Francisco de Zurbarán
Óleo sobre tabla de 109 cm. X 90 cm. Compuesto entre 1625 y 1630
Barroco español andaluz.
En la Colegiata de Jerez de la Frontera (Cádiz)
Permítasenos –en el camino de contemplaciones de obras maestras del arte pictórico cristiano- detenernos en este cuadro de escasa teología e indudable carácter imaginativo, pero, a la vez, de ternura creyente y entrañable fervor mariano, que pudiera servir de pórtico a la riquísima iconografía de la Virgen.
Esta Virgen Niña Dormida pudo ser pintada para el retablo de la iglesia de la Trinidad Calzada de Sevilla; por tanto, con la intención de alentar una tierna devoción mariana desde el recurso imaginativo de la infancia, asumiendo el espíritu de la Contrarreforma católica que invitaba a presentar las figuras religiosas (Jesús, la Virgen, los santos) de la manera más humana y atractiva.
Si esta obra fue pintada hacia 1630, Zurbarán acababa de asentarse en Sevilla donde rápidamente su prestigio le colocó a la cabeza de los pintores locales.
Es probable que el pintor tomase como modelo iconográfico la estampa de Antoine Wierix “El Niño Jesús dormido”. En todo caso, este cuadro debe compararse con las demás interpretaciones que hace de la Virgen niña.
La pequeña, de diez años aproximadamente, se adormece en su casa, quizás entrado el verano sevillano que obliga a cerrar puertas y ventanas a primera hora de la tarde. En su rostro naturalísimo, gordezuelo y sonrosado, parecen adivinarse los rasgos de la hija del pintor Isabel Paula, fruto de su matrimonio con María Páez, que posó para muchos de los últimos lienzos de su padre.
Este cuadro repite fielmente otra versión de Zurbarán del mismo tema conservada en la catedral de Jerez de la Frontera, consideradas ambas como unas de las más delicadas y profundas imágenes devocionales del pintor extremeño-sevillano. Ésta fue restaurada en 2002, permitiendo así recuperar detalles de la pintura, antes invisibles.
Se ha dicho que Zurbarán era increíblemente desmañado a la hora de construir los espacios, y esto se mantendrá constantemente en su pintura. La abundancia de personajes le bloquea y se muestra incapaz de ordenarlos coherentemente en un espacio realista. Las leyes de la perspectiva y la proyección geométrica descubiertas en el Renacimiento se le resisten, por lo que sus espacios carecen de profundidad u orden. Estas carencias las compensa con las otras características: la minuciosidad con la que consigue plasmar telas, cacharros, cabellos, pieles, como si pudieran palparse, tan reales como la vida; los rostros son penetrantes, animados, diferentes por completo a las expresiones acartonadas de otros pintores de su taller o de la propia Sevilla. Por último, poseía una particular concepción del color, que le llevaba a colocar juntos colores que tradicionalmente se consideraban contrarios, pero que bajo su mano parecían armónicos; por ejemplo, el rojo bermellón y el verde intenso. Así ocurre en este lienzo.
A pesar del fondo oscurecido, Zurbarán se aparta aquí del tenebrismo de El Greco. La intención de resaltar lo natural es obvia. Frente a concepciones excesivamente místicas y religiosas del catolicismo postridentrino y español, Zurbarán impregna el cuadro de un tierno humanismo, de una suavidad contraria a cualquier intolerancia. La escena es de admirable simplicidad –como la Encarnación misma- y nos presenta a una niña cualquiera, en un espacio modesto y común al pueblo sevillano.
El jarrón de loza con flores resulta un estupendo bodegón de clara intención naturalista. Murillo y Zurbarán, dos de los artistas más sobresalientes de nuestro siglo XVII, además de por su lugar de origen, estaban unidos por su religiosidad que coincidía con buena parte de sus encargos. Los dos carecían del aura cortesana del otro gran artista sevillano, Velásquez; y la iconografía en la obra de ambos está plagada de imágenes de devoción en la que resalta el gusto por lo íntimo y lo sereno. En las imágenes que representaban encontramos varios ejemplos en el que el sueño es el tema principal, figuras que respiran paz y equilibrio.
Esta virgencita aparece como una niña en su casa, conforme a las visiones milagrosas de beatos y místicos de la época. Está leyendo cuando el sueño le ha sorprendido y por la expresión arrebatada de su rostro podría deducirse que sueña con un mundo celeste –¿con Dios y con el Mesías venidero? En la otra mano el dedo guarda la página –que nunca sabremos- en donde dejó su lectura. Se apoya en su mano, con el índice enmarcando el rostro, a la vez que señala a lo alto. La niña viste un alegre vestido rojo que significa amor y realeza, haciendo resaltar el pintor que ella es la Reina de los Ángeles. Su manto azul-verde fuerte indica esperanza y fidelidad a Dios. El resto de sus virtudes las encontramos en el jarro con flores y en la mesa. El plato trasparente y el cuenco con agua refieren un medio limpio en el que pueden descansar rosas, clavel y azucenas, es decir símbolos del amor, del amor nupcial con Dios (el clavel) y de la pureza.
Apenas se hace notar más que una silla de anea a la izquierda en la que apoya levemente el brazo y la mesa labrada con gusto y sobriedad. Mesa y silla, símbolos de intimidad y naturalidad, porque todo el Misterio divino sucede para la Virgen dentro del marco más humano, sencillo y auténtico.
La ropa, en fin, nos habla también: el azul-verde del manto simboliza aquí esperanza y continuidad con la Creación (la tierra es azul, vista desde el cielo); el rojo de una túnica abundante significa amor, el amor que envuelve a la niña desde todos los ángulos y su fidelidad a Dios; al mismo tiempo que resalta la alegría (tiene algo de alegre traje de faralaes sevillano).
La reciente restauración ha recuperado los tonos originales y ha revelado pormenores ocultos por viejos repintes, como el torneado remate del respaldo de la sillita o la aterciopelada textura del cojín rojo a los pies de la mesita. El color ha recuperado los tonos originales: rosa violáceo (tirando a rojo) para la túnica, y azul verde intenso para el manto semicaído. Partiendo de esa restauración, Carmen Reviriego, crítica de arte, analiza así los detalles señalados:
La colocación de algunos objetos que Zurbarán suele colocar esquinados, como en este cuadro, la silla de mimbre y la mesilla, le ayudan a conseguir líneas de fuga y atmósfera espacial. Se recrea un ambiente popular y de cotidianidad hogareña tímidamente roto por la aureola angélica que rodea la cabeza de María y la luz sobrenatural que ilumina su rostro.
Estilísticamente, pues, el amor por el detalle, de gran valor decorativo, y la grandiosidad conseguida a través de lo simple es característico del misticismo de la pintura española del s.XVII. La figura de la Virgen Niña aparece iluminada por un foco de luz que se va diluyendo para iluminar tenuamente el resto de los objetos; todo ello destacado sobre un fondo oscuro lo que revela la preocupación tenebrista del pintor. (La utilización del claroscuro procedente de Italia y más concretamente de Caravaggio había entrado en Sevilla como recurso pictórico de moda hacia 1615, en un momento en que Zurbarán culminaba su aprendizaje y comenzaba su carrera profesional en Sevilla).
En este cuadro, más pequeño que los habituales, nos da Zurbarán un hermoso testimonio del culto mariano de su tierra, Andalucía, que es –quizás- la región donde la devoción a la Virgen es más ferviente. El amor por las cosas sencillas hace que los objetos representados -naturalezas muertas- alcancen vida desde su gran belleza: la silla de madera y anea, el pequeño mueble con el cajón entreabierto sobre el que apoya la cerámica con flores y el mismo libro.
Sabemos que Zurbarán pinta en estos casos repeticiones de cuadros que ya ha realizado pero que los particulares quieren de esa forma con lo cual podemos pensar que en aquél tiempo a los niños se les concedía “un uso de razón” mucho más temprano que hoy. Puesto que Zurbarán es el pintor de lo natural y sencillo la Virgen es otra niña como las nuestras aunque especial y por eso, estos cuadros nos dan la posibilidad de mirar a los niños haciéndoles capaces de tener una experiencia honda de la trascendencia y nos piden la responsabilidad de acercarlos al Misterio con hondura y reverencia (¡cuánto debe preocuparnos que no lo hagamos en la sociedad actual!). Para muchos ha sido en la niñez cuando han sentido la cercanía y pregunta más íntima de Dios.
La Virgen Niña aparece dormida y soñando (¿con ángeles?). Es un sueño reposado, plácido. En realidad está sumida en un profundo sueño de carácter espiritual –“Yo dormía, pero mi corazón velaba” (Cantar de los Cantares)-. La aureola que la rodea recupera las cabecillas de ángeles, resplandores celestiales que denotan el estar imbuida del Altísimo.
Ha estado leyendo un libro espiritual (¿la Biblia?) y tiene aún sus dedos entre las páginas recién leídas. Y se ha quedado dormida o ensimismada…, guardando el secreto de la revelación intuida (que podría ser indicado por el cajoncillo de la mesa ligeramente abierto).
La Virgen Niña, medio dormida, con los ojos entreabiertos y esbozando una sonrisa remarca la potencia escultórica del artista que destaca la figura del fondo semioscuro. Al contemplar este detalle, propio por otra parte del estilo del pintor, el sentimiento se nos va hacia la consideración de la Luz que supone esta Niña en medio del dolor y oscuridad del mundo, tantas veces y siempre, dolorido. De la luz que suponen nuestros niños antes de que los acostumbremos a las sombras. Los niños aún guardan pura la Luz de Dios y quizá, al contrario de lo que pensamos cuando “los catequizamos” son ellos los que nos traen el “conocimiento de la verdad”.
¡Qué parte tan importante tiene el sueño en nuestra vida!
Pues lo que este lienzo quiere expresar es la forma habitual de un sueño: del sueño de la Virgen: sueña en su Dios, en ángeles.
Su rostro inocente revela este sueño: “yo duermo, pero mi corazón vela” (Cantar de los cantares). Realmente, la postura de la Niña no corresponde al abandono plácido de los niños al dormir, más bien denota ese estado de vigilia que parece mantenerla entre la tierra y el cielo. Así lo expresa también la aureola que entorna la cabeza (y que así mismo nos ha desvelado la última restauración), una aureola formada por cabecitas angelicales - ¿se asoman los ángeles a ver esta Niña o sueña Ella con sus alas?-.
¡El Misterio de la niña en duerme-vela, orando, se enmarca en la mayor naturalidad en el doble misterio de la fe y del niño! Así mismo es evidente otra de las características de la obra de Zurbarán, su gusto por los pequeños objetos que dan sensación de autenticidad, quietud y silencio, marco que naturalmente sitúa al alma en la posibilidad de escuchar la Palabra que nace en lo más hondo. Seguramente Zurbarán cuando pinta no sabe hasta dónde nos lleva su pincel, pero podemos arriesgarnos a pensar que la iconografía cristiana expresa lo innecesario al rodearnos de “cosas sacras” para rezar y al centrarnos en la comunicación con el Señor.
¿Q
ué piensa después la Niña María? Nuestro Gerardo Diego se atreve a intuirlo: