Bartolomé Esteban Murillo.
Óleo sobre lienzo. 2´06 m. x 1´44 m. Compuesto entre 1660 y 1665
Barroco andaluz (segunda época)
ESe encuentra en el Museo del Prado. Madrid.
____________________________________________________
Antonio APARISI LAPORTA
Nos hallamos en la plenitud del barroco español andaluz (¡tan distinto de otros estilos y otras vivencias de la misma época!). Ante uno de los cuadros marianos más conocidos de Murillo (aunque es difícil ajustar la valoración que puede hacerse de él entre las veinticinco “Inmaculadas” que pinta el autor); quizás también ante una de las obras más sentidas de la devoción popular a la Virgen.
La razón inmediata que motivó muchos lienzos de Murillo (en particular, cada una de sus “Inmaculadas”) pudo ser el encargo que se le hacía; incluso la necesidad de realizar pinturas gratas (en una primera época de su vida al aire libre) en un mercado sevillano para venderlas enseguida… Pero es bastante evidente que para Bartolomé Esteban el arte concreto, cada obra suya (esta “Inmaculada de El Escorial”, por ejemplo), brotó de razones más hondas. En este caso, sin duda, de una dedicación personal a la devoción mariana plasmada en la vocación de artista, en el deseo que le acompañó toda la vida de acertar con la belleza que correspondía a la Virgen y a su Misterio.
Quizás también del hecho de la enfermedad y muerte de su joven esposa, Beatriz Isabel Cabreiro (1663, a consecuencia del último parto), con la que se había casado dieciocho años antes; tomándola como modelo ideal de la figura de María.
Porque es indudable que el pintor se movía en un mundo de amores femeninos intensos: su madre (de la que había tomado el apellido que le daría la fama), fallecida siendo él muy joven, su mujer y sus hijas, en una síntesis idealizada de belleza juvenil y de espiritualidad intensa que le permitía imaginar a la Madre de Jesús con tantos rostros entrañables. Igual que podríamos hacerlo cada uno de nosotros.
Posiblemente estas razones creyentes y personales, unidas al cálido clima concepcionista sevillano y andaluz, están presentes en la confección de esta “Inmaculada” que reúne todas las cualidades de una hermosura femenina que es ideal y, a la vez, natural.
Es claro que tenemos delante un delicado esfuerzo por acercar e interpretar la condición interior –espiritual- de la Virgen María en cuanto mujer purísima –“La Purísima”-, tan inmersa en la comunión con Dios que se va transformando (o dejándose trasformar) desde el principio de su vida en una persona “sin mancha”, exenta de faltas morales, es decir, inmaculada. Todo el arte del artista se pone al servicio de esa idea y de la fe que tiene y que lo rodea.
El siglo XVII español (sevillano, en particular) es un mundo contradictorio: resulta que frente a las enormes crisis sociales (fruto de una mala administración estatal, de epidemias mortales y del trasiego aventurero o guerrero desquiciante), hay un nivel popular artístico y teológico muy elevado. La doctrina de la Inmaculada Concepción se debate hasta en las puertas de las iglesias, y todas las artes se ponen a su disposición.
No cabe duda de que el tema mariano concepcionista es fundamentalmente español y de esta época. ¿Por qué? Quizás por su carácter emblemático contrarreformista (contra el protestantismo), por la necesidad de idealizar el modelo y el sentido de la mujer (frente a un sentimiento sexual bastante libertino), y, sin duda, por una intensa devoción a la Madre del Señor. En realidad es la inmensa devoción del Hijo a su Madre lo que hace a ésta inmaculada. El viejo argumento de los Santos Padres y teólogos se nos hace muy realista: “voluit, potuit, ergo fecit” (“lo deseó, pudo hacerlo, por tanto lo hizo”); es decir, de manera semejante a como cada persona diviniza y hace inmaculada a su madre, así Jesús interpretó y realizó a su madre María. Con la salvedad de que Él tenía ese poder de acción retroactiva para transformar maravillosamente a las personas desde su raíz, en su origen
A
lgo de esto viene a decir el dogma de la Inmaculada que el pintor creyente plasma en el lienzo.
Más allá de aquel tiempo nos llega a nosotros ese testimonio de fe sorprendente y de mucho significado: la historia humana necesita recuperar o alcanzar mucho del carácter inmaculado de la Virgen. Pero somos nosotros también los que, acompañando al Hijo, desde un amor entrañable a María, contribuimos a la realidad de su purísima concepción. Entendiendo que este Misterio nos llama a contribuir así mismo a la purísima recreación de la Humanidad.
Continúa el acierto del pintor en busca del tipo ideal de mujer para imaginar a la Virgen, ahora en el misterio de su Inmaculada Concepción. (La maternidad –Vírgenes con el Niño, Nacimientos- está ya plasmada de forma tal vez más bella aún)
Estamos ante una representación frontal de cuerpo entero, contorneado de nubes, ángeles y luz, en un plano medio (no demasiado cercano), que resalta a la Virgen destacando la natural hermosura y la serenidad excepcionales de su rostro dulce, juvenil, de sus grandes ojos, con la mirada orientada hacia el Cielo; una mirada expresiva del pensamiento y de la paz que se centran en lo Alto y vienen de lo Alto.
L
as manos juntas a la altura del pecho, ligeramente desplazadas hacia su izquierda indican veneración y aceptación tranquila de la voluntad divina.
Unos pocos ángeles niños (cuyos cuerpecillos se funden con la luz) levitan en el aire asombrados, mientras otros cuatro, juguetones, a sus pies, llevan despreocupados los atributos marianos
El cuerpo esbelto de la Virgen y el conjunto del cuadro ofrecen un dinamismo particular: todo es ascensión, elevación, y a la vez sosiego, quietud. Una intensa luminosidad disuelve las formas concretas del espacio inmediato, dando a la figura ondulante sutileza y esplendor; la riqueza de plegados del manto y la túnica (movidos, sin duda, por el viento del Espíritu) aportan ese intenso y quieto movimiento; contribuyen a dar en María la impresión de “haber llegado ya”, de que se ha recibido en ella el término de perfección soñado por la Humanidad, deseado por Dios, e irradiante para todos, capaz de comunicársenos.
En el mismo sentido contemplamos la alegre agitación de los angelillos del plano inferior. Los ángeles, en particular, aportan, por una parte, ese mayor dinamismo a la composición creando una serie de diagonales paralelas con el manto de la Virgen. Por otra, expresan el triunfo de la Inmaculada con los atributos simbólicos que portan: las azucenas, símbolo de la pureza, las rosas, símbolo del amor, la rama de olivo, símbolo de la paz, la palma, símbolo del martirio que acompaña a la vida de la Virgen.
E
l efecto acaba de conseguirse con la gama cromática de blancos y azules, envueltos en rosas y amarillos suaves.... Inocencia, pureza y vida.
Todo ello y la exagerada luminosidad del fondo que rodea a la Virgen inciden ciertamente en esta representación de vida felizmente transformada, de interior engrandecimiento de la mujer amada, y de victoria divina sobre tantas manchas heredadas de la Historia. Es la dulzura inmaculada de María. Y Murillo acierta a plasmarla para nosotros con esos humildes elementos pictóricos. Nada en el cuadro –en la Virgen- tiene la más mínima sombra de imperfección. Todo en él es puro, retorna a la inocencia original.
El mensaje interior de la obra es extraordinariamente claro. La Inmaculada es un don. Irrumpe en el mundo turbio que habitamos y en nuestro propio complejo de seres aturdidos por tanto impacto social de valores distorsionados (cansados nuestros ojos de observar impureza en las intenciones y relaciones, en la sexualidad desviada o irracional, en el pragmatismo hedonista…) Frente a este mundo, redimiéndolo, surge esa inocencia original, la pureza, la limpísima belleza de la mujer eterna: la más cercana expresión de la belleza absoluta del universo, la elevación suave hacia la trascendencia, la ofrenda martirial de la vida... Todo ello por el amor y la veneración que invaden el rostro y las manos de la Virgen, su alma.
Es, sin duda, en ese amor que nos alcanza en donde reside la fuerza que nos redime. Porque “el amor en el mundo cristiano –escribe María Zambrano, hablando de la salvación de “Don Juan”-- tiene la virtud de redimir, no al que lo siente sino al que lo recibe. Desciende a quien no lo espera, a quien no lo merece… Y quien vence a Don Juan es una doncella nada sabia, imagen de pureza. Doña Inés es la imagen de la Purísima Concepción… (María) es la absoluta pureza y es la fecundidad, pues que es madre”.
Eso es esta Inmaculada; eso son las Inmaculadas de Murillo. Y ésta una de las íntimas, de las que más seducen al espíritu, si el espíritu se halla un poco abierto y disponible para que Dios actúe en él; para la contemplación honda y agradecida. La obra está hecha indudablemente para nosotros, que no somos inmaculados y no vivimos en un mundo inmaculado pero que soñamos en ello.
Del Cancionero Musical de Palacio (Juan del Encina) ha pasado a la liturgia de las horas este hermoso e ingenuo himno que puede acompañar nuestra oración: