Vicente Juan Masip Navarro (“Juan de Juanes”).
Óleo sobre tabla, de 116 cm. x 191 cm. Compuesta en 1550.
En el Museo del Prado. (Hay una réplica en la Iglesia de San Nicolás, de Valencia).
__________________________________________ Antonio APARISI LAPORTA
La representación de la última Cena de Jesús e institución de la Eucaristía por parte de Juan de Juanes es uno de los cuadros más conocidos, que todos los españoles –alguna vez en la vida- hemos visto; seguramente sin llegar a descifrar sus claves de comprensión ni gustar su estética y su mensaje.
Este artista valenciano, hijo del pintor con el mismo nombre, es el más importante de la escuela valenciana del renacimiento, el que llega a dominar la escena pictórica levantina. Vivió entre 1523 y 1579. Se nota en él, sin duda, la influencia de Leonardo y de Rafael, aunque se deja llevar mucho más de la ternura y la viveza de este último, añadiendo rasgos de la pintura flamenca del XVI.
Estamos ante una obra clásica del renacimiento español. Quizás una de las más populares en su época y, desde luego, la más querida y significativa del autor.
E
l lienzo se pinta en Valencia; para el banco del retablo mayor de la iglesia parroquial
de San Esteban (cerca de la catedral).
¿Qué atmósfera religioso social respira la ciudad durante la infancia y juventud de Vicente Juan? Pues, probablemente un clima religioso demasiado fuerte, un tanto apasionado, de exaltación dogmática cristiana pre-reformista. Los reyes han obligado a “la perla del Turia” a ser uno de los puertos de embarque de los judíos españoles que se mandan al exilio en 1492. Éste es uno de los episodios tristes de nuestra dolorida historia, hecho cuyos ecos todavía resuenan a mediados del XVI valenciano.
La población tiene que albergar a la fuerza a familias judías de toda la península; se cruzan sentimientos encontrados: rechazo de la medida política en los espíritus más nobles y brotes xenófobos en muchos otros. Es indudable que los humanistas valencianos (nuestro pintor, y, sobre todo, Juan Luis Vives) simpatizarán con esos judíos expulsados. También –seguramente- toda la familia Masip. Por eso no es de extrañar que el cuadro haga una bella exaltación de trece tipos judíos: Jesús y los discípulos. El anacronismo del cenáculo renacentista tiene aquí un contrapunto hebreo que no aparece en el modelo de Última Cena acuñado por Leonardo (y que Juan de Juanes sigue).
Sin embargo, al mismo tiempo, al realizar el gran retablo de la iglesia de San Esteban, el artista va a pintar a los judíos que apedrean al mártir de la fe Esteban con los rostros más desagradables.
Q
uizás es que coexistían aún esos dos sentimientos encontrados.
Por otra parte, Valencia vive una enfervorizada adhesión a la reciente figura de San Vicente Ferrer, y resulta que este santo ha apoyado durante un tiempo al antipapa Benedicto XIII (en la línea sucesoria de Avignon) que muere en Peñíscola. ¿Tendría este hecho alguna resonancia en el talante liberal valenciano y, por tanto, en Vicente Juan y en su obra? Puede ser una hipótesis.
Digamos que la obra que vamos a contemplar nace en ese complejo ambiente, pero que emerge triunfante de él y sobresale hacia la serenidad y la calma espiritual de una profunda fe en el Misterio eucarístico.
Jesús y los doce discípulos rodean una gran mesa, sentados o de pie, concentrados todos en el gesto del Maestro que alza una hostia blanquísima.
Casi todos los objetos materiales del cuadro son anacrónicos (la estancia, la mesa, las vasijas, el pan consagrado, la cubertería…, todo está muy fuera de aquel tiempo); pero eso es precisamente lo que –en la intención del autor- le da una gran veracidad: la Última Cena de Jesús se hallará siempre por encima del tiempo, en todos los tiempos.
En cambio las actitudes de todos los circunstantes (incluso la de Judás, primero por la derecha) intentan aproximarse a la vivencia sorpresiva y densa de aquella hora; muestran lo esencial de la celebración de la Eucaristía: la admiración y la sorpresa, el amor de Cristo y la profundidad del Misterio. La Hostia es el centro geométrico de un haz de radios que desde la cara de los discípulos convergen en él.
Por otra parte, la policromía –el conjunto vivo de colores- indica que en la escena se concentra toda la belleza del universo, a la vez que la gama cromática y su tonalidad in crescendo hablan de la armonía interior y del calor humano que allí brota.
A
cerquémonos despacio a toda la realidad expresada en la tabla.
Obviamente Jesús centra la escena. Su rostro denota placidez, dulzura y bondad y convicción firme de lo que hace: una acción que surge de su mano en el pecho, es decir, de su interioridad cordial reafirmada por el rojo del manto. No necesita corona visible ni nombre que lo identifique. Su corona es el cielo y la tierra que se abren sobre su cabeza; su nombre, “un hombre entre los hombres”, el Hijo del Hombre, el primogénito de la divinidad.
Jesús expresa la absoluta consciencia de lo que hace: el Pan que da se ha amasado en el corazón cuyo latir siente en su mano sobre el pecho. Entonces el resplandor de la Hostia consagrada, blanquísima, revierte sobre su frente. Y el rostro adquiere una serenidad infinita, extraordinaria armonía y paz (¡a escasas horas de la terrible pasión y muerte!). La mirada alcanza a todos.
El conjunto de los apóstoles (a excepción de Judas) denota una extraordinaria proximidad y atención a Jesús y, a la vez, profundidad y vigor en sus gestos. Son figuras dotados de gran naturalidad.
N
ueve discípulos miran el pan consagrado en la mano de Jesús con emoción, asombro y amor.
A diferencia del cuadro de Leonardo su identidad varonil es perfecta: son quienes son. Acaban de escuchar las palabras de Jesús consagrando el Pan y el Vino; las manos, los ojos y la inclinación del cuerpo de cada uno se dirigen hacia el Señor en formas diversas y complementarias.
Sus manos hablan tanto como el rostro y la mirada. En cinco de los discípulos denotan, ante todo, admiración y sorpresa; en los otros cuatro, devoción y adoración, particularmente en Pedro y Juan, al lado de Jesús, que imitan el gesto de interioridad del Maestro llevando sus manos cruzadas sobre el pecho. (Sólo Judas duda y parece echarse hacia atrás).
Al lado de Juan, Santiago el Menor intenta que Tomás se aproxime al Misterio, lo catequiza y éste parece quedar convencido: su cara amable y bella denota asentimiento, confianza y seguridad en la palabra del amigo. Los demás discípulos miran extasiados.
Los once están siendo transformados interiormente, como lo indica la suave corona de luz sobre sus cabezas (a excepción de la de Judas). Judas tendría que soltar la bolsa de dinero de su mano derecha para poder entrar en el grupo. El nombre de cada uno en la corona que nimba sus cabezas indica la identificación espiritual con la realidad que allí se vive. Judas no tiene corona, su nombre se escribe dolorosamente sólo en el banco donde se sienta.
L
os movimientos espontáneos y asimétricos nos sitúan, en fin, muy lejos del ritualismo, en una atmósfera de gozosa libertad
individual.
El cuadro tiene tres planos de profundidad en los que se sitúan los diversos elementos que lo componen e interpretan; los tres revelan la teología de la Cena.
El primero lo constituyen la gran jarra y la jofaina para el lavatorio de los pies, porque la condición de la Eucaristía es la humilde servidumbre hacia los hermanos, haberse agachado ante ellos para limpiar y aliviar el polvo y el cansancio del camino. El pintor ha querido dejar esos utensilios dispuestos para un próximo servicio: la Última Cena es sólo la primera de las que han de seguir. Echamos en falta sólo el lienzo o toalla que complementa el lavatorio.
E
l segundo esta formado por la mesa y la comida y la acción en torno a ella (no al margen). Sin mesa, sin comida juntos, no
hay Eucaristía.
Se trata de una larga tabla dispuesta para la cena, cubierta de un blanco y resplandeciente mantel adecuado para un banquete renacentista. Es decir, una idealización sentida de la trascendencia del momento que se está viviendo.
T
omada de ella por la mano de Jesús la Hostia grande, redonda, blanca y plana (no un trozo del pan de la cena).
El anacronismo nos remite a la vivencia habitual de la liturgia eucarística usual y, con toda probabilidad, a la Forma consagrada y visible que ya en ese momento constituía el centro solemne de la Procesión del Corpus Christi por las calles de la ciudad; procesión de la ciudad de Valencia, única en belleza y afirmación creyente (sin duda la más notable de las que se celebran en España), fiesta mayor instaurada allí en 1355, a la que se suma el pintor con este cuadro.
Dominando el espacio circundante, esta Hostia Pan Cuerpo del Señor viene a expresar en el lienzo una clara intención de indicar la trascendencia de las especies eucarísticas y la invitación a la Comunión (no frecuente en aquella época en la que nadie en la ciudad dejaba de asistir a su celebración y al culto procesional del Corpus Christi).
Sobre la mesa el ancho y precioso cáliz valenciano –el santo grial- de la Catedral conservado con amor y fe ingenua pero rotunda: una joya patrimonio de un pueblo (donado a la ciudad en 1424 por el rey Alfonso VI de Aragón, el Magnánimo). Juan de Juanes reproduce con exactitud la pieza cuya parte superior (de ágata) se considera la reliquia que da nombre al conjunto.
C
on esta pintura el autor apoya, sin duda, la fe del pueblo en la veracidad de la reliquia que guarda y venera en su templo
catedralicio.
Y junto al sorprendente tamaño de la bandeja de cobre (una patena inmensa para la liturgia), cinco panes: los cinco panes que preceden a la multiplicación de los panes y los peces en el evangelio según Juan. Por consiguiente, desde esos dos elementos, el mensaje de la universalidad del don de la Eucaristía: “comieron y se saciaron todos”.
El tercer plano se pierde en lontananza, pero rodea a todo. Primero, la arquitectura renacentista: la más solemne obra surgida hasta ese momento de las manos hacendosas del hombre; después, la tierra y el firmamento. Es decir, los dos marcos más adecuados para situar el Misterio eucarístico. El cielo que se divisa no es nocturno, más bien parece el amanecer. Lo que allí sucede se abre hacia la luz y la esperanza.
Estamos lejos aún de la técnica tenebrista barroca. Todo el lienzo emana luz (aunque los dos extremos superiores entren en penumbra. Domina un ocre suave que comienza pálido (casi amarillo) en las figuras de los extremos inferiores, y va subiendo de tono hacia la gama de naranja, marrón y rojo, ligeramente combinado con el verde oliva de algunas túnicas. Es decir, se trata de una policromía caliente y cercana al natural. En todo caso, la armonía cromática invita a situarse cómodamente en la contemplación de la escena.
Más aún. El tono luminoso y de colores cálidos que domina la composición, cohesionada por el blanco del mantel, nos hace sentir la corriente de amor y de claridad del acontecimiento. Por eso, tal vez, se ha abandonado en esta obra el sfumato de Leonardo que aquí no procede (y que en la Cena de Da Vinci produce una sensación extraña de misterio o enigma).
La tabla de Juan de Juanes es una honda y acertada catequesis sobre dimensiones fundamentales del hecho eucarístico, más que sobre la misma Última Cena de Jesús en Jerusalén. Temas permanentes –aunque no todos- de la Eucaristía surgen en la contemplación del lienzo.
La Eucaristía siempre la celebramos sobre el cielo y la tierra juntos; y en la tierra debiéramos celebrarla dentro de un clima real de armonía interior y de símbolos respetados en su estética. Así es la obra de la Creación y la gloria del Señor. Es “la Misa sobre el mundo” de Teilhard de Chardin, el “Medio divino” que nos sobrecoge.
¿Entramos en ella en esta realidad divina del mundo? (¿o únicamente como quien va a un templo y cumple un acto religioso sin otra mirada agrandada y trascendente?
La Eucaristía es siempre Comunión del Cuerpo de Jesús hecho Cristo, el Hijo del Hombre ungido del Espíritu, su Espíritu mismo que se nos dona y tiende a conformarnos a su imagen interior cuando comulgamos. “Éste es mi Cuerpo”, “Éste es el caliz de mi sangre”…
¿Cómo escuchamos y contemplamos nosotros esas palabras de la Eucaristía?
¿Vivimos así los cristianos el momento íntimo de recibir el Pan y el Vino consagrados? ¿Proseguimos en nuestra vida la adoración eucarística?
La Eucaristía es incondicionalmente fraternidad servidora. No se puede situar en otro contexto que no sea el servicio humilde y real a los hermanos y a los hombres.
¿C
on qué actitud de servicio celebramos nosotros la Cena?
Somos nosotros los discípulos del cuadro que contemplamos. En síntesis, el cuadro nos llama. Nos invita a entrar en él. Todo debe continuar con nosotros.