Anton Van Dyck
Óleo de 131 x 198 cm. Compuesto en 1618
Barroco flamenco de la escuela de P.P. Rubens
En la National Gallery of Canada, de Otawa
_______________________________________
Antonio APARISI LAPORTA
Anton Van Dyck (1599-1641) tiene una vida corta pero intensa, centrada en su ciudad natal, Amberes (aunque pasa algunos períodos largos en Italia y en Inglaterra en función de su perfeccionamiento artístico y de su producción). Es importante situarlo en el clima humano que viven los Países Bajos: el Norte (Holanda) abraza la Reforma, mientras que el Sur (Flandes) es reconquistado para la Contrarreforma y vive una fuerte exaltación religiosa, confiándose a los pintores católicos la misión de plasmar en imágenes la espiritualidad y el fervor cristiano romano. Amberes es el centro de la escuela barroca flamenca y ahí se encuentra como referencia mayor el taller de Pedro Pablo Rubens al que se incorpora Van Dyck (cuyo nombre neerlandés significa “roble” o “encina”, es decir, árbol de raíces inconmovibles).
Casi desde los diez años comienza a pintar seriamente (entre los 14 y los 22 años pinta unos ciento sesenta cuadros importantes). Éste, Dejad que los niños se acerquen a mí, de clara referencia a los pasajes evangélicos que narran el trato de Jesús con los niños, lo realiza cuando tenía apenas 19 años, saliendo aún de la adolescencia y, sin embargo, ya con extraordinaria perspectiva teológica; fruto no sólo del ambiente (que justificaba la pintura bíblica del Nuevo testamento) sino también de la fe juvenil expresada en su pintura. Por estas fechas consigue ingresar en el Gremio de San Lucas de pintores flamencos.
El cuadro lo realiza tal vez por encargo de una familia amiga que quiere conmemorar así la Primera Comunión del hijo mayor. (Durante algún tiempo se pensó que esta familia pintada –figurada en el lienzo- era la de su amigo y maestro Rubens). El tema no era frecuente en la iconografía del arte cristiano; tampoco en el barroco. Casi con seguridad Nicolás Maes se inspiró en esta obra de Van Dyck para hacer el suyo con el mismo motivo años más tarde.
Cualquier espectador se encuentra muy a gusto en la contemplación de este cuadro por el colorido claro y vivo y la amabilidad de las figuras; quizás, sobre todo, por la viveza de los niños. El pintor lo amplió, una vez ya terminado, y deja constancia de que lo rectificó (queda la sombra de un rostro borrado entre las cabezas del padre y de la madre, con el mismo peinado de la señora). Quiere esto decir que cuidó con detalle su obra.
E
stamos en pleno renacimiento artístico con un barroco flamenco bellísimo que recuerda en buena medida a Rafael.
La escena expresa con bastante fidelidad el texto de los evangelios (Mt 19, 13-15; Mc 10, 13-16 y Lc 18, 15-17) donde se narra la reacción de Jesús rodeado de niños, benidiciéndolos y acariciándolos ante la incomprensión de los discípulos, y pronunciando las palabras “dejad que los niños se acerquen a mí y no se lo impidáis, porque de ellos es el Reino de Dios”.
T
odo sucede en un primer plano, con mayor o menor cercanía de las figuras que se
distribuyen en dos grupos diferenciados:
Está formado por Jesús y tres discípulos, con un tono global más oscuro, siendo el Señor el centro (del grupo y del cuadro), con predominio de los colores que van del rojo bermellón (símbolo de amor) al oscuro del fondo, pasando por el bellísimo marrón ocre de la túnica del apóstol que da la espalda (posiblemente Pedro), en un espléndido virtuosismo de pliegues.
Los rostros nos trasladan a la estética majestuosa del Renacimiento, expresando en Jesús una inmensa y serena amabilidad y en los apóstoles del inmediato
segundo plano el grave asentimiento a la escena y, por tanto, al gesto de Jesús; mientras que la postura de Pedro manifiesta sorpresa e indecisión.
-
Lo constituye no un conjunto de madres y niños (como en el cuadro de Maes), sino una sola familia; sin duda de la época del pintor: los padres y cuatro niños, dos de estos en edad consciente, capaces de entender el mensaje e incluso la presencia del Señor y los otros sin haber llegado al uso de razón.
Este grupo, extraordinariamente cercano en la fisonomía, destaca en la obra por la luminosidad y policromía grata, especialmente por los tonos azules y blancos rosados. es, sin duda, el conjunto que identifica al cuadro y muestra lo más importante y original de la pintura de Van Dyck: la representación de las personas en su individualidad (no en rasgos comunes), la percepción del ser humano con sus rasgos típicos que lo hacen único e irrepetible. Cada uno es quien es; no asume otra personalidad.
El autor hace un retrato fiel. Los niños mayores entran en la catequesis con la atención y hondura de que son capaces; el bebé, con el chupete propio del momento, es parte de la madre, y el de 2 ó 3 años, ataviado con el collar de corales, está –como era explicable- distraído en su pequeño mundo, aunque seguro en el medio cálido que lo envuelve y en el que (sin darse cuenta él explícitamente) se halla presente también Jesús en virtud de la clara relación emotiva que lo une con sus padres y hermanos y que vincula a estos con el Señor.
Quienes expresan una relación más segura y gozosa con el Señor son –como era de esperar- los padres, felices que sentir a sus hijos bendecidos por Él. Sus rostros son elocuentes. Pero el Misterio queda mejor revelado tal vez en los niños: en los gestos de los mayores y en la luminosidad de los pequeños que invade toda la escena.
Van Dyck conoce, pues, muy bien la psicología infantil y no desconoce el arte cristiano de la catequesis bien hecha. Y ambas cosas son muy notables si recordamos que realizó este cuadro cuando tenía sólo 19 años.
Detalles característicos y reveladores de la composición son, en primer lugar, el juego de miradas interrelacionadas que van conduciendo al mansaje final, y, por otra parte, las manos. Hay catorce manos en el cuadro. Todas ellas hablan, acompañan al pensamiento y a la emoción que definen a cada figura. El espectador puede hacer un recorrido de todas ellas, comenzando quizás por la mano extendida de Jesús sobre la cabeza del niño en un gesto de protección, admiración, respeto, delicadeza y ternura… de parte de sí mismo y de parte de Dios, asumiendo a la vez la referencia a los niños que tienen esos padres.
L
as líneas del cuadro claras y exquisitas contribuyen a prestar al lienzo elegancia y brillantez.
El pintor, al compaginar en las imágenes dos mundos distantes por el tiempo y la cultura, ha hecho en realidad una labor hermenéutica: ha extendido la persona, la obra y la palabra de Jesús más allá de “aquel tiempo”, a todos los tiempos; lo ha hecho absolutamente actual y, al mismo tiempo, respetuoso de la individualidad de cada ser humano. No hay dos mundos distintos sino un solo.
Este movimiento expresivo (plástico) es un quehacer continuo de nuestra fe: Cristo ayer y hoy; es decir, Cristo tiene una inmensa actualidad para mi persona y mi vida. Y para experimentarlo, seguramente basta que yo entre en la misma sintonía de pensamiento y de corazón que es la suya.
En concreto, el cuadro me invita, por un lado, a retornar al misterio salvador de mi infancia siempre bendecida por Dios como origen verdadero del ser más verdadero; por otro, a contemplar a los niños con una admiración y con un respeto infinitos, participando del acto divino de bendecirlos, de confiar en que con ellos –si sabemos cuidarlos- se nos aproxima el Reino de Dios, el orden nuevo de una humanidad restaurada por la confluencia de la gracia divina y de la inocencia original.
Si somos cristianos y nos sentimos miembros de la comunidad eclesial la obra que contemplamos nos llama también a desarrollar algo tan precioso como la unidad familiar expresada en el lienzo y como la tarea delicadísima de mostrar a los pequeños la presencia cercana y amable de Dios en el seno de nuestras vidas.
H
ago, entonces, la plegaria del poeta pidiendo al niño que me mire… para que pueda volver a vivir.