Domennikos Theottokopulus, EL GRECO
Óleo sobre lienzo, 102 x 114 cm. Compuesto entre 1587-1596
Manierismo
Museo de Arte de Toledo (Ohio). (Otra versión en la National Galery, de Londres)
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____________________________________ Elvira SAYAGO GARCÍA
La Pasión de Cristo es uno de los temas más recurrente de la pintura universal de todos los tiempos, en este caso el pintor cretense muestra la espiritualidad de un momento concreto como es la subida de Jesús con Pedro, Santiago y Juan al Huerto de los Olivos. El tremendo dolor de su cuerpo y la crisis aguda del ánimo comienzan para Jesús en esta hora, rezando en Getsemaní a donde solía retirarse.
El autor creó una versión sin precedentes. Hizo dos modelos algo diferentes del tema, pero con una composición de elementos y formas semejantes: las versiones que se hallan en el Toledo Museum of Art (Ohio, USA) y en la National Gallery, de Londres, etc.; y las del Museo de Arte de Lille y de la Iglesia de Santa María de Andújar. Vamos a contemplar el primer modelo, de extraordinaria claridad y policromía, quizás la más conseguida de todas.
Jesús aparece aquí sumido en un profundo éxtasis, arrodillado delante de una puntiaguda y amenazadora roca que sirve para enmarcarle. Eleva su mirada hacia el ángel de alas semidesplegadas que porta un cáliz en su mano izquierda y se lleva la derecha al pecho. En la nube sobre la que se posa –en su concavidad- parecen refugiarse los tres discípulos dormidos, en posturas tremendamente escorzadas.
La oración en el huerto, muestra, con una perturbadora belleza, la entrada elegante y vacilante del ángel a la escena aterradora de Getsemaní. En el fondo se vislumbra al traidor Judas guiando a la tropa que aprisionará a Jesús. Entre las nubes se adivina una luna iluminando parte de la escena, la cual llama la atención por la aridez del paisaje.
Es una obra madura, con un inconfundible estilo manierista. No sabemos en qué momento, por qué motivo y para quién la pintó Domenikos, pero sí es evidente la fe desgarrada que pone de manifiesto representando en la que Jesús se encuentra la noche antes de su muerte
Terminada la Última Cena, dicen los evangelios, Jesús y once de sus apóstoles -Judas se había ido a ultimar los detalles de la entrega de su Maestro-, salieron de la ciudad de Jerusalén, atravesaron el torrente Cedrón y entraron en el huerto de Getsemaní ("molino de aceite"), al pie del Monte de los Olivos.
Según el relato de San Lucas (Lc 22,21-54), Jesús, que ya les había advertido que uno de ellos lo entregaría, les dijo por el camino que aquella noche todos le abandonarían, «porque escrito está: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas». Jesús se apartó del grupo, tomando consigo a Pedro, Santiago y Juan, a quienes les confió, lleno de pavor y angustia: «Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad conmigo». Pero ni siquiera estos escogidos fueron capaces de acompañarle velando y orando, pues pronto se quedaron dormidos.
A solas, muy a solas, cayó rostro en tierra, y suplicaba así: «Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya». Entonces, se le apareció un ángel venido del cielo que le confortaba. Y sumido en agonía, insistía más en su oración. Su sudor se hizo como gotas espesas de sangre que caían en tierra. Finalmente, se levantó de la oración, fue donde los discípulos y les dijo: «Levantaos, ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser entregado».
Todavía estaba hablando, cuando llegó Judas acompañado de un grupo numeroso con espadas y palos. Y al instante se acercó a Jesús y le dijo: «¡Salve, Rabbí!», y le dio un beso. Jesús le dijo: «¡Judas, con un beso entregas al Hijo del hombre!» Entonces aquéllos se acercaron, echaron mano a Jesús y le prendieron. Los discípulos le abandonaron todos y huyeron.
En una primera observación general de la obra descubrimos una composición de bloques distintos y de planos que se superponen englobando elementos simbólicos, bañados por luces muy diversas. Estamos ante una pura interpretación simbólica y trascendente del acontecimiento que se contempla. El cuadro está hecho de compartimentaciones extrañas: no hay armonía entre ellas sino distancia y ruptura.
El principal foco lumínico procede de la izquierda, siendo una luz sobrenatural que llega con el ángel. Ese foco convierte los colores carmines y azules de la túnica y el manto de Cristo en blanco, allí donde incide con mayor fuerza. Dice Camón Aznar que es una luz metafísica, más allá de la luz física.
El plano en el que se encuentra la figura de Cristo se hace coincidir con la única fuente de luz, sobrenatural, que existe en la composición. La lejanía de Cristo queda contrarrestada con el recurso de la luz que resalta su figura.
Los apóstoles, en penumbra, en correspondencia con su ubicación y el significado de su actitud. La luz está empleada no sólo como recurso estilístico sino también con intencionalidad moral.
Técnicamente este tratamiento luminoso sería una muestra más de su fuerte vinculación con la Escuela veneciana, en la que se inspiraría a la hora de representar el tema. Tiziano, Tintoretto o Bassano también habían realizado obras con esta temática que sirvieron de punto de partida a Doménikos.
La dependencia del Manierismo se aprecia en algunas notas cromáticas y en el escorzo de los discípulos, encontrándose restos de su bizantinismo juvenil.
A
pesar de estas influencias, El Greco resuelve la escena con un lenguaje totalmente personal, saliendo
muy airoso del envite.
Los apóstoles aparecen en un plano muy cercano al espectador, al representarse en escorzo, muy acusado éste en la posición yacente de Juan. Su conjunto exagera y dilata conscientemente la ilusión espacial en esta parte de la composición. Las figuras de Juan y Pedro concurren en un mismo plano que se prolonga en la del apóstol Santiago.
La línea de horizonte está muy baja, en los pies de Juan, por lo que la visión de la escena se desarrolla de abajo a arriba, propia de un lienzo de altar, situándose la convergencia en la cabeza de Cristo. Consecuencia de ello son los escorzos de los personajes que intervienen en la escena.
Lo primero que nos sorprende es que no hay huerto alguno. El terreno es de una desolación agresiva (sólo una rama seca algo erguida, otra de olivo por el suelo, como arrastrada por el viento, y una más, detrás, escuálida, oculta por una nube fantasmal). Un huerto es un lugar de sosiego, de labor fecunda, de armonía de verdes; pero aquí no hay nada de eso. Los colores son ocres, marrones, rojos de sangre y azules inquietantes. Lo que domina es la roca, y una roca tenebrosa y amenazante a la espalda de Jesús. Las nubes son fantasmagóricas y monstruosas. La luna parece huir o esconderse… Es decir, estamos ante una naturaleza muerta. Estamos ante el universo interior de Cristo que es pura soledad, desolación, amargura y miedo.
Quizá no podía expresarse con más riqueza de símbolos el estado de espíritu de Jesús narrado por Lucas: “Padre, si es posible aparte de mí este cáliz” (Lc.22,42).
Cristo se halla al fondo de la escena, en un plano más alejado, de ahí su menor tamaño. Tanto Él como el Ángel aparecen excesivamente reducidos en su tamaño. Aun así, las dos escenas que se presentan no guardan la proporcionalidad adecuada en sus planos, pues el tamaño de los apóstoles no se corresponde con el de la escena principal. Esta distorsión del espacio real es una característica muy usual en la estética del Manierismo. Probablemente, el Greco pretende resaltar con esta desproporción la soledad de Cristo en este dramático momento. Sin embargo, Pedro y los dos hijos de Zebedeo, no comparten esta soledad del Maestro, sino que se encuentran sumidos en un profundo sueño. Realidades anímicas diferentes que se corresponden con planos que no guardan la correlación que deberían.
Jesús arrodillado sobre una roca desnuda, saliendo apenas de la angustia mortal que lo ha dominado, recibe una débil luz (blanca y mortecina) del ángel; no de sí mismo ni del Padre (como en los Nacimientos, por ejemplo). Es una luz que resbala sobre su cuerpo, descoloreando la túnica sin salvar sus sombras. Su postura ahora es de aceptación del destino, sin reservas –“pero no se haga mi voluntad sino la tuya”-. Muy semejante a la del Expolio y a alguna de las versiones de “Cristo en el camino abrazado a la cruz”. Sus brazos abiertos con las palmas de las manos hacia el suelo. Su mirada, intensa y suplicante, se dirige hacia el cáliz que porta el ángel en su mano izquierda.
Ya no hay lucha o desgarro en este instante. Su sangre ha fluido ya. En realidad está vestido de sangre, sobre un charco espeso sanguinolento.
L
a tierra bañada así parece transformarse en un azul que no se corresponde al vestido de Jesús.
El ángel, cuyo rostro es el de San Juan, se nos muestra en escorzo y lateralmente para incrementar la ilusión espacial en correspondencia con la figura casi frontal de Cristo.
Es la única figura amable, portador de un cáliz de orfebrería toledana y vestido con una túnica naranja, parece tener la misión de ofrecer un elemento cálido a la escena y al espíritu del Señor. Pero su postura es de incertidumbre, de duda sobre el acierto de su embajada. No podía ser menos. En realidad arrastra una nube cargada de ambigüedad: debajo de él se ha creado una gruta, una caverna en donde los discípulos refugian su incomprensión preñada de culpa. Aparece conmovido, triste y con la mirada perdida, ante el dolor del Dios hecho hombre.
En esta parte inferior del cuadro se representa a Juan, Santiago y Pedro entrelazados en un profundo sueño. Da la impresión de que intentan perderse en ese sueño, pero que no pueden. Se hunden en un magnífico escorzo, con los mantos agitados que acompañan un vuelo de sueños de pesadilla, alejándose de Jesús irremediablemente. Es como, sintiéndose impotentes para estar donde deben, quisieran volver al útero materno (la caverna). El gesto inconsciente de Pedro que se sujeta la cabeza contorsionada expresa este drama, precisamente en él –el discípulo jefe, que acaba de prometer fidelidad-. La posición que adopta parece inspirada en el Cristo del Juicio final de Miguel Angel de la Capilla Sixtina.
A la izquierda de Jesús se puede ver a Judas y la multitud que se acercan desde la lejanía para llevar a cabo la traición de éste. Sobre sus cabezas aparece difuminada, y a la vez iluminada, la Jerusalén Celestial. Es una simple y sencilla rama de olivo la que separa las dos partes de la composición.
La Oración de Jesús en el Huerto, leída en los evangelios y contemplada en esta obra del Greco, puede ayudarnos a penetrar un poco más en el Misterio del sufrimiento aceptado por Jesús en aras de su fidelidad a Dios y a su vocación de entrega a la humanidad, pagando el precio que toda persona debe pagar en algún momento de su vida si acepta ser fiel a sí misma y a graves responsabilidades. Precio de desgarro, de soledad, de sufrimiento interno y físico, de angustia… En ese momento los demás –los que asistimos sólo- tenemos que aproximarnos lo más posible al que sufre, sabiendo que nunca llegamos a estar lo cerca que él necesita.
Para un creyente cristiano es imprescindible, pues, acercarse a Jesús en su oración de Getsemaní, aunque no sepamos estar ahí, porque es evidente que esa oración prosigue por los siglos de los siglos. Es el lado más tenebroso de oscuridad que Jesús vive. Acercarse a Jesús y estar a su lado en vela, al lado del mundo, en vela.
Si nos dejamos llevar muy despacio de la contemplación del cuadro experimentamos algo de la perplejidad del ángel, del miedo de los apóstoles y de la angustia del Señor. Es decir, nuestra fe se tambalea… No puede ser de otro modo: la fe es frágil, y no nos evita la oscuridad y la duda, sobre todo cuando llega la hora del sufrimiento y nos encontramos, además, en la soledad más amarga.
R
eleemos el cuadro desde el poema de Gerardo Diego:
“Por la puerta de la Fuente
fueron saliendo los once.
En medio viene Jesús
abriendo un surco en la noche.
Aguas negras del Cedrón,
de su túnica recogen
espumas de luna blanca
batida en brisas de torres.
Jesús viene comprobando,
Pastor, sus ovejas nobles,
y se le nublan los ojos
al no poder contar doce.
«Pues la Escritura lo dice,
me negaréis esta noche.
Herido el Pastor, la grey
dispersa le desconoce.»
Entre los mantos, relámpagos
de dos espadas relumbran.
La luna afila sus hielos
en las piedras de las tumbas.
Ya las chumberas, las pitas
erizan sienes de agujas
y quisieran llorar sangre
por sus coronadas puntas.
Ya entraron al huerto donde
las aceitunas se estrujan,
Getsemaní de los óleos,
hoy almazara de angustias.
Ya Pedro, Juan y Santiago
bajo un olivo se agrupan,
como un día en el Tabor,
aunque hoy sin lumbre sus túnicas.
La noche sigue volando
--alas de palma y de juncia--
y, llena de sí, derrama
su triste látex la luna.
Se oye el rumor a lo lejos
de cortejos y cohortes.
Y el sueño pesa en los párpados
de los tres fieles mejores.
Jesús, solo, abandonado,
huérfano, pavesa, Hombre,
macera su corazón
en hiel de olvido y traiciones.
«Padre, apártame este cáliz.»
Sólo el silencio le oye.
La misma naturaleza
que le ve, no le conoce.
«Hágase tu voluntad.»
Y, aunque lleno hasta los bordes,
un corazón bebe y bebe
sin que nadie le conforte.
El sudor cuaja en diamantes
sus helados esplendores,
diamantes que son rubíes
cuando las venas se rompen.
Por fin, un Ángel desciende,
mensajero de dulzuras,
y con un lienzo de nube
la mustia cabeza enjuga.
Ya la luz de las antorchas
encharca en movibles fugas
y acuchilla de siniestras
sombras el huerto de luna.
Los discípulos despiertan.
Huye, ciega, la lechuza.
Y Jesús, lívido y manso,
se ofrece al beso de Judas”.