Francisco de Goya y Lucientes
Óleo sobre lienzo semicircular, de 334 x 147 cm. en su parte alta.
Neoclasicismo español.
Compuesta hacia 1795. En el Oratorio de la Santa Cueva, de Cádiz. (Hay una segunda Última Cena de Goya, en Zaragoza).
____________________________________ Antonio APARISI LAPORTA
Goya efectúa dos viajes a Cádiz (1792 y 1796), la ciudad que nunca ocuparon los franceses, en donde se realizaría pocos años más tarde la primera Constitución española. Allí hace amistad con el marqués de Valde-Íñigo, persona buena y cristiana que está construyendo un lugar íntimo de oración para los gaditanos: la Santa Cueva, un edificio de planta circular iniciado en 1781, joya neoclásica y muestra del esplendor de la ciudad en el siglo XVIII, consistente en dos capillas superpuestas. La superior, dedicada al Santísimo Sacramento, y la subterránea, más sobria, que se conoce como El Calvario.
Para este oratorio encarga el mecenas al pintor aragonés tres grandes cuadros: “La multiplicación de los panes”, “La parábola del convite nupcial” y esta “Última Cena”. Los tres aproximan al Misterio de la Eucaristía y constituyen, además, una excelente iconografía evangélica del Reino de Dios.
Estos tres óleos sobre pared cóncava están en la capilla superior; la última Cena en el centro de la puerta de entrada, en donde se conserva (después de alguna restauración).
¿Sintió Goya, enfermo ya en Cádiz, la misma necesidad de su amigo, el marqués, de retirarse algún momento a la intimidad de una oración centrada en la comunión eucarística y en la armonía de una religiosidad cálida? No podemos afirmarlo con certeza, pero su obra en la Santa Cueva, el magnífico lienzo “La última Comunión de San José de Calasanz” (de pocos años más tarde) y su “Oración del huerto” avalan seguramente esta idea.
En todo caso, nos hallamos ante una de las visiones más originales y –quizás también- más fieles de la Comida de aquella noche de Jesús y sus discípulos en Jerusalén. Tan original como el otro gran lienzo eucarístico de Goya que es “La última comunión de San José de Calasanz” (que contemplaremos más adelante).
Goya pinta o dibuja en bastantes etapas de su vida dejándose llevar del dolor personal y colectivo que le producen sus enfermedades y las crisis del país. Tiene entonces una imaginación febril u oscura, y deriva hacia un surrealismo difícil. Así son las series de Caprichos, Desastres o Pinturas Negras en las paredes de su casa la “Quinta del sordo”. Pero casi siempre, más allá de ese estilo, su pintura es extremadamente naturalista, fiel a la realidad que contempla o que busca. Y este realismo acompaña a todos sus cuadros religiosos, en los que, además, vuelca como algo propio una elevada visión espiritual de signo verdaderamente cristiano y bíblico.
Así es esta Última Cena: quizás el retrato más fidedigno del clima que vivieron Jesús y los discípulos aquella noche pascual en Jerusalén. No hay representación alguna pictórica de la institución de la Eucaristía que se asemeje a este lienzo. ¿Cómo fue capaz el artista de concebirlo de ese modo?
Es cierto que la composición se debe en parte a las condiciones arquitectónicas del lugar a donde se destina: un espacio circular de medio punto ligeramente achatado y convertido en elipse por la perspectiva que ofrece. Pero, sobre ese condicionamiento, predomina una concepción pictórica y creyente propia.
Aquí se rompe con todos los modelos clásicos, y se acierta admirablemente. Si nos fijamos bien, las figuras, el espacio, el color y la luz, el movimiento, nos acercan de forma muy aproximada al acontecer eucarístico: a lo que sucede en la Cena y conduce hasta la consagración del pan y del vino, momento que quiere plasmar esta pintura.
¿Cómo supo el autor alejarse tanto del formulismo convencional de los renacentistas, por ejemplo cambiando el marco arquitectónico? Nos da la impresión de que el mundo interior de Goya estaba cerca del paisaje del Nuevo Testamento.
La estancia espaciosa y en un plano elevado (según el texto evangélico) muestra una pobreza total. No sólo carece hasta de la más mínima decoración, sino que es pobrísima. Lo único que puede contemplarse son las personas y la acción que realizan. Se trata, además, de una vivienda compartida (una posada de alquiler, tal vez): al fondo, a la derecha, en lugar contiguo, se entrevé otra estancia y un grupo dispuesto a servir o a celebrar también su Pascua. Es decir, no hay privacidad, porque la Eucaristía no es privativa de nadie, y así la vivió Jesús –“Esta es mi sangre que se vierte por la salvación de todo el mundo”-.
No hay tampoco simetría espacial; hay ángulos, esquinas. Porque la ciudad y la vida misma está hecha de ángulos y de esquinas. Lo que, desde luego, nos molesta, hiere la exclusividad y la tranquilidad ficticia del lugar… Pero sí hay grupo e intimidad. Y precisamente lo que se nos dice es que el calor íntimo grupal de la Eucaristía hay que forjarlo en medio de la realidad dura, no al margen de ella.
Del cuadro emana Trascendencia. Una luz inesperada –o más bien un resplandor- viene de lo alto, a la izquierda, revelando una presencia superior que se cierne sobre Jesús directamente. Es posible que esa luz –nube luminosa- se perciba más desde el interior personal que de forma física. Por eso tal vez la experimentan (y miran sorprendidos hacia ella) Juan, al lado de Jesús, y un solo discípulo más, el que se encuentra en primer plano a la derecha con la mano extendida y la túnica iluminada. Pero, de cualquier forma todos reciben esa iluminación que proviene ya directamente de la figura de Jesús.
En el cuadro están los doce discípulos y Jesús. Los apóstoles, de una manera singular. Son tipos rudos y populares que encontramos en la escenografía goyesca. Estan más o menos cómodamente instalados sobre un nivel algo elevado, a la usanza oriental y judía, con posturas absolutamente informales, algunas es difícil escorzo. No hay dos posiciones iguales en todo el conjunto de posturas, de gestos, de manos… La espontaneidad es plena en ellos, porque es plena la libertad. Y, sin embargo, a todos embargan los mismos pensamientos y muy parecida sensibilidad. Están del todo centrados en la palabra y la persona del Señor. Incluso Judas (que aquí no lleva bolsa de dinero) entra también a su manera en el mismo tema.
Los Once tienen una serena belleza excepcional, ninguno es poco grato. Sus rostros o cabezas alternan actitudes de escucha, de entrega confiada, de sorpresa, de interrogante, de meditación,… de fe naciente: toda la gama de actitudes que integran la celebración eucarística.
Todos miran a Jesús. Excepto Judas, en primer plano, con la cabeza hundida, que se cierra trágicamente al sentimiento de los demás.
Sólo Jesús mira al pan y al vino que aguardan sobre la mesa, objeto de su inmediata identificación para darse en comida. Su mirada, que va más allá de la mesa, denota un controlado cansancio y una indudable tristeza –“mi alma está agobiada”-; pero, sobre todo, infinita ternura (sorprendente ternura para un cuadro de Goya) y serena satisfacción de hallarse rodeado de los suyos.
El grupo entero descansa sobre una alfombra ligeramente luminosa. La luminosidad que viene de lo alto proyecta pequeñas sombras amables. Es decir, todo el conjunto de comensales –realizadores de la Cena- está siendo dignificado por Dios y comienza a transfigurarse.
Contribuye a esta visión el colorido dominante del cuadro: los tonos discurren del rosa al amarillo anaranjado pasando por una rica serie de marrones muy gratos. Es decir, nos hallamos en un clima cálido, de colores vivos, realista pero transformador de la situación y de las personas. Y este clima queda aún más resaltado por el contraste con el blanco del vestido de Jesús y del mantel, ligeramente contorneados por una franja azul evocadora de la pureza, la inocencia y la bondad que dimanan del Maestro, porque sólo Él es profundamente bueno.
Como esperaba el viejo marqués mecenas, el cuadro de inmensa y serena pasión religiosa mueve el corazón para adentrarnos con Jesús en el Misterio de la Eucaristía.
De alguna manera todo el mundo estaba allí, incluso físicamente. Es el primer mensaje de la obra: la Última Cena del Señor con los suyos ocurre en medio de un mundo concreto, con él, expuesta a su mirada, abriéndose a él, identificada con el dolor de la pobreza. Y, a la vez, en una intensa y cálida fraternidad. Así y nunca de otra manera tendría que ser nuestra inserción en la Eucaristía. El círculo que formamos es íntimo, pero queda siempre abierto (muy al contrario de lo que ocurría en ritos esotéricos frecuentes durante el XIX español).
Por otro lado, la pintura de Goya invita a despertar actitudes de espontaneidad religiosa; la Cena eucarística es un canto a la libre expresión personal. Ningún ritualismo aparece en el cuadro. Supuesto que nos hallamos unidos y mirando hacia la Trascendencia, la Eucaristía no sólo respeta sino que pide la expresividad informal de cada uno.
No podemos celebrar –vivir- la Eucaristía más que en un clima de sobrecogida naturalidad y sencillez y, a la vez, impresionados por la trascendencia.
¿E
l neoclasicismo de la obra nos sugiere rezar con el poema gongoriano
Glosas a lo divino