14    LAS DOS TRINIDADES .

Bartolomé Esteban Murillo
Óleo sobre Lienzo, de 293 x 207 cm. Compuesto en 1680
Barroco español. Escuela sevillana
En la National Gallery, de Londres
__________________________________________________Amalia MORENO GUERRERO

 
Jesu Joy Of Men's Desiring,   cantata 147.  J.S. Bach.

Aproximación a la obra

En la última etapa de la vida Murillo está realizando su síntesis personal de la fe. Es ahora cuando hace una de sus más teológicas imágenes de la Sagrada Familia. Se denomina también Las dos Trinidades ya que la figura del Niño Jesús se ubica en el centro de la composición formando la Trinidad celestial con el Padre Eterno y la paloma del Espíritu Santo que están sobre Él, mientras que al mismo tiempo establece la Trinidad terrenal con la Virgen y San José.

En el museo londinense figura con el título muy expresivo: Trinities of Heaven and Heart. Perteneció a la colección privada del Marqués de Pedrosa, Francisco Carlos Colarte, en Cádiz. Por eso era conocido también como La Sagrada Familia de casa Pedroso. No se ha comprobado históricamente la tradición según la cual esta obra fue pintada en Cádiz en 1681/82 para el Marqués de esta familia (1708). Pero con seguridad corresponde a la última época del maestro.

Allí fue descubierto por el comentarista Palomino, en el siglo XVIII, que lo describe así: “Y en casa del Marqués de Pedroso hay otro cuadro grande de cerca de seis varas, donde están Jesús, María y Joseph, y arriba el Padre Eterno y el Espíritu Santo con un pedazo de Gloria, que es una admiración”. Hacia 1800 se encontraba en la misma colección en Sevilla; y allí lo compro James Campbell, durante la Guerra de la Independencia, para llevarlo definitivamente a Inglaterra…, privándonos de la posible directa e inmediata contemplación del mismo en la tierra en donde nació. Si bien es verdad que la tierra de la que habla el título inglés de la obra es la tierra entera.

Comprensión y conocimiento de la obra

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a. La transición del Gótico al Renacimiento

El motivo inmediato de la pintura hace referencia al regreso del Niño Jesús después de su encuentro con los doctores en el templo (Lucas, 2, 51). Pero evidentemente ese motivo sirve para expresar otra realidad superior.

El tema pictórico del Dios Uno y Trino (Padre, Hijo y Espíritu) que, al mismo tiempo, se proyecta en la realidad trinitaria de una familia normal constituida por una madre, un padre y su hijo (María, José y Jesús) lo trata Murillo en otras composiciones semejantes, pero nunca de forma tan directa y tan bella, embelesados los cuatro personajes centrales en la visión y la “tenencia” del Niño Jesús que tiene ya sus 4 ó 5 años.

Estructura global del cuadro

El cuadro se organiza siguiendo el trazado de un aspa típicamente barroca constituida por dos diagonales que forman a su vez dos triángulos invertidos. La luz y los colores empleados por el maestro configuran una espectacular sensación atmosférica que envuelve a los diferentes personajes, alejándose definitivamente de las experiencias tenebristas de sus primeros años para dar paso a un estilo luminista y colorista que se inspira en la escuela flamenca con Rubens y Van Dyck a la cabeza.

En el cuadro observamos enseguida dos planos bien diferenciados o dos mundos distintos, pero a la vez estrechamente relacionados entre sí; en el plano principal observamos a Jesús, María y José y en el segundo plano a Dios y los ángeles.

Si nos centramos en el primero vemos a una familia humilde con ropas de la época, sin lujos. Los padres le dan a su hijo la mano con ternura. José con satisfacción y orgullo de buen padre. María, muy juvenil, de rostro excepcionalmente hermoso y puro, con una mirada de infinita ternura y de amor total. El Niño eleva sus ojos al Cielo, sin soltar las manos de las de sus padres. Su rostro es de aceptación plena de la vocación que el Padre le da: “¿No sabíais que yo debo estar en las cosas de mi Padre” (Lc. 2,49) (palabras que pronuncia Jesús después de haberse quedado en el templo entre los doctores). Los tres están expresando ese texto del evangelio de Lucas.

José mira al frente (quizás presentando a Jesús y a su Madre e invitando a abrirse a alguna comprensión del Misterio), mientras que María observa a su hijo con una expresión de admiración y respeto. Jesús mira hacia el cielo y sobre él se posa una paloma, símbolo del Espíritu Santo. El niño está sobre unos escalones que al parecer hacen mención al regreso del Niño Jesús después de su encuentro con los doctores en el templo; un templo que, desde su venida, ha perdido ya su sentido.

En el segundo plano se encuentra Dios Padre, un venerable anciano que desde el cielo observa a la familia; en una de sus manos parece que sostiene el mundo y a su alrededor se encuentran seis angelitos que observan también la escena, aunque dos de ellos (en la parte superior derecha de la obra) andan un poco despistados; esto nos hace ver la juventud e inocencia de los angelillos. La cara de Dios también es una cara de ternura, al contemplar a su hijo, de igual modo que lo hace María.

En todo el conjunto (y los elementos de la obra) las manos son fundamentales: junto con la mirada todo se dice y se hace con las manos: en Dios Padre, en María, en José y en el Niño, incluso en los ángeles.

Contemplación y oración sobre la obra

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Estamos ante un cuadro admirable de plena madurez pictórica y religiosa, teológica también. Hay mucha elevación espiritual en esta pintura, al mismo tiempo que una extraordinaria sensibilidad en las formas. Para recibir su mensaje habría que situarse en esta sensibilidad que manifiesta el pintor creyente.

María y José sentados y con gesto de sosiego, nos sugieren la tranquilidad de espíritu. El Niño ha crecido en su hogar; sin dejarlo aún de sus manos, ha recibido el cuidado exquisito que requería para ir preparándose a asumir su vocación divina (“el niño será llamado Hijo del Altísimo”). Sus padres han hecho lo que debían: cuidarlo para que crezca y coja ese propio destino: “Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc. 2, 52)…Ambos estrechan cada una de las manos del pequeño. Son la seguridad que el menor necesita aún, y, a la vez, él es la extensión que los padres requieren para su vida.

Esta parte del cuadro nos invita a adoptar esas actitudes sencillas y al mismo tiempo profundas de la fe: por una parte, la admiración, la ternura y la entrega a la figura de Jesús con una sensibilidad lo más humana posible; por otra, la responsabilidad de cuidar de él: saber que de algún modo él mismo y su porvenir en el mundo están en nuestras manos. ¡Cuidar el destino de Jesús en la historia que nos toca vivir!... El lienzo de Murillo nos habla de esta responsabilidad de cada cristiano en su mundo y en su tiempo.

Y, al mismo tiempo, cuidar nuestro propio destino de algún modo expresado en los dos ejes que vertebran el cuadro: el horizontal, plenamente humano, que nos pide crecer en humanidad, y el vertical, divino, que nos llama a vivir la trascendencia, ambos integrados de una manera perfecta.

En el plano superior el Padre Eterno –Dios- abre sus inmensos y hermosos brazos en ademán de acogida y de bendición sobre la escena terrestre, que queda invadida de su Luz –del Espíritu Divino-, creando una atmósfera celeste muy cálida y pura, representada no sólo por la Luz-Paloma sino también por los ángeles niños, que acompañan siempre las pinturas trascendentales de Murillo (Anunciaciones, Inmaculadas, Nacimientos, crucifixiones…).

Dios Padre tiene en una mano al mundo, pequeño pero luminoso, y le muestra con la otra mano abierta a su Hijo querido (“Tanto amó Dios al mundo que le dio su Hijo”, Jn. 3).

Nos hallamos entonces en el núcleo de la fe cristiana: sentirse definitivamente en las manos amorosas de Dios y sentir al mundo –a la humanidad y al cosmos- en esas mismas manos.

Entramos en una honda teología. La actitud divina sobre el mundo (desde su relación con Jesús) genera en nosotros una gran confianza: sabemos que nuestras vidas y la historia están apoyadas por Dios y tendrán un buen fin. No hay distancia realmente entre lo humano y lo divino.

Las dos Trinidades forman un único triángulo, siendo sus vértices Dios Padre, María y José. Pero el más elevado es el de Dios. Sin embargo, es un mismo triángulo; es decir: Dios engloba todo, lo llena. Hace divina la tierra, uniendo Cielo y Tierra con la misma Gloria. Con la misma dimensión de virginidad representada por la vara de azucenas que mantiene en su mano izquierda el varón, cabeza de esa familia.

Jesús es nuestro centro (pudiera ser también el centro geométrico del cuadro). Elevado por María y José sobre un plano (una piedra blanca) superior, constituye para todos el nexo real entre lo celeste y lo terrestre: el camino para ir al Padre, sin dejar de ser hombre. A la vez que las ruinas sobre las que se eleva hablan de que la vieja historia sin Él terminó ya.

¡Cristo, alegría del mundo,
resplandor de la gloria del Padre!.

¡Bendita la mañana!
que anuncia tu esplendor al universo

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