Francisco de Zurbarán.
Óleo sobre lienzo. 170 cm. X 138 cm. Compuesto hacia 1630
Barroco andaluz (primera época)
En el Museo Diocesano de Sigüenza.
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Antonio APARISI LAPORTA
La historia -la geografía también- de este primer cuadro que vamos a contemplar en nuestra pequeña selección es humanamente hermosa y llena de interés.
El 1629 el caballero sevillano Don Rodrigo Suárez, buen conocedor ya de Zurbarán, escribe al Cabildo de la Ciudad una carta en la que se dice: “Parece que la siudad debe procurar que el dho (dicho) francº Surbaran se quede a vivir aquí”. En respuesta a la sugerencia el Ayuntamiento de Sevilla dirige al pintor este documento (que se conserva aún en su Archivo): “Lo mucho que la ciudad desea y holgara tenerle por vecino en esta república, y que se venga a bibir en ella por las buenas partes que se han conocido de su persona.”
Ante esa invitación el extremeño Zurbarán no duda en trasladare a Sevilla y comienza el largo y feliz proceso de integración en la ciudad y entre sus gentes que así lo valoran (y que le animan a no hacer caso de la exigencia que le imponía Alonso Cano de someterse a una prueba pictórica para considerarlo maestro). El Concejo sevillano le encarga entonces la pintura de una Inmaculada Concepción para el Salón Bajo de la Casa Consistorial. Y el artista, agradecido, comienza la tarea, tomando como modelo de la Virgen a la hija (de 12 ó 13 años) de su antiguo y humilde maestro de taller Pedro Díaz de Villanueva. Así nace esta visión mariana peculiarísima.
¡Qué interesante comprobar que un Ayuntamiento encarga como decoración principal para su recinto ese lienzo religioso mariano!. Estamos en los años del voto concepcionista en las grandes ciudades andaluzas, ejes de la cultura renacentista española… Y es posible que el tema tenga raíces muy profundas no sólo en la fe sino también en la dolorida psicología hispana de aquella época interiormente decadente.
En todo caso, el cuadro expresa la toma de posición del pintor en el debate que enfrenta a defensores y detractores del futuro dogma de la Imcaludada Concepción de María. La sociedad sevillana vive intensamente esta visión mariana.
Eso explica que Zurbarán (al igual que el sevillano Murillo) pinte hasta dieciséis versiones notables de la Virgen con esta advocación. Las más parecidas a la que contemplamos son: la de 1628-30 (con una figura joven, más que infantil) que se halla en el Museo del Prado, la de 1632 (de mayor tamaño), en el Museo Nacional de Cataluña, y la de 1660, en la National Gallery de Dublin.
Pues bien, con mucha probabilidad la obra encargada por el Ayuntamiento sevillano es la misma Inmaculada que ahora contemplamos, y que al correr del tiempo se ubicó en el Colegio del Carmen de Jadraque (Guadalajara) y de ahí pasó al actual Museo Diocesano de Sigüenza, lugar tan modesto (dentro del mundo artístico) como el cuadro mismo. Un cuadro que, sin embargo, representa seguramente una de las obras mejor acabadas del autor y más expresivas de su técnica; desde luego, una de las más bellas creaciones del tema concepcionista realizadas por la pintura española.
La iconografía que sigue en esta pintura es fiel al trazado modélico de Francisco Pacheco (inspirado en la normas de Trento) para evocar el dogma de la Inmaculada Concepción de María: debe ser niña como de 12-13 años, de cabellos sueltos tendiendo al color rubio, con una mirada interior, de pie sobre el cuarto de luna, coronada de doce estrellas y en un espacio celeste, combinando el blanco y el azul… Pero incluye las felices variaciones propias de la espiritualidad delicada y del simbolismo bíblico que caracterizan a Zurbarán, aportando así novedades iconográficas (distintas en cada versión del tema e interesantísimas).
Por otra parte, para Trento el arte cristiano debía ser en su traza claro, sencillo, comprensible y didáctico, y, a la vez, profundamente religioso, uniendo lo divino y lo humano, de modo que estimulara la fe. Zurbarán pone esta obra al servicio de ese proyecto. Todo en ella es delicada sugerencia religiosa desde el realismo y la tranquilidad de la figura y de los elementos.
La composición se centra como es natural en la Virgen, una Virgen en la que su niñez acentúa aún más los atributos de pureza, modestia y amor divino que expresan su concepción inmaculada: la ausencia de cualquier indicio de mancha o imperfección. Los rasgos infantiles se acentúan con la inclinación ruborizada de la cabeza. Y la palidez de los tonos azules y dorados contrastan fuertemente con el blancor luminoso de la túnica, efecto magistral e inigualado (en la pintura española de la época). Ese blanco, realzado por las ligeras sombras de los pliegues de la tela, crea formas de relieve escultóricoSobreentendiedo con suavidad que el mal (los dos cuernos de la luna hacia abajo) no tiene nada que ver con ella y se difumina totalmente.
A la vez, el contorno de su figura une cielo, mar y tierra. Es un paisaje en el que se funden lo humano y lo divino, y en el que surgen los símbolos bíblicos que denotan los atributos y las virtudes que definen a María; unos, quedan suspendidos en el claro oscuro de las nubes, otros se impostan –disimuladamente casi- en el paisaje (adaptado, evidentemente) de la ciudad de Sevilla y su puerto. La ciudad (Sevilla) queda de este modo transformada y transfigurada.
Acerquémonos ahora con detenimiento al cuadro. La Virgen es una niña casi, impregnada de la belleza natural andaluza y, al mismo tiempo, de suave y serena gracia y dulzura. Aparece en actitud de apacible recogimiento (nada forzado), con las manos orantes en escorzo (que emergen del cuadro hacia nosotros), sin ninguna violencia en el movimiento y ligeramente elevadas. La cabeza un poco ladeada hacia la derecha, quizá a impulso del pensamiento sosegado en la cercanía divina; desentendida de sí. El cabello (tirando a rubio) suelto y abundante se desliza desde sus hombros como señal de espontaneidad y de confianza familiar ante el Señor.
Es decir, todo en Ella denota un delicado y natural porte y una modestia espontanea que humanizan y acercan su Misterio de Gracia: “Llena eres de gracia”. “Bendita tú, María, mujer entre las mujeres”.
Su figura se alza estática y cálida al mismo tiempo, como una brisa detenida sobre el mar, envuelta en un cielo nocturno cuyas nubes están iluminadas por Ella misma (sin que lo perciba), estableciendo una sutil transición de luz del cielo al mar (al mar abierto desde el Guadalquivir) y del mar a la tierra.
La túnica blanca inmaculada y el azul intenso del manto (sostenido sólo en el brazo izquierdo), con el oro del cabello y del broche, son símbolos de la pureza absoluta y del fukgor de la Gracia.
La forma acampanada de la imagen identifica a la Virgen con una música de alabanza que se eleva desde la tierra hacia la gloria acompàñada de un infantil coro de angelillos. El soporte de la campana es la corona firmemente de doce estrellas (sólo once son visibles), visión eclesial del Apocalipsis, es decir, acompañada del Pueblo Santo donde ha de nacer el Redentor Jesús
Como es frecuente en otras pinturas semejantes de Zurbarán, en torno a la Virgen, rasgando las nubes soleadas y como un bello clamor de cielos y tierra, se pronuncian iconográficamente sus atributos más queridos.
A su derecha: la “Puerta del Cielo” (Porta Coeli), la “Escala de Jacob” que une la tierra y la gloria, y los ángeles, “Reina de los ángeles”. A su izquierda: la “Estrella de la mañana” (Stella matutina) y el “Espejo de todas las virtudes”. Ya cerca de la tierra (y en este lado izquierdo) aparece la copa frondosa de un cedro (árbol bíblico por excelencia) en un huerto con su fuente central, el alto ciprés y la palmera, recuerda todos de los títulos marianos “Jardín seguro y bello”, “Madre fecunda”, “Fuente clara”.
Lo que el cuadro ha desarrollado en el plano medio y superior revierte ahora sobre el inferior. Hay dos elementos importantes. El primero es el puerto (“Puerto final y abrigado”) y el velero, justo a los pies de María, la carabela del Socorro a los navegante (otro de los atributos de las letanías de la Virgen)…, o tal vez un velero de Indias símbolo de la nave de la Iglesia que guía también Ella.
El segundo elemento es la ciudad de Sevilla amurallada, con su enhiesta y emblemática Giralda (y quizás también La Torre del Oro). Una ciudad sobre la que parece amanecer con el sol de la Inmaculada. Una ciudad aún dormida, es decir, la Humanidad -representada en ella- que puede descansar segura bajo el Misterio de bondad divina -de transformación divina- que se produce en María, convertida ya en un paisaje ideal (tanto en la naturaleza como en la arquitectura).
En la fe de Francisco de Zurbarán hay un primer mensaje que brota de su cuadro: la devoción entrañable, el amor a Nuestra Señora manifestado sin cesar a lo largo de toda una vida personal y artística. Sus largos períodos de convivencia monacal acentuarían ese amor. La pintura es enamoradamente mariana.
Situar el amor admirado a la Virgen en nuestra vida creyente (cristocéntrica) es, sin duda, una necesidad; y la plástica de la iconografía (ver y gozar viendo) resulta un camino providencial para acercarnos a esa fe.
Éste es el primer llamamiento que nos hace la contemplación de la Inmaculada: la hermosura de la imagen que nos embelesa debe hacernos preguntar por nuestra actitud mariana como creyentes en Jesús, y puede acompañarnos en el encuentro. María, la Mujer Eterna, la Madre apasionadamente querida y deseada, vista ahora en la dimensión más juvenil plasmada por el pintor, sugiere infinita admiración y amor.
Todas las imágenes de la Virgen Inmaculada (particularmente en el barroco español) son en realidad un hondo poema a la nueva humanidad, un canto a la verdad del hombre nuevo “renacido en justicia y santidad”; es decir, son la expresión plástica del sueño y del deseo más altos de Dios y del ser humano: el advenimiento de una raza que no conozca la impureza del corazón, la impureza de cualquier forma de egoísmo o de maldad sobre sí y sobre los demás. Una raza inmaculada y -por eso mismo- humilde y generosa, no arrogante, tan perfecta en su condición moral como el Dios santo: “Sed perfectos como vuestro Padre es perfecto; sed santos porque Dios es santo; sed una sola cosa entre vosotros como el Padre y yo somos uno”.
¡Cuánta falta nos hace empezar a soñar y a desear este ser inmaculado capaz de rehacer la tierra y la historia humana! Nunca por una pretensión soberbia, sino por un descanso del alma individual y colectiva necesario para continuar la creación, por una identidad amorosa con nuestro Dios.
La Inmaculada –esta Inmaculada niña de la pintura de Zurbarán- nos llama, nos invita a despertar y avivar ese deseo, a hacerlo nuestro, a tener nostalgia de la pureza absoluta, y a buscar el retorno a la inocencia original de la primera infancia (dañada tan pronto y tan amargamente). Muy en particular, en medio de mucha obscenidad mundana, nos pide la decisión de tomar una postura limpia e infinitamente respetuosa en orden a todos los seres.
Quizá de esta decisión depende el que esta Virgen del cuadro adquiera también la sonrisa que ahora no llega a aflorar en su rostro y que echamos en falta..
¡Unámonos a la claridad del alba para alegrarla!