Roger van der Weyden
Óleo sobre tabla, de 220 cm. x 262 cm. Compuesto hacia 1435
Último gótico flamenco
En el Museo del Prado
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Antonio APARISI LAPORTA
Roger van der Weyden nació en el último año del siglo XIV en la actual Bélgica –los Países Bajos de entonces-, en la religiosa ciudad de Tournai, uno de los próximos centros del catolicismo flamenco, en confrontación al poco tiempo con el luteranismo (más bien de tipo calvinista o rígido). Pintó desde muy joven y se convirtió pronto en el maestro oficial de pintura de la también católica y hermosa ciudad de Brujas. Religiosidad y belleza le acompañan de manera muy notable, con un punto de buen sentido cívico y político.
El cuadro será una de las obras emblemáticas del artista, expresión casi final de un gótico luminoso que no nos es ajeno en cuanto que los artistas flamencos de la época (recuérdese a Juan de Flandes, pintor de los Reyes Católicos) decoran ya lo mejor de nuestras catedrales e iglesias.
Van der Weyden lo realiza para una capilla de la Cofradía de los Ballesteros (soldados) de Lovaina, situada en la Iglesia de Santa María Extramuros. Desde allí fue pasando por manos de reyes hasta llegar a las de Felipe II. En realidad es una especie de icono oriental porque está pintado sobre un conjunto artificioso de maderas nobles ensambladas, engatilladas y prensadas ofrececiendo el aspecto de una sola.
Aun siendo todavía joven el autor, es una obra de madurez, muy centrado él interiormente en ese momento en la espiritualidad de la Pasión y Muerte de Jesús; con tres características propias de su visión de este Misterio, que podrían ser valiosas para nuestra fe:
T
odo ello conjugado con el dolor extremo que es también protagonista de la tabla.
La escena representa el hecho narrado por Mt. 27, 57-61: “Al atardecer, vino un hombre rico de Arimatea, llamado José, que se había hecho también discípulo de Jesús, aunque en secreto por miedo a los judíos. Se presentó a Pilatos y pidió el cuerpo de Jesús. Entonces Pilatos dio orden de que se le entregase. Fueron, pues, y retiraron su cuerpo. Fue también Nicodemo. –aquel que anteriormente había ido a verle de noche- con una mezcla de mirra y áloe de unas cien libras. José tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana… Estaban allí María Magdalena y la otra María…” (v. Lc. 23,50-55; Mc. 15,42-47; Jn. 19, 38-42)
¿C
ómo interpreta el autor este acontecimiento final de la Pasión de Jesús?
Van der Weyden es el pintor del dolor y de los sentimientos vivos que entornan al que más sufre, tan lejos del hieratismo de otros grandes maestros pintores. Y este cuadro nos lleva a ese dolor. Creando, además, con él una extraordinaria y serena composición de duelo: todas las figuras están sufriendo por el Hijo y por la Madre. Pero su sufrimiento guarda el recato de la serenidad; incluso el desmayo de la Virgen: de una madre que ha traspasado los límites del dolor humano y cae exhausta sostenida por el cariño del nuevo hijo (Juan) recién adquirido y de las mujeres amigas.
Una pared de oro se ha alzado misteriosamente detrás de la cruz (ya vacía) para evitar las miradas curiosas o superficiales sobre el acto, para guardar con respeto absoluto la intimidad dolorosa del momento.
Si ante cualquiera de los cuadros que contemplamos nos quedamos admirados de tanta belleza y pensamiento, y entendemos que se nos concede asistir –con ellos- a la continuada Creación del universo (el arte siempre es signo de que la Creación prosigue), en este caso, sin embargo, al estudiar la obra, nos tenemos que detener también en el artificio espléndido de su realización. Porque ya éste nos invita a adentrarnos en el Misterio.
La técnica de la preparación cuidadosísima de la tabla que da cuerpo al cuadro, así como el uso del aceite nuevo (de linaza y nuez) que permite el pincel mínimo, abrillanta, conserva y da textura y barniz definitivo, la pintura hecha de la trituración de piedras semipreciosas para los azules y verdes, la utilización máxima y armónica del espacio escénico, todo ello está mostrando la enorme importancia que tiene para el autor llegar a una perfecta realización de esta obra maestra, es decir, de la expresión de amor y de comunión con los padecimientos y la muerte del Señor. Ahora todo en el cuadro se convierte en invitación a desarrollar esa mirada de fe, con la pátina de brillo que debe serle propia.
En concreto:
Conviene detener la vista y el alma en cada una de las figuras que componen la obra para permitir que nos hablen. Dos grupos casi paralelos –absolutamente presentes y cercanos el uno al otro- se conjuntan en una armonía maravillosa:
Para las personas de ambos grupos hay un sentir común: ¡éste es su Jesús y ésta es su María, la Madre! Y éste es el momento de estar a su lado.
Todo es comunión. Y todos están en comunión. Nadie queda fuera del óvalo de amor. Nosotros, si comulgamos, también estamos ahí. Es la fiel presencia de los íntimos y amigos –que somos nosotros, que soy yo- en el momento transcendental de la vida del Señor, de toda vida humana, cuando no cabe otra cosa que estar al lado del cuerpo yacente de la persona querida (aunque lo sepamos viviente) y al lado de la madre desfallecida de dolor.
Con enorme respeto somos, pues, admitidos –llamados- a unirnos al grupo de figuras del cuadro; pedimos humildemente entrar en esa comunidad de creyentes seguidores máximos de Jesús.
El cuadro es solemne. Belleza, corporeidad y trascendencia se aúnan para adentrarnos en la realidad divina y humana de la muerte de Cristo con una extraordinaria solemnidad. Sorprendidos, emocionados, sobrecogidos por una grandeza que se intuye.
Al mismo tiempo comprendemos que la fe –el Misterio contemplado- tiene el peso de lo significativamente verificable, de lo real (no es un sueño, no se reduce a un mero sentimentalismo), toca la realidad de las personas y de nuestro propio cuerpo, es definitivamente activa, dinámica, y entra en el acontecer que perdura desde el fondo del tiempo.
De paso, recibimos un mensaje del pintor. En realidad, el primer testimonio de fe que se nos brinda es éste: un creyente dedica todo su esfuerzo, su genio artístico y su tiempo a exaltar la Pasión de Jesús como centro de nuestra vida… ¿Cuánto dedicamos nosotros, también creyentes, de esfuerzo, de ingenio y de tiempo a este Misterio?