47    SAN FRANCISCO ABRAZANDO AL CRUCIFICADO

Bartolomé Esteban Murillo
Óleo sobre lienzo de 283 x 188 cm. Compuesto sobre 1668
Barroco andaluz
En el Museo de Bellas Artes, de Sevilla .
____________________________________________________ Antonio APARISI LAPORTA

 
Ave Verum Corpus,   por Leonard Bernstein. Mozart

Aproximación a la obra

El lienzo que contemplamos expresa la alegoría de “la renuncia al mundo material por parte de San Francisco para seguir sólo a Cristo”. Es un tema claro de la espiritualidad franciscana que el pintor asume como propio.

El esplendor de los reinados de Carlos y de Felipe, cuando el mundo parecía rendirse a los pies del Imperio español, Sevilla (y toda España) padecía hambre. Quizás sea el precio a pagar en todas las quimeras imperialistas. El decaimiento social y económico era muy grande. También el político (no faltan motines e insurrecciones).

La fe religiosa, antes exuberante, se hace ahora más difícil… Pero quizás no para Murillo. Él vive en esta época, en este ambiente y en esta ciudad bella aunque ensombrecida por la miseria; no obstante, precisamente por todo eso, se abraza aún con más fuerza a una religiosidad cristiana sencilla y profunda y, por tanto, de extraordinaria naturalidad y ternura.

Aunque sea un encargo, el cuadro que vamos a contemplar expresa esa vivencia espiritual. Lleva a la mística de la comunión con Cristo.

Lo realiza (como bastantes otros lienzos suyos) para el convento de frailes franciscanos capuchinos de Sevilla, hombres sencillos y creyentes, seguidores del hermano Francisco. El pintor se encuentra bien entre ellos.

El hecho sucedió seguramente de esta manera: existía una versión de esa alegoría pictórica, original de Francisco Ribalta, diez años anterior a la nuestra, en el convento de capuchinos de Valencia. Estos frailes fueron a fundar el convento de Sevilla y allí, sin duda, propusieron a Murillo que hiciese para el mismo su propia versión del tema. ¿Fue, pues, esta notable composición (las dos figuras, el ángel y el mundo) una idea compartida con los frailes amigos? Es lo más probable.

En todo caso, una vez más, la obra deja constancia del temperamento calmado y sereno, de talante apacible y modesto, del pintor sevillano.

Estamos en la última etapa de su creación: la década de mayor esplendor personal artístico, en la que se conjugan la pureza y dulzura de las líneas y colores con la neblina “vaporosa” que habla de trascendencia.

Comprensión de la obra

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El barroco artístico religioso (español, sobre todo, y andaluz) no puede entenderse sin tener en cuenta el hecho impresionante de la mística cristiana, en cuanto movimiento completamente fuera de serie que sacudió la vida de personas de una talla humana tan grande como la de Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, entre otros menos conocidos. Este cuadro se refiere a tales vivencias espirituales de encuentro profundo entre el hombre y Dios, el Dios de Jesús; un encuentro que se produce no sólo en el nivel de la conciencia íntima y de la convicción creyente sino también en la realidad sensible de la visión y del cuerpo. Aun cuando haya en la manifestación de esa experiencia un recurso necesario a la alegoría y al simbolismo.

Murillo plasma en el lienzo el encuentro místico de Francisco de Asís con un Jesús crucificado pero extraordinariamente vivo. Y lo hace envolviendo ese acontecimiento con una simbología, pero también con el realismo naturalista y tierno que le caracteriza.

El conjunto –de excepcional belleza- va más allá de la renuncia de Francisco al mundo y a sus riquezas materiales. Ilustra seguramente las palabras de Jesús a sus discípulos queridos, en el evangelio de Juan: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos”… “Yo vivo y también vosotros viviréis. Aquel día comprenderéis que yo estoy en el Padre y vosotros en mí y yo en vosotros” (Jn. 15,14 y 14,20) ; y, a la vez, en boca de Francisco, las palabras de San Pablo: “Para mí la vida es Cristo… Deseo partir y estar con Cristo” (Filipenses,1,21-23).

No podemos olvidar que el tiempo en el que se sitúa –el siglo XVII- está aquejado de amarga crisis religiosa, tal vez muy parecida a la del siglo XIII en que vivía San Francisco, y a la del siglo XXI en el que vivimos nosotros.

Por el texto del libro que sostiene el ángel comprendemos que el cuadro hace también referencia expresa a la decisión que tomó el santo de Asís de abandonar las riquezas y la fastuosidad de una vida de lujo abrazando la pobreza más radical. En este sentido el abrazo de Jesús es la respuesta de amor y de gloria que se da al santo por esa opción. Y es evidente que, siendo así, nos plantea a nosotros el tremendo problema del desasimiento y del desprendimiento –siempre pendientes- de los bienes materiales que tanto nos atan.

Estructura de la composición y figuras.

El cuadro tiene dos conjuntos, uno central constituido por Jesús crucificado y San Francisco, y otro lateral (bajo el brazo del Cristo) que lo forman dos angelillos y abajo los arrabales más pobres de una ciudad, de Sevilla. El fondo que une todo es un cielo azul de mar y tormentoso pero que no asusta ya a las personas pintadas. Contemplemos despacio a éstas.

Lo más importante es la perfecta armonía del abrazo mutuo, y de las miradas claras y de absoluta comunión interior entre Jesús y Francisco. Da la impresión de que el gesto de entrañable amor hace superar el dramatismo de la cruz, permite que el brazo se descuelgue misteriosamente del travesaño de la cruz y descanse en el hombro y espalda del santo. El rostro del Señor adquiere una serenidad que está por encima del trance de la muerte. La reciprocidad amorosa tan grande supera al decaimiento del morir –“¿Dónde está, oh muerte, tu victoria?”-

No es un abrazo de despedida, sino de encuentro cordial y fiel (recuerda inevitablemente el brazo descendido de la leyenda del Cristo de la Vega que canta Zorrilla -A buen juez, mejor -: aquel Cristo que por amor testifica con su mano bajada, como único testigo posible, la verdad de aquella mujer toledana desairada). Además, lo que Francisco llegue a ser (su amable santidad) nace de este abrazo de Jesús: “No me elegisteis vosotros; fui yo quien os elegí”.

Es decir, lo que transmite la escena es familiaridad, predilección, seguridad de continuar juntos la vida… De este modo discurrió la existencia del “pobrecillo de Asís”.

La interpretación que hace Murillo de la Muerte del Señor es, pues, extraordinariamente jubilosa, orientalista (como el Crucifijo de San Damiano). En realidad estamos en la Resurrección.

La naturalidad, belleza y luz del cuerpo vivo de Jesús se trasfiere a Francisco que participa ya de la suave corona luminosa que contorna la cabeza de Cristo. Hay una suavidad cromática –de los colores- que identifica a ambos. Y la luz que los baña no viene del sol sino de más arriba aún.

El pie de Francisco descansa sobre el globo terráqueo: en ningún momento deja el santo el contacto con la tierra que ama. Es un elemento de redundancia que introduce el pintor, porque la figura se halla ya bien asentada sobre el suelo; pero se ha pretendido tal vez recordar el amor apasionado del santo por las criaturas, que procede precisamente de su abrazo a con Cristo. De todas formas también cabe la interpretación de la distancia: el globo de azul metálico bien puede simbolizar la riqueza del mundo a la que Francisco renuncia.

Esta percepción es, sin duda, cierta. Los angelillos juguetones (símbolo claro de la inocencia y la libertad del mundo celeste que debe aproximarse a la tierra) traen abierto el libro de los evangelios por la página que dice (en latín): “Quien no renuncia a la posesión de todos sus bienes no puede ser discípulo mío” (Lc. 13). Texto que nos resulta tremendamente duro, pero que no podemos dejar de escuchar y de considerar en esta visión del cuadro porque forma parte de las exigencias de liberación que nos llevan a la Pascua.

Contemplación de la obra. Oración.

La lectura de esta obra nos revela, ante todo, la visión más justa de la cruz de Nuestro Señor, la que descubriremos al contemplar el crucifijo de San Damiano, rectificando (si nos hace falta) el victimismo sacrificial con el que fuimos educados para ver la crucifixión; es decir, nos revela el triunfo de la Resurrección en el momento mismo de la muerte de Jesús en el leño.

Lo que es importante para situar bien nuestra propia espiritualidad.

La perspectiva original del cuadro (su intención inicial al ser realizado) nos invita al mismo tiempo a vivir una doble feliz dialéctica:

Primero, a sostener la difícil armonía entre dos términos aparentemente opuestos: el no tener y la felicidad del ser; el desprendimiento más radical posible del interés por lo material (por la posesión de bienes materiales, por el estado de bienestar, por el prestigio y la honra), por una parte; y, por otra, el disfrute envidiable de una riqueza espiritual (de la libertad, de la comunión con el Creador en Cristo Jesús y, en consecuencia, de la paz interior).

Segundo, a abrazar decididamente la dialéctica entre el rechazo del mundo y la pasión por la tierra muy al estilo franciscano (del cántico de las criaturas), superando el amor al rechazo.

Mirando de nuevo el lienzo podríamos imaginar una oración íntima de Francisco con el poema de Pilar Paz:

Señor enmudecido, no te calles.
Borra, si quieres, de un plumazo el cielo,
déjame en la negrura sin consuelo,
pero déjame estar donde te halles.

Señor que pastoreas en tus valles,
acércate a la noche de mi suelo
que es tarde para el trino y para el vuelo
y espero que me cruces por las calles.

Entre cuatro paredes, cada día,
amanezco en tu busca y en porfía
–Tú que te vas, y yo que te persigo–.

Bórrame el universo y la memoria
y únceme ya sin luz junto a tu noria
que mejor es no ver, y estar contigo.

Señor enmudecido, no te calles
(Pilar Paz Pasamar)

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