49    DESCENDIMIENTO DE CRISTO

Pedro Pablo Rubens
Óleo sobre madera, de 462 cm. x 341 cm. Compuesto en 1612
(Escena central de tríptico)
Barroco flamenco
En la Catedral de Amberes, Capilla de Nuestra Señora
____________________________________________________ Antonio APARISI LAPORTA

 
Introitus, Requiem.   Mozart

Aproximación a la obra

Rubens es el mejor representante del barroco flamenco católico al servicio de la Contrarreforma, de pintura muy vitalista y enérgica. Sus dos obras maestras, en Amberes, son la Erección (o levantamiento) de la cruz y el Descendimiento de Jesús que ahora vamos a contemplar. Este cuadro forma parte de un tríptico encargado por el burgomaestre de la ciudad. Es su tabla central visible.

La autoridad municipal deseaba colocar en el centro de esa obra a un San Cristóbal, patrono del gremio de la milicia urbana (cuerpo de voluntarios no militares dedicado al servicio de protección y seguridad de los ciudadanos, un poco parecido a la Santa Hermandad española). Afortunadamente prevaleció el criterio del artista respecto a la composición del tríptico, más acorde con los deseos de la Contrarreforma. (El San Cristobal llevando al Niño aparece solo en el reverso de las tres tablas).

Pero sí se hizo presente en la pintura el sentido de la entrega ciudadana al bien común y la colaboración del pueblo, situando esa actitud como exponente de la fe. Aunque es obvio que el tema principal del cuadro es el descendimiento del cuerpo de Jesús desde la cruz, sin embargo, el número inusual de personas empeñadas en esa acción (con extraordinaria fortaleza) sugiere también como idea de la tabla el hecho de la colaboración comprometida de los ciudadanos en cualquier acción; es decir, la participación de los cristianos en la obra de la Redención que realiza el Señor.

Lo que es indudable es que se trata del mejor y más definitivo cuadro del barroco centroeuropeo, y que tiene un sentido profundamente espiritual y cristocéntrico (no fácil de captar a primera vista).

Comprensión de la obra

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El conjunto. Su composición.

Dos recursos geométrico-pictóricos identifican la composición de la escena del cuadro: una serie impresionante de curvas y contracurvas y una diagonal que lo atraviesa, formada por el cuerpo de Jesús y el inmaculado lienzo de lino blanco que desciende desde el ándulo superior derecho hasta el inferior izquierdo, queriendo llegar hasta el espectador. A partir de ahí aparece el genio del pintor.
Rubens es un humanista, hijo del mejor Renacimiento erasmista. Por tanto, es un artista sensible a todo lo humano y cívico, extraordinariamente sensible a la belleza y vigor del cuerpo humano, y, en consecuencia, a la humanidad de Jesús y de María que él ensalza. Sitúa esta humanidad en Dios Hijo y en el personaje del cuadro que lo sostiene.
Es admirable el tratamiento de la luz. Toda ella surge del cuerpo de Jesús, y desde él se ilumina el rostro de cada una de las figuras. En la zona en penumbra predominan claroscuros (de estilo caravaggiano) y el color es frío; en cambio, en los elementos iluminados los colores son cálidos, llenos de vida .

Las figuras.

Hay en todo el conjunto (en las nueve figuras) un naturalismo patético dentro de una armonía dramática y tierna a la vez, una fusión y perfecto equilibrio de las masas; combinado todo con la impresión de movimiento (que contrasta con la quietud del Descendimiento de Van der Weiden), gracias –particularmente- a la formidable gama de escorzos, algunos suaves (como el de Juan y el de la María de túnica violácea) y otros violentos (el hombre que ayuda a descender el cuerpo, a la derecha de la cruz). Es decir, el cuadro sitúa de lleno en una tensa acción, a la que otorga gran sentido religioso y creyente.

Las figuras, sin embargo, están todas en un mismo plano (el espacio apenas tiene profundidad, lo que acentúa su extraordinario valor creativo). Y aunque esos personajes acompañantes de Jesús parecen asentarse con firmeza en el suelo, la impresión real que nos da el conjunto es la de haber perdido la gravedad y hallarse flotando en trascendencia, como sucede con la imagen central de Cristo.


ntremos ahora despacio en la visión de estas diversas personas y de algunos elementos que componen el conjunto, todo ello entrelazado.

A. En la figura central de Cristo lo primero que sorprende es el gran decaimiento mortal. El cuerpo –robustísimo, significando así su fuerte humanidad- se desliza pesado, insostenible, en diagonal hacia la tierra, totalmente roto; pero, a la vez, con un hálito de trascendencia soberana expresada por varios factores.
Esos factores de extraordinaria soberanía son: la suspensión en el aire (en realidad no se apoya en nadie, apenas lo tocan, hacen ademán de sujetarlo pero no pueden…); la soledad (Jesús se va solo a su destino, sin que de momento pueda alguien acompañarlo; ni siquiera la Virgen); y, en fin, la luz: la luminosidad única que acompaña al sudario blanco e invade el cuerpo caído, reflejándose en las frentes de los que lo rodean, particularmente en las tres mujeres que componen de este modo sus rostros de amor.
Se ha dicho que en el cuadro este cuerpo de Jesús visiblemente tan querido “se abate y desliza como el largo tallo de una flor cortada”, masa lívida, exangüe, de languidez mortal.
B. La Virgen es aquí la mujer fuerte de la Biblia (así lo deseaba la iconografía de Trento). Está de pie a la derecha de Jesús; queriendo recibir directamente al hijo, por encima del sudario que va a cubrirlo, alarga el brazo y las manos. Su dignidad y entereza son absolutas, pero no deja –ni por un instante- de ser la madre que no puede abandonar al hijo y que sufre de su impotencia.
A sus pies las otras dos Marías, más jóvenes, naturales y de rostro encantador, humildemente arrodilladas, ayudan de la mejor manera que pueden al esfuerzo común por descender al Señor. María Magdalena -sin duda- se aproxima más y aguanta amorosamente la pierna izquierda de Jesús, dejando que el pie amoratado descanse –en claro contraste- sobre su hombro dorado y pálido.
C. Las posturas de los cinco varones son extremadamente violentas. Fijémonos, en particular, en el cuerpo contorsionado del apóstol amante Juan... Hablan de una tensión que es superior a la que corresponde al peso del cuerpo muerto. Es decir, los ocho personajes (el cuadro mismo) están trasmitiendo un doble mensaje muy claro: la enorme dificultad que supone el bajar a Jesús de la cruz, y, a la vez, la necesidad de cumplir juntos esta faena divina y humana. En este empeño el personaje del borde superior izquierdo, apoyado sólo por el vientre en el travesaño de la cruz, está a punto de caerse.
D. En cuanto a los elementos secundarios la tosca escalera de madera en la que apoyan los pies Juan y José de Arimatea. Es el instrumento indispensable de trabajo para un gremio cívico que, entre otras ocupaciones, debía ocuparse también de apagar fuegos. Pero lo que más llama la atención es el viento huracanado que eleva los vestidos de Nicodemo y del hombre encima de él. Un viento imprevisto que ha obligado a poner una piedra encima de la cartela en el suelo y que expresaba el título condenatorio de Jesús.

En resumen, el cuadro es una síntesis perfecta de volúmenes, de movimientos y de cromatismo. Rompe el esquema tradicional de los “Descendimientos” (siguiendo quizás la iniciativa de la obra de Daniel de Volterra, de 1541). Hay en todo él una maravillosa conjunción dinámica de los personajes (en un sabio desorden) para una obra tensa, difícil y necesaria. Como en una instantánea fotográfica, sin pose alguna, en posturas absolutamente naturales y explicables por el esfuerzo, sin más luz que la del cuerpo de Jesús que centra a todos en esa hora; dejándonos la impresión de estar bastante fuera del espacio y del tiempo históricos.

Contemplación de la obra. Oración.

Estudiado el cuadro de Pedro Pablo Rubens uno siente ganas de descubrirse y de permanecer en secreta admiración y silencio; sin cambiar apenas la propia postura en que se hallaba al iniciar la contemplación.


iente también el apremiante deseo de agradecer el hecho de que la fe pueda plasmarse providencialmente de una forma tan plástica y bella.

Ante todo, la impresionante pintura nos remite a la muerte única y santa del Señor, a la realidad contundente de la muerte de Jesús, en ese instante eterno. Es ese momento y no otro lo que aquí se sugiere que contemplemos nosotros, personas evadidas y huidas del acontecimiento del morir.


ocos Cristos de la iconografía están tan muertos.

Y con independencia de que la fe nos haga ver ahí mismo la Resurrección, es preciso detenerse en este primer reverso doloroso y tremendo del Misterio de Jesús en su trayectoria humana: “subimos a Jerusalén, y allí el Hijo del Hombre va a ser entregado a los judíos y muerto en la cruz”… mal que os pese (podría añadirse).

Pero lo que el cuadro nos muestra es que esa muerte está rodeada de amor, engendra amor, es ella misma amor, y, por tanto es vida. No puede ser otra cosa, aunque todas las sensaciones nos traicionen. Y, en consecuencia esperanzadora, que lo mismo va a suceder con nuestra personal muerte. De forma que, ante esa realidad, no cabe más actitud que la serenidad, la profunda consciencia y la gratitud que muestran todas las figuras del tríptico.

Al mismo tiempo, la obra nos habla de “hacer la faena juntos”. ¿Qué faena? Sin duda, la de bajar a Jesús de la cruz. Hay todo un simbolismo teológico en esa acción que debemos ahora contemplar: la crucifixión de Jesús no fue sólo un hecho histórico individual y aislado (o a situar al lado de tantos y tantos martirios que avergüenzan la historia humana). No. Fue -¡es!- un acontecer que prosigue. Los hombres continúan muriéndose vivos, a chorros. Y hace falta que alguien o, mejor, que algunos, no, que muchos (constituidos o no en gremio como el de Amberes) se comprometan a esa tarea del costoso descendimiento de los crucificados. Que así (y únicamente así) se baja a Jesús de su eterna cruz.


e este modo afrontamos con hidalguía espiritual nuestra propia muerte.

El cuadro nos lleva, pues, a un amplio compromiso con el hecho de la muerte y de las muertes desde la misma visión de María, de las santas mujeres y de los discípulos y amigos del Señor que siguen llamándonos desde esa tabla bastante perdida en el antiguo Flandes.


os impresiona la soledad de Jesús.

Qué intacta soledad en la montaña,
qué solo el sol y sola la violeta,
qué hora de tercua sola y recoleta
sobre la sola, vegetal guadaña.

Qué tensa, intensa soledad empaña
los paños de la Cruz; sobre el planeta
flota y se yergue sola la muleta
del cojo universal de vista huraña.

Qué solo y gris el Gólgota dormido,
qué solo el viento aulla en el egido
enroscando temblón su caracola;

y qué sola Tú sola, Madre mía,
en el extraño amanecer del Día,
ya Madre universal, ¡pero qué sola!

Soledad
(Manuel García Viño)

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