Pedro Pablo Rubens
Óleo sobre madera, de 462 cm. x 341 cm. Compuesto en 1612
(Escena central de tríptico)
Barroco flamenco
En la Catedral de Amberes, Capilla de Nuestra Señora
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Antonio APARISI LAPORTA
Rubens es el mejor representante del barroco flamenco católico al servicio de la Contrarreforma, de pintura muy vitalista y enérgica. Sus dos obras maestras, en Amberes, son la Erección (o levantamiento) de la cruz y el Descendimiento de Jesús que ahora vamos a contemplar. Este cuadro forma parte de un tríptico encargado por el burgomaestre de la ciudad. Es su tabla central visible.
La autoridad municipal deseaba colocar en el centro de esa obra a un San Cristóbal, patrono del gremio de la milicia urbana (cuerpo de voluntarios no militares dedicado al servicio de protección y seguridad de los ciudadanos, un poco parecido a la Santa Hermandad española). Afortunadamente prevaleció el criterio del artista respecto a la composición del tríptico, más acorde con los deseos de la Contrarreforma. (El San Cristobal llevando al Niño aparece solo en el reverso de las tres tablas).
Pero sí se hizo presente en la pintura el sentido de la entrega ciudadana al bien común y la colaboración del pueblo, situando esa actitud como exponente de la fe. Aunque es obvio que el tema principal del cuadro es el descendimiento del cuerpo de Jesús desde la cruz, sin embargo, el número inusual de personas empeñadas en esa acción (con extraordinaria fortaleza) sugiere también como idea de la tabla el hecho de la colaboración comprometida de los ciudadanos en cualquier acción; es decir, la participación de los cristianos en la obra de la Redención que realiza el Señor.
Lo que es indudable es que se trata del mejor y más definitivo cuadro del barroco centroeuropeo, y que tiene un sentido profundamente espiritual y cristocéntrico (no fácil de captar a primera vista).
Hay en todo el conjunto (en las nueve figuras) un naturalismo patético dentro de una armonía dramática y tierna a la vez, una fusión y perfecto equilibrio de las masas; combinado todo con la impresión de movimiento (que contrasta con la quietud del Descendimiento de Van der Weiden), gracias –particularmente- a la formidable gama de escorzos, algunos suaves (como el de Juan y el de la María de túnica violácea) y otros violentos (el hombre que ayuda a descender el cuerpo, a la derecha de la cruz). Es decir, el cuadro sitúa de lleno en una tensa acción, a la que otorga gran sentido religioso y creyente.
Las figuras, sin embargo, están todas en un mismo plano (el espacio apenas tiene profundidad, lo que acentúa su extraordinario valor creativo). Y aunque esos personajes acompañantes de Jesús parecen asentarse con firmeza en el suelo, la impresión real que nos da el conjunto es la de haber perdido la gravedad y hallarse flotando en trascendencia, como sucede con la imagen central de Cristo.
E
ntremos ahora despacio en la visión de estas diversas personas y de algunos elementos que componen el
conjunto, todo ello entrelazado.
En resumen, el cuadro es una síntesis perfecta de volúmenes, de movimientos y de cromatismo. Rompe el esquema tradicional de los “Descendimientos” (siguiendo quizás la iniciativa de la obra de Daniel de Volterra, de 1541). Hay en todo él una maravillosa conjunción dinámica de los personajes (en un sabio desorden) para una obra tensa, difícil y necesaria. Como en una instantánea fotográfica, sin pose alguna, en posturas absolutamente naturales y explicables por el esfuerzo, sin más luz que la del cuerpo de Jesús que centra a todos en esa hora; dejándonos la impresión de estar bastante fuera del espacio y del tiempo históricos.
Estudiado el cuadro de Pedro Pablo Rubens uno siente ganas de descubrirse y de permanecer en secreta admiración y silencio; sin cambiar apenas la propia postura en que se hallaba al iniciar la contemplación.
S
iente también el apremiante deseo de agradecer el hecho de que la fe pueda plasmarse providencialmente de una
forma tan plástica y bella.
Ante todo, la impresionante pintura nos remite a la muerte única y santa del Señor, a la realidad contundente de la muerte de Jesús, en ese instante eterno. Es ese momento y no otro lo que aquí se sugiere que contemplemos nosotros, personas evadidas y huidas del acontecimiento del morir.
P
ocos Cristos de la iconografía están tan muertos.
Y con independencia de que la fe nos haga ver ahí mismo la Resurrección, es preciso detenerse en este primer reverso doloroso y tremendo del Misterio de Jesús en su trayectoria humana: “subimos a Jerusalén, y allí el Hijo del Hombre va a ser entregado a los judíos y muerto en la cruz”… mal que os pese (podría añadirse).
Pero lo que el cuadro nos muestra es que esa muerte está rodeada de amor, engendra amor, es ella misma amor, y, por tanto es vida. No puede ser otra cosa, aunque todas las sensaciones nos traicionen. Y, en consecuencia esperanzadora, que lo mismo va a suceder con nuestra personal muerte. De forma que, ante esa realidad, no cabe más actitud que la serenidad, la profunda consciencia y la gratitud que muestran todas las figuras del tríptico.
Al mismo tiempo, la obra nos habla de “hacer la faena juntos”. ¿Qué faena? Sin duda, la de bajar a Jesús de la cruz. Hay todo un simbolismo teológico en esa acción que debemos ahora contemplar: la crucifixión de Jesús no fue sólo un hecho histórico individual y aislado (o a situar al lado de tantos y tantos martirios que avergüenzan la historia humana). No. Fue -¡es!- un acontecer que prosigue. Los hombres continúan muriéndose vivos, a chorros. Y hace falta que alguien o, mejor, que algunos, no, que muchos (constituidos o no en gremio como el de Amberes) se comprometan a esa tarea del costoso descendimiento de los crucificados. Que así (y únicamente así) se baja a Jesús de su eterna cruz.
D
e este modo afrontamos con hidalguía espiritual nuestra propia muerte.
El cuadro nos lleva, pues, a un amplio compromiso con el hecho de la muerte y de las muertes desde la misma visión de María, de las santas mujeres y de los discípulos y amigos del Señor que siguen llamándonos desde esa tabla bastante perdida en el antiguo Flandes.
N
os impresiona la soledad de Jesús.