Juan de Flandes
Óleo sobre madera. Compuesto en 1500.
Renacimiento español-flamenco.
En el Metropolitan Museum of Art de Nueva York
__________________________________________________Anabel HERNÁNDEZ HERNÁNDEZ
La tabla que vamos a contemplar forma parte de un hermoso pequeño retablo. Representa el primer milagro de Jesús: la transformación del agua en vino durante unas bodas en Caná de Galilea (aldea cercana a Nazareth), acontecimiento descrito en el Evangelio de San Juan (II, 1-12). Sin embargo, al menos en cuanto al motivo inmediato de la realización, pudiera ser una alegoría del matrimonio entre Juan de Castilla, hijo de los Reyes Católicos, y Margarita de Austria, hija del Emperador del Sacro Romano Imperio, Maximiliano de Austria; interpretación a la que darían pie los escudos de armas que cuelgan de las vigas del techo. (Se trataba, sin duda, del matrimonio de Estado más importante de la época, en 1497; uniendo dos casas reales y dos culturas).
El autor, Juan de Flandes, era ya, desde 1496, el pintor oficial de la reina Isabel la Católica, entusiasta de la pintura flamenca e iniciadora de la gran afición por las colecciones de pintura en la Corte española.
Juan (¿Annekin –“el pequeño Juan”- Veranneman?), discípulo quizás de Hans Memling en Brujas e intérprete prinvilegiado de Van der Weyden, entra al servicio de la reina y realiza la mayor parte de su obra por encargo de ella, con quien está muy unido artísticamente. En particular, pinta el retablo portátil (o Políptico de Isabel la Católica) con cuarenta y siete tablas dedicadas a la vida de Cristo y de la Virgen. Una de ellas pudiera ser la que vamos a contemplar. (Otros retablos suyos son los de la Cartuja de Miraflores, Catedral Vieja de Salamanca, etc.)
El museo Metropolitano de Nueva York es afortunado por tener pinturas representativas de dos fases de Juan de Flandes: “Las bodas de Caná” y “Cristo apareciendo a su madre”.
La obra contrasta dos líneas pictóricas: el gusto por el realismo y el detalle de las escuelas flamencas, y, por otra parte, la inspiración en las formas de la Antigüedad clásica y en la idealización de la pintura italiana renacentista. Es decir, nos hallamos ante una síntesis muy bien hecha.
Sorprende la escena por el anacronismo que supone el diseño del espacio arquitectónico: se trata de una estancia renacentista casi palaciega, de altos techos, espacio abierto y geometría rectangular, con una extraña puerta o vidriera de verde esmeralda al fondo, que evoca, quizás, el lecho matrimonial… (el verde siempre es símbolo de esperanza). La sala combina elementos de las culturas holandesa y española. El pueblo que se adivina a través de los espacios abiertos es nórdico, pero las tinajas son castellanas.
Lo importante a señalar es que aquí todo es apertura y comodidad visual, aunque el cuadro enfoque sólo el extremo de la mesa; medio colocando a Jesús y a su Madre (y no a los novios) en la presidencia de la misma.
La policromía es de tono cálido predominante (tendiendo al naranja, ocre y rosa, contrastada con el oscuro de los trajes de la Virgen y de Jesús). Esto acentúa el intimismo de la escena.
L
a suave luz del día entra por la izquierda, y, sin embargo, los rostros (que le dan la espalda) están todos iluminados.
Tres grupos (en planos muy cercanos) complementan la acción que se transmite: el de los novios, que indica preocupación y perplejidad, el de Jesús y su Madre, que revela hondura de pensamiento, y el del servidor y las tres tinajas, que muestra la acción material de echar el agua del cántaro… En conjunto contribuyen todos a crear un clima de sosiego y de expectativa tranquila.
El cuadro nos da una imagen fijada (como una instantánea fotográfica) de un momento preciso de la boda. Nada más. Sólo un recuerdo gráfico mínimo que necesita posterior explicación al mostrar el álbum ya acabado.
Sorprende la naturalidad, serenidad e ingenuidad de los rostros y del gesto de las manos. Cada rostro y cada cara (especialmente la mirada) son muy elocuentes, a pesar del cierto hieratismo que los caracteriza (como pintura prerrenacentista).
Jesús piensa si ha llegado su hora de manifestarse; pero antes de que decida esto, su mano derecha se alza en actitud de bendición sobre el agua que escancia el servidor; y su mirada parece asentir interiormente a esta alteración de sus planes.
María puede ser tan joven como su hijo. Se conserva maravillosamente. El rostro tiene una enorme dulzura, y esboza una sonrisa de complicidad con Jesús y con el espectador. Sus manos están orando; denotan la fe en el ruego que acaba de hacer a Jesús a favor de los esposos. Son las mismas manos de la novia, pero menos tensas.
El novio, que es el anfitrión, está preocupado, pero no nervioso ni disgustado. Mira con cierto escepticismo su copa. Acepta la doble molesta situación: primero, la falta de vino; segundo, la llegada de un vino superior al final de la cena.
La novia, con un hermoso traje dorado renacentista y una diadema de flores (único detalle judío) casi ve divertida la situación, y, en todo caso (igual que la Virgen) confía plenamente en su solución… El cuadro sugiere, entre otros motivos, el triunfo de la intuición femenina ante las dificultades o problemas de la vida.
E
l servidor, por su parte, no cuestiona lo que está haciendo. Lo hace, sin más y sin desagrado.
C
on respecto al hombre fuera de la galería que dedica la mirada al espectador, se cree que es un autorretrato del artista.
C
uriosa o intencionadamente cada tinaja es distinta en volumen de las otras, pero las tres tienen la misma forma y son del
mismo barro.
U
na torta de pan sobre la mesa da a la escena (con el vino) un toque eucarístico.
La narración del evangelio de San Juan (cap.2) habla de la presencia de Jesús y María en esa boda de amigos, en el pueblo vecino de Cana; y del sorprendente e inusual milagro de la conversión del agua en vino (para salvar el apuro de los novios). Se dice que éste fue el primer signo o gesto de Jesús que indicaba una misión divina, misión de carácter liberador y de vida abundante (calidad de vida) para los hombres…(frente al vacío de las tinajas destinadas a la purificación ritual, símbolos de un pasado fenecido)
¿C
ómo intenta expresar esto el cuadro de Juan de Flandes?
Está claro que la acción milagrosa de Jesús no queda plasmada en el cuadro de una manera patente o explícita. Más bien parece esperada por los presentes, y sobreentendida por el pintor. Es decir, parece dar a entenderse que tal acción sobrenatural escapa a la percepción inmediata y visual: lo que Dios hace o puede hacer sobre la vida de las personas ocurre en una dimensión invisible que sólo posteriormente acaba de intuirse, y que es fruto de un diálogo interior y anterior (de la persona –de María- con el Señor)…; pero lo indudable, lo que muestra la pintura, es que esa acción está en marcha, se ha empezado a realizar y culminará en su momento para bien del hombre.
Todo el clima de la composición (figuras, conjunto, elementos…) está denotando un ambiente de placidez, de logro humano, de bienestar, y de naturalidad religiosa (todo sucede en una boda normal, y hablando de vinos)… Es decir, está manifestando mucho más que el milagro físico concreto (que, en todo caso, parece ser algo real, pero, sobre todo, simbólico, cargado de significaciones)… Está manifestando el inicio de un orden nuevo querido por Dios para los hombres: de un clima de convivencia y de confianza, de sintonía natural con Dios, ¡de la instauración del Reino de Dios en la tierra ya, aquí y ahora, por obra de Jesús y de quienes de verdad lo acogen!
Es importante, quizás, para nuestra propia vida de creyentes, comprobar ese nivel de sosiego interior que también otorga una fe verdadera. El Reino de Dios, el seguimiento del Evangelio, supone lucha y tensión en medio de un mundo con categorías no cristianas; pero es también paz y seguridad, serena alegría y abundancia de vivencias interiores y de relación muy felices. “Confiad, yo he vencido al mundo”, nos dice Jesús. Todo es posible. O –según el grito de Mayo de 1968- “Sed realistas: pedid lo imposible”… En estos términos nos habla el cuadro de Juan de Flandes.
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