31    ICONO de la AMISTAD
       ( El Buen Amigo; Cristo protegiendo al Abad Mena )


Anónimo. Monasterio de Baouit
Icono oriental en tabla (enmarcado en madera). Siglo VI-VII
Museo del Louvre (Sala Arte copto).
____________________________________ Laura ROMERO SÁNCHEZ

 
Epouro,  himno copto.

Aproximación a la obra

Vamos a contemplar un icono copto encontrado entre los restos de un monasterio cristiano egipcio, en Baouit (en la rivera izquierda del Nilo, a unos 20 Km. al sur de Achmounein).

Según las excavaciones del arqueólogo Jean Clédar realizadas en 1900, fecha del descubrimiento del monasterio, se cree que en el centro de este recinto, y orientadas hacia el este, había dos iglesias separadas por muchas salas, denominadas iglesia del norte y del sur.

Resulta difícil imaginar la vida de aquellos austeros monjes en medio del desierto, en especial la del abad Mena.

El único dato que tenemos sobre él es que era Superior de dicho monasterio, y que vestía de forma semejante a como aparece en el icono. Pero aparte de eso, todo lo que gira entorno a él es hipótesis. Y, en realidad, importa poco. Basta saber que era un hombre y que, sin duda, creía en la presencia amable de Jesús a su lado.

Sabemos que su nombre tiene origen faraónico. El nombre Mena (o Menas) es muy egipcio. Y no deja de ser curioso que sea también el anagrama de la palabra “amén”.

En el siglo IV hubo un soldado egipcio llamado Mena, que fue martirizado en Alejandría. Su cuerpo, transportado por camellos, fue enterrado en el desierto, donde se construyó una iglesia de peregrinaje, pero no sabemos si esto tiene algo que ver con nuestro abad.

Sí que interesa recordar aquí la espiritualidad de los iconos orientales, que, sin duda, acompaña a éste. Cuando el arte copto se convirtió al cristianismo (a partir del siglo V) empezó a incorporar a sus obras temas religiosos. Así surgió allí el icono. Para el cristiano ortodoxo el icono es una imagen sagrada portátil objeto de veneración y culto, de igual forma que las reliquias de santos y mártires. Para ser perfecto el icono debía ser consagrado en una ceremonia con el Santo Crisma.

Desde ese momento estas obras adquirieron allí una gran importancia religiosa. Estaban situadas en las iglesias, en la parte que separa el coro de la nave.

En el siglo V se crea un estilo innovador basado en la alteración de las proporciones y medidas antropofísicas, de ahí los rasgos del cuadrado. El Icono de la Amistad incorpora ese estilo.

Comprensión y conocimiento de la obra

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a) En cuanto al conjunto

La obra de Cristo y el abad Mena esta enmarcada en un soporte cuadrado de madera noble, que era el material típico de la época para hacer iconos.

A primera vista, lo que más destaca en él es el tamaño: Jesús es algo más alto que el abad; así mismo sus cabezas desproporcionadas, los ojos grandes, el rostro singular, las letras de alrededor, el brazo desmesuradamente largo del Maestro ... Podríamos decir que en tan corto espacio hay muchos elementos que llaman la atención, y que son características propias del arte copto.

Ambos personajes aparentemente permanecen estáticos, con postura frontal y actitud hierática, no porque carezcan de espiritualidad, sino todo lo contrario, porque la tienen en exceso. Hay varios aspectos importantes en la tabla: los pies (apenas visibles), las manos, el rostro… Pero, sin duda, lo más notable es el gesto amigo de Cristo, cálidamente humano, sin precedentes (ni antes ni después en la iconografía cristiana de Oriente y de Occidente). Estamos ante algo único.

Por otra parte, resulta difícil enmarcar a los personajes en un ambiente concreto, pero por los colores de la obra, podíamos decir que se encuentran en un paraje natural, solitario, no sabemos si cercano al monasterio, que se reconoce por las colinas verdes y marrones que comienzan a la altura de la barbilla de los personajes, y por el verde dorado del camino que aparece a sus pies.


demás, el medio celeste que contorna a las coronas de ambos tiene el color naranja-amarillo del sol.

En el centro superior del cuadro hay una cruz, encerrada en una pequeña “corona”, lo que es propio de manuscritos griegos y coptos. Además, a la izquierda de Cristo, en el cielo, podemos leer el epíteto “salvador”, y a la derecha del abad, comenzando con el signo de la cruz, una inscripción: “Apa Mena Prior”, que curiosamente se repite mas abajo, a la altura del hombro. De modo que ya sabemos perfectamente quien es cada personaje; el autor de la obra se encargó muy bien de hacérnoslo ver.

b) En cuanto a las figuras

Jesús

Cristo viste una túnica y un amplio chal de color marrón. El chal sirve como mantón, pues está colocado sobre la axila derecha, recubre el hombro izquierdo y recae sobre este brazo, que está doblado porque sujeta un libro que probablemente es el de los evangelios, encuadernado en amarillo-oro, adornado con perlas y gemas y que se cierra con dos cierres visibles en forma de “x”, sobre dos cantos del libro. Es decir, un libro que merece la máxima valoración y estima.


a otra mano aparece sobre el hombro derecho del abad en señal de acompañamiento y protección, y de una inmensa familiaridad con el personaje que tiene a su lado.

Si nos centramos en la cara de Cristo, podemos destacar muchos rasgos de enorme interés: la cara es un óvalo regular que indica perfección y equilibrio e infinita serenidad (a diferencia de la del abad Mena que es más alargada, y, en consecuencia, un poco tensa); toda ella esboza una suave sonrisa (que de forma más ligera se contagia al abad). Uno y otro tienen las cejas arqueadas, prolongadas por una larga nariz y grandes ojos almendrados, fuertemente subrayados de un trazo negro y ojeras verdosas. Sobre todo, son los ojos los que hablan con una extraordinaria elocuencia.


l contorno de ellos, tan marcado, refuerza según el arte copto, el sentimiento de unidad interior que caracteriza a los santos.


demás el nacimiento del parpado esta indicado por una fina línea de oro.

Ambas figuras llevan bigote y barba; en Cristo las dos cosas muy finas, que contrastan con el espeso cabello ondulado y castaño, dividido por una raya y que recae sobre el hombro izquierdo.

Algo curioso de la obra que conservamos (y de las copias que se han hecho de ella) es que a Cristo no se le ven los pies; sin embargo, en el cuadro original que fue descubierto en 1901-1902 si se veían los pies desnudos del Señor, al igual que los del abad. Por tanto, habrá que tener en cuenta este detalle significativo que muestra la humanidad de Cristo, ese ponerse a la altura del hombre que vive descalzo, abajándose a esa pobreza.

Así se presenta él originalmente en este cuadro, con los pies desnudos, haciéndose uno de tantos, sintiendo la humanidad del más pobre, acercándose a cualquier hombre o mujer; y no sólo se hace igual, sino que también se abaja a los demás, como hizo en la última cena con el lavatorio de los pies (Jn 13,1-20).

Pese a su condición divina, Él sabe hacerse el más humilde de todos. Y experimentar esa condición no es nada fácil: supone negarse a contemplar satisfecho lo que uno es, dejar de lado todo lo superficial y lo que no importa, y, en fin, ponerse al servicio de lo demás.


risto al morir en la cruz y entregarse por nosotros, se abajó a los pies de cada hombre, como ejemplo de humildad, de amor, de dar vida.

Y el que el abad tenga también aquí los pies descalzos significa un seguimiento de Jesús, un querer ser como El, e intentar vivir como el vivió; lo cual, desde luego, no es nada fácil, porque supone renunciar a muchas cosas y lleva al compromiso con Él, con el que más te ama, el que todo lo perdona y todo lo puede.

Menas

La figura del abad es interesantísima por su porte noble, sencillo y absolutamente confiado en la amistad que le muestra Jesús. Se deja llevar de ella con plena satisfacción. Eso es lo importante.

Tiene un bigote y una barba más poblada y de color gris (que se une al pelo liso por un pequeño flequillo), lo que indica que es de mayor edad; tal vez, que viene cansado. Es un hombre maduro, incluso cerca de la ancianidad.

Se le pueden ver las orejas, que necesita tener abiertas para oír y escuchar bien (mientras que Cristo las mantiene ocultas por el pelo). En general, el rostro del abad está algo más demacrado, pero guarda su entereza.

A parte de esto, ambos tienen tras de sí una aureola amarilla, con un hermoso borde oro-rojo. En la aureola de Cristo hay una cruz de tinte gris, mientras que la del abad no posee nada en su interior. Si alguien al ver el cuadro tuviera alguna duda acerca de quien es quien, este rasgo lo aclararía todo.

Hay una parte de la figura del abad muy notable: su ropaje. El abad viste una túnica de color oro-amarillo, adornado con dos pasamanos de color oro-rojo que descienden verticalmente por el hombro hasta la base del vestido, donde aparecen bordados puntos en oro-rojo, formando un rombo. Por debajo se puede apreciar que el abad lleva otra túnica de color blanco, también adornada con dos pasamanos de oro-rojo, continuando los de la túnica de encima, sobre los pies desnudos. Es decir, está vestido ricamente; enriquecido por Cristo para ejercer la función litúrgica y de pastor de su comunidad.

Fijémonos que con la mano derecha el abad hace la señal de la bendición de Cristo, mientras que en la izquierda lleva un rollo, que -según muchos piensan- contiene las reglas del monasterio.

Contemplación y oración sobre la obra

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La mirada de Cristo, esos ojos grandes, marrones, con grandes ojeras… ¡qué maravilla!. Es de esas miradas que llegan hasta lo más profundo de uno mismo aunque no quieras (muy semejante a la del icono de San Damiano).

Ambas figuras parecen estáticas, sin embargo en ellas se puede descubrir sentimientos contrapuestos y complementarios. La mirada del abad, la forma de su rostro, su complexión, transmite cierta perplejidad y sorpresa: la misma que experimentamos cuando entramos dentro de nuestra propia realidad personal, tan frágil e imperfecta, y, sin embargo, nos vemos acogidos incondicionalmente por un amigo…, y por un amigo que es el Señor, Cristo Jesús. Nos recuerda aquel encuentro de Pedro en el lago de Genesaret, cuando el Maestro resucitado le dijo: “Pedro, ¿me amas?”, y él no sabía qué responder.

El personaje del abad puede perfectamente ser cualquier hombre o mujer que en algún momento de su vida ha sentido miedo al verse en soledad, y, a la vez, se ha visto rodeada esencialmente de la presencia de Dios. Hay tal vez un poco de ese miedo a lo desconocido, al riesgo de algo que nos sobrepasa.

Quizá fue esta la conclusión a la que llegó el abad Mena. De ahí esa cara de asombro, en contraposición a la de Cristo. Pero, al mismo tiempo, ha logrado que sea sereno, de tranquilidad y confianza. Los ojos reflejan la seguridad, el cariño, la humildad, la entrega, la gratitud, el amor… que le trasmite Jesús. El amor que está recibiendo de un amigo.

En todo momento -y como bien refleja la mirada feliz y el gesto de Cristo- Él acompaña. Todo es Palabra: “No temas, soy yo”. “Os he llamado amigos”. “He aquí que yo estoy con vosotros hasta el final” “Vendremos a él y haremos morada en él”…

No cabe duda: el aspecto más destacado del cuadro son la mirada y el rostro de las dos figuras, y el brazo amoroso de Cristo. Desde ahí todos somos ese buen abad Menas.

La realidad es que Cristo se hace presente en todos los momentos de nuestra vida, aunque a veces estamos tan centrados en otras cosas que no nos damos cuenta que está delante de nosotros; pero en esa debilidad, en esa dureza de la vida Él no nos abandona. Y lo mejor de todo, es que te quiere tal y como eres, con tus cualidades, tus defectos y tus debilidades, gratuitamente.

Puede que el Abad Mena se sorprendiera de tener tan cerca a Cristo, porque ¡cuántas veces dudamos de su presencia hasta que no la descubrimos…! Ahora comprendemos que ante Jesús desaparecen las barreras que establecen y se empeñan en mantener los hombres. Sólo queda la más verdadera y entrañable amistad.

¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
Que a mi puerta, cubierto de rocío,
Pasas las noches del invierno oscuras?

¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,
pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío,
si de mi ingratitud el hielo frío
secó las llagas de tus plantas puras!

¡Cuántas veces el ángel me decía:
«Alma, asómate ahora a la ventana,
verás con cuánto amor llamar porfía»!

¡Y cuántas, hermosura soberana,
«Mañana le abriremos», respondía,
para lo mismo responder mañana!

¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?
(Lope de Vega)

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