Bartolomé Esteban Murillo
Óleo sobre lienzo, de 179 x 235 cm. Compuesto entre 1665 y 1675
Barroco andaluz.
Birmingham. Barber Institute.
__________________________________________________Rosa ROBLES RAMOS
Según el Evangelio de San Juan (2; 1-11) Jesús, en compañía de su madre y sus discípulos, asistió a una boda en Caná. Al faltar vino, Jesús realizó su primer milagro: la conversión de agua en vino, lo que motivó la reprimenda del maestresala al novio: "Todos sirven primero el mejor vino, y, cuando se ha bebido bastante, el peor. Tú has guardado el buen vino hasta ahora".
Murillo pinta esta obra en Sevilla, casi a la vez que realiza la serie de pinturas del Hospital de la Caridad. El pueblo sevillano gozaba de una aceptable cultura bíblica (evangélica); su sentimiento religioso en este último tercio del siglo XVII era muy intenso e incluso extremado en un sentido de triunfo de la fe. Quizás por ello se observa en la obra que contemplamos –desde el punto de vista formal- un deseo de situar la religiosidad en espacios amplios y profundos, con planos de mucha luz en el fondo abriéndose paso en la escena. Además, con una arquitectura de gruesos muros y pilares macizos (expresión indudable de firmeza). Pero, a la vez, en una planta baja algo sombría y fresca como la de las mejores casas sevillanas, en donde podía discurrir amablemente la vida de relación amistosa.
El cuadro es excepcional dentro de la producción del pintor. No tenemos otro con el mismo motivo evangélico, siendo tantas y tantas las versiones que hace de otros temas de la vida de Jesús. Por otra parte emplea este tema pare realizar una de sus obras con mayor número de personajes, unos veinte; lo que es bastante notable.
Es decir, hay una intención evidente en toda la obra de mostrar la dimensión festiva de la presencia de Jesús en la existencia. Dice el texto evangélico que se celebraba en la aldea vecina de Caná de Galilea una boda campesina, y que Jesús, invitado a ella igual que su madre, fue allí con sus discípulos… Y se señala que él –el joven Maestro- estaba iniciando su andadura pública, ocurriendo en este momento el primero de sus grandes signos reveladores: un milagro que acentuaba la fiesta vital, la abundancia de bienes y la novedad que iba a suponer su camino y su predicación.
La escena –de hermosa policromía- se desarrolla en un interior de clara inspiración clásica. Una gran mesa sobre la que se sientan los invitados preside la composición, distribuyéndose a su alrededor más de veinte personas muy diversas. En el centro se hallan los novios, inundados por la luz blanca y potente que se dirige hacia los cántaros de primer plano, verdaderos protagonistas del acontecimiento. En la izquierda aparece Jesús en el momento de realizar el milagro, acompañado por María. Los sirvientes se disponen a echar agua en las vasijas mientras el maestresala –un tanto molesto- dirige su mirada a los comensales. Las figuras se disponen en planos paralelos con lo que se aumenta la sensación de profundidad.
La fuerte luz del exterior penetra desde el fondo por la izquierda, indicándonos que se trata de un claro día; atraviesa diagonalmente la composición hasta el primer plano. El denso grupo de los comensales se abre ante nosotros para darle paso y dejarnos ver a los recién esposados en el centro de la mesa…
T
ras el ventanal de la derecha se insinúa un paisaje urbano arquitectónicamente bello.
La iluminación utilizada por el maestro configura un sensacional efecto atmosférico, diluyendo los personajes del fondo de la misma manera que hace Velázquez.
La pintura no es cruda; está dulcificada, incluso en las tonalidades de los invitados, que contrastan con la vestimenta que llevan los desposados (de tonos suaves al pastel) y con los manteles de las mesas. Es decir, la policromía es amable, en ningún caso estridente, y viene dominada por los bellos ocres y verdes de los cántaros del primer plano.
Todo el ambiente rezuma fiesta y, desde luego, ninguna tensión y menos tragedia. Se celebra un banquete, un verdadero festín (muy a la usanza de la clase rica sevillana). Con una mesa repleta: gran pastel coronado de flores, viandas y frutas, una rica vajilla de plata y cristal, y algunas flores esparcidas entre las que no faltan los olorosos jazmines.
Murillo emplea vestidos orientales en algunos personajes, mantos, turbantes o una preciosa tela en la mesa que contemplamos a la izquierda, lo que podría indicar la relación de Sevilla con el mercado oriental durante el siglo XVII. (El empleo de estos vestidos, la amplitud del escenario y el gran número de figuras empleadas traen a la memoria las escenas de Veronés).
El pintor no renuncia a recoger todo tipo de detalles, especialmente en primer plano, creando un estilo personal de gran belleza. Merece subrayarse entre ellos el verdadero muestrario de cántaros de barro que nos ofrece, delatando un curioso interés por esta industria artística local de tan hondo sentido humano (la alfarería). Aunque, sin embargo, a la izquierda, este arte popular es reemplazado por un rico jarrón con botones de esmalte (del estilo del que se conservan aún no pocas de orfebrería en las iglesias sevillanas).
N
o debemos olvidar el interés del autor hacia los gestos, expresiones y actitudes, demostrando su maestría en el manejo de
este asunto.
Ante todo conviene conviene señalar el marcado contraste de dos grupos: el del primer plano, compuesto por los servidores y el maestresala que se afanan en resolver el asunto de la falta de vino y de la novedad del inexplicable excelente vino nuevo, personajes inquietos que no acaban de entrar en la escena; y, por otra parte, el que forman Jesús y María, algunos discípulos cercanos y los mismos novios, un grupo tranquilo, sereno y en todo caso expectante. Los pies de Jesús y el perrillo a su lado acentúan esta serenidad. Hay que decir que todos estos ocupan un segundo plano discreto, quizás indicando que los hechos verdaderos no requieren alteración alguna.
Ahí la figura de Jesús –su mirada y su mano derecha medio abierta- denota una inmensa y tierna bondad al mismo tiempo que la mayor naturalidad, sin el más mínimo exhibicionismo; perfectamente acompañado de la Virgen y de un discípulo, aún más discretos.
Casi en el centro de la mesa destaca la novia bellísima (la Virgen ha cedido su belleza a esta joven) que alhajada con ricas joyas, luce en su cabello una rosa (ofreciéndonos así Murillo uno de los testimonios gráficos más antiguos de esta costumbre tan andaluza y en uso).
Entre los demás personajes, dos que son de algún modo el sello del autor: un niño que asoma entre los novios y un hombre de raza negra que actúa como el resto.
El acontecimiento de las Bodas de Cana y la conversión del agua en vino, narrado por Juan, tiene significados muy hondos que trascienden on mucho al simple gesto de Jesús de atención y delicadeza (con unos esposos en apuros -“faltó el vino”-) y a la manifestación de poder preternatural.. El mismo evangelio designa al hecho con la misteriosa palabra de “signo” (“éste fue el primero de los signos que hizo Jesús”). ¿Signo o expresión de qué? Sin duda de asuntos muy importantes para nuestra vida.
El cuadro –con más o menos consciencia de ello- nos ayuda a encontrar una respuesta. Por una parte, el Señor da a la vivencia de la fe en él un verdadero clima de fiesta que no debe agotarse: la fiesta de una comunidad unida, festiva y abierta, que forma cuerpo con la entraña de la Iglesia (con Cristo, María, los fieles discípulos...). Es decir, lo que nace aquí es el Reino de Dios, un universo humano lleno de cordialidad, de justicia y de abundancia suficiente para todos. A eso vamos con Él. Las imágenes de Murillo nos interrogan, pues, sobre el nivel de gozo y de vida comunitaria que informa a nuestra fe en medio del mundo cotidiano. ¿Tenemos ya de alguna manera la experiencia del Reino de Dios con nosotros?
Por otra parte, la escasez del vino y el dato de que los cántaros de agua servían para el oficio humilde de las abluciones rituales están hablando de una etapa de pobreza espiritual (la del Antiguo Testamento judaico) que acaba, que debe acabarse. Hay una velada crítica a las instituciones religiosas que no han dado de sí exuberancia, que han atado y reducido las posibilidades del hombre. Y esta crítica siempre está vigente. Bajo esta perspectiva la formidable imagen de los cántaros y de los servidores intentando llenarlos de agua cuestiona nuestra tendencia a ser más religiosos que creyentes, más practicantes de ritos que seguidores de Jesús.