Bartolomé E. Murillo
Óleo sobre lienzo, de 265 cm. x 265 cm
Compuesto en 1650
Iglesia de Santa María la Blanca. Sevilla
__________________________________________________Antonio APARISI LAPORTA
Esta representación de la Última Cena del Señor Jesús ocupa un lugar cuajado de historia: la iglesia de Santa María la Blanca de Sevilla. En su origen posiblemente una basílica visigoda; después mezquita en el siglo X. Derruida ésta, se construye en el XIII una sinagoga (concesión de Alfonso X a los judíos sevillanos); y en 1391 (tras esa Expulsión) la arquitectura hebrea se convierte en iglesia gótico mudéjar que recibe el nombre actual. Con el paso del tiempo se va deteriorando y conoce varias restauraciones, añadidos y acabados, llegando a ser uno de los templos más representativos del barroco sevillano. En él se sitúa el lienzo de Murillo integrando –abrazando- las cuatro grandes culturas religiosas de la patria andaluza y española.
En 1662 se inician las obras de reconstrucción dirigidas por el canónigo de la catedral, Justino de Neve (gran figura en la Iglesia del XVII en Sevilla), sacerdote ilustrado y bueno, mecenas artístico, amigo de nuestro pintor a quien le encarga parte de la decoración de los lunetos y testeros del nuevo templo (que se inaugura en 1665). Murillo aporta cinco de los lienzos que lo enriquecen. Uno de ellos, esta Cena, había sido ya realizado para la Hermandad (o cofradía) Sacramental del Santísimo, ubicada sucesivamente en diversas capillas de Santa María la Blanca (hasta 1747), constituyendo, sin duda, hoy, una de las joyas del patrimonio de la capital andaluza.
El cuadro es una interpretación de la Última Cena de Jesús en clave más bien eucarística, centrada en el momento de la Consagración, de acuerdo con la visión iconográfica española de esa Acción de Jesús (expresada así, por ejemplo, en las obras de Juan de Juanes y de Ribalta); perspectiva que se aleja del contexto frío –incluso enigmático- del Cuatrocento (en especial, del modelo de Leonardo da Vinci). Murillo incorpora, además, el sentimiento interior de trascendencia y de amor que acompaña a los comensales de esa cena.
La comprensión de esta obra resulta, por tanto, de un gran interés para penetrar en la espiritualidad eucarística de la Mística de nuestros siglos de Oro.
A
ñadamos (como dato de interés) que el apóstol San Juan, a la izquierda de Jesús, es seguramente el autorretrato del pintor.
Esta Cena de Santa María la Blanca es una de las manifestaciones más intensas del estilo tenebrista italiano en Murillo, en plena etapa de su madurez pictórica (podría asemejarse a La Cena de Emaús de Mathías Stom que también contemplamos en este libro); lo que significa que nos encontramos ante una misteriosa densidad de luz que emerge de un fondo oscuro, simbolizando la lenta y sorpresiva aparición del Misterio Divino.
La composición viene en parte condicionada por la arquitectura del lugar que ocupa: destinada a una capilla de testero estrecho y en un luneto (bóveda secundaria en forma de media luna), no podía tener las proporciones apaisadas habituales en el tema de las Últimas Cenas. Sus medidas son cuadradas, adoptando el lado superior la forma de arco de medio punto (mucho más cerrado que el de la Cena de Goya en la Santa Cueva). Dado ese espacio y su contextura, las figuras tenían que aunarse, apretadas alrededor del Maestro; lo que, afortunadamente, contribuye a dar a la escena una mayor intimidad y concentración, en un perfecto equilibrio de armonía compositiva.
Jesús se desplaza ligeramente hacia la izquierda del cuadro y la luz focal (también a la izquierda) le sigue, aunque el torso del Señor se inclina algo hacia su derecha; de manera que no ocupa el centro geométrico de la escena ni de la mesa cuadrada sobre la que se apoya. Ese centro lo constituyen, en realidad, el cáliz y el pan ya consagrados, es decir, la presencia aucarística sacramental y actualizada de Jesús (como sucede en la última Cena de Juan de Juanes que ya meditamos anteriormente).
La acción queda así convertida en celebración sacramental y la mesa en altar. Es notable la posición desde la que el pintor la contempla –desde el lateral izquierdo- que origina el que la toma casi fotográfica del momento muestre la esquina de la mesa avanzada hacia nosotros; visión ésta que acentúa el naturalismo y la proximidad del acto que allí –y aquí- se realiza. (El cuadro recuerda de algún modo al de Pedro P. Rubens del mismo tema).
A causa del tamaño reducido de la mesa, las personas se sitúan en dos planos de distinta proximidad a ella, y la parte central del cuadro la conforman cuatro o cinco apóstoles que tocan los ángulos, como si guardaran la integridad de ese altar. Cercanos al espectador, un apostol desconocido que nos da la espalda y Judas, justo enfrente de Jesús, con el rostro de amargura vuelto hacia nosotros (precisamente porque tiene delante –en línea directa- al Señor).
Murillo ha acentuado la blancura del mantel y, sobre él, no ha dejado más que el cáliz y la vela encendida, colocando todo el pan en la mano de Jesús.
Del techo cuelga una lámpara de bronce sencilla y esbelta con cuatro bujías. Pero ni esta liminaria ni los dos candelabros sencillos sobre la mesa (uno de ellos semioculto) llegan a producir la luz que ilumina los rostros.
A
l encuentro de ese contexto compositivo y material vienen a dar vida y elocuencia las figuras.
En nuestra opinión Jesús –todo él en esta image de Murillo- recibe el mejor tratamiento que se le ha dado en las innumerables representaciones de la Última Cena que ha hecho el arte cristiano. Su mirada emana sobrenaturalidad y, a la vez, inmensa cercanía; el gesto de bendición del pan es perfecto, como lo son también la postura serenamente erguida y el contraste luminoso y polícromo de la cara y las manos –clarísimas- y el verde sombreado de la túnica. Todo en él remite al Padre Dios. Y así lo perciben todos los discípulos (a excepción de Judas), que lo contemplan sumidos en un apacible éxtasis.
Las manos visibles de los discípulos completan la actitud interior de referencia al Misterio en el que participan: entrelazadas de recogimiento en el de nuestra derecha; de asombro en el que se halla próximo a él y en el que nos da la espalda (en primer plano). Pero manifiestan así mismo naturalidad y confianza las de Pedro y Juan que se apoyan sobre la mesa, este último con la mano derecha en el pecho (queriendo expresar el sentimiento más con ella que con el rostro).
En síntesis, los once discípulos que comulgan con Jesús denotan estar en íntima relación con el Señor, conscientes de la trascendencia de la acción que allí sucede. Sólo Judas –dolorosamente- se encuentra fuera del cuadro.
El cuadro de Murillo es un nuevo regalo instrumental para nuestro equipaje íntimo de caminantes -peregrinos hacia la fe- en esta dimensión consustancial de la vivencia cristiana que es la Eucaristía.
Dejándonos impresionar por él (permitiendo que se grave en la retina y en la mejor sensibilidad), puede fecundar la espiritualidad eucarística en tres sentidos:
Por otra parte, al mismo tiempo, la historia y las sucesivas ubicaciones del cuadro (aunque siempre dentro del mismo templo) pueden hablarnos de dos aspectos importantes del Misterio que contemplamos:
Sirve, quizás, para expresar nuestra oración ante la obra de Murillo, este poema de los hermanos Antonio y Carlos Murciano para el día de Corpus Christi: