremendamente acongojados y en vuelo irregular y difíciles escorzos, lo que agudiza la tensión del grupo.
L
as miradas de todos, sin excepción, se dirigen hacia el rostro de Jesús y de María la Virgen.
El muro que divide es en realidad una árida montaña (sin la más ligera brizna de verde, con apariencia de camino tortuoso) que desciende directamente sobre el rostro de la Virgen y de Jesús, y que está coronada por un árbol seco, símbolo de la desolación…
Es obvio que en todos estos elementos hay un oculto simbolismo, un lenguaje que habla de la muerte de Jesús como drama tremendo que nos alcanza a todos.
E
l cromatismo de la obra aporta insensiblemente los elementos que acentúan el drama.
La escena no tiene, en realidad, más luz que la que irradia el cuerpo de Jesús y la que aporta la fe del espectador. No hay sol, sino un cielo lívido. El color quisiera ser de una policromía viva, pero resulta apagado por esa falta de luz y porque los tonos (aun predominando el rojo) son apagados y no rompen los fondos oscuros y terrosos que definen al cuadro. Quizás la única luz viva pero limitada es la que viene del dorado de las coronas que circundan la cabeza de la mayoría de los personajes, coronas que no aparecen en los dos personajes que nos dan la espalda (y que, al no ser “santos reconocidos”, nos representan a todos).
En fin, en lo alto de la roca (extremo superior derecho del fresco) la cruz está simbolizada y extendida en el árbol seco, de extrañísimas raíces.
El cuadro (como casi toda la creación de Giotto) nos lleva a una contemplación en términos inicialmente naturales de la muerte de Jesús; es decir, quiere despertar ante todo no la fe sino el sentimiento humano más profundo y desgarrado que produce la visión de Jesús muerto cuando lo único que hay y que domina respecto a él es amor: el amor al hijo, al amigo, al maestro que ha entusiasmado al alma.
Esta es quizás la invitación primordial que nos dirige. Dejar de momento toda interpretación teológica y tocar lo más interior del corazón para descubrirnos así sufriendo por el hecho de la muerte y separación de la persona más amada, en este caso Jesús. Ya integraremos después ese dolor en la fe y en la esperanza, en la rotunda convicción de la fuerza del Señor resucitado.
Antes conviene que nos dejemos llevar de la expresividad de esta pintura: del impresionante y maravilloso juego de brazos, manos y rostros que revelan intimidad de sufrimiento y de amor en todos los grados, y que llegan a generar en esa familia una sensación de drama irreparable familiar.
Porque es bueno seguramente pasar por la vivencia patética e inconsolable, dejando que el amor traducido en dolor se exprese con nuestro cuerpo (algo parecido al “don de lágrimas” del que habla San Ignacio, o las lágrimas de San Pedro que también hemos contemplado en estas visiones de arte). Es decir, que ese amor – dolor llegue a ser ternura.
Para ello –repitámoslo- conviene contemplar las manos. Las manos que hablan. Manos caídas de Jesús, manos de María la Madre que abrazan y acarician al Hijo, mano discreta que levanta su cabeza, manos que cuidan amorosamente los pies del Maestro, manos que alzan sus brazos como queriendo reanimarlo… En verdad, todas estas manos (incluidas las de pura congoja apoyando u ocultando el propio rostro) están reanimando al Señor, contribuyendo poderosamente a la resurrección.
Y el dolor y la protesta interior crecen en nosotros al vernos empujados por un mundo implacable y estéril –un muro y un árbol seco- que pretende aplastar o apartar de la existencia a Cristo Jesús y a María (al grupo todo), asentando un frente hostil a la relación con Él y con su obra.
La Pasión y la Muerte de Jesús no han terminado. Aun viviendo de la Resurrección los creyentes estaremos siempre en ellas en medio del mundo. Pero para estar como es debido y justo tendremos que verificar antes si hay amor en nuestro corazón.
U
n poema del poeta andaluz Pedro Pérez-Cotet podría acompañar la oración que sugiere este cuadro de Giotto.