Elisabetta Sirani
Óleo sobre lienzo de 86 cm x 70 cm. Compuesto en 1663
Barroco italiano boloñés.
National Museum of women in the Arts. Washington
____________________________________________________ Antonio APARISI LAPORTA
Este cuadro de Elisabetta Sirani nos ofrece el conocidísimo tema de la experiencia íntima de Jesús niño en brazos de su Madre María. Desde los primitivos góticos y la iconografía oriental nos hemos acostumbrado a esta visión tierna. Pero nos encontramos aquí con dos novedades:
En la contemplación de esta obra resulta, pues, necesario aproximarse a la figura admirable de Elisabetta; no sólo a su genialidad artística sino, sobre todo, al alma luchadora, independiente y, sin embargo, sencilla, incluso modesta, y decididamente religiosa de una mujer dotada de hermosura natural, capaz de desarrollar su propia vocación y de poner su talento artístico al servicio de otras pintoras y del sostenimiento de una familia sin más recursos que los cuadros que ella pintaba y vendía.
Elisabetta nació en Bolonia (1638) y murió allí (1665) cuando contaba veintisiete años, dejándonos una abundante producción (200 obras) bellísima y muy estimada por el pueblo boloñés y por diversos mecenas del mundo artístico italiano y europeo. Su padre Giovanni Sirani era ayudante de Guido Reni. Ella, por su condición femenina, no fue admitida en la Academia de Arte de Bolonía; por tanto tuvo que formarse pictóricamente junto a su padre, aunque pronto pudo considerarse discípula predilecta del maestro Reni. Con apenas quince años creó una Academia de Arte para mujeres, contando con doce alumnas buenas pintoras. Al quedar inválido su padre, tuvo que asumir la responsabilidad de sacar adelante a la familia poniéndose al frente del taller; lo que, sin duda, la sobrecargó de trabajo (siendo quizás ésta una de las causas de su muerte prematura). Se vio criticada por su entrada en la escena del arte, hasta el punto de tener que pintar en público para demostrar su capacidad profesional.
Sorprendía la rapidez y, a la vez, el perfecto acabado de sus pinturas (como queda patente en el cuadro que vamos a considerar). Y la temática que predomina en su creación es, sobre todo, religiosa e intimista, denotando una gran sensibilidad en el trazado de las figuras, en especial las del Misterio de la Virgen y el Niño. Lo que le valió recibir encargos de obras por parte de varias iglesias de Bolonia. Fue una notable humanista en el sentido de que cultivó también la música y la poesía. Y uno de los mejores críticos de arte de la época (Cesare Malvasia) escribió su biografía.
Era, pues, natural que incorporáramos este lienzo a nuestro trabajo; no sólo por su valor en sí mismo (dentro de la selección que hemos realizado) sino también como homenaje a esta figura insigne cuyo porte y rostro pueden sernos ya familiares gracias a los dos retratos que nos dejó de ella.
El cuadro resulta de composición aparentemente sencilla con un ligero escorzo en la figura del Niño. Representa dos niveles de vivencia: el de María, que penetra en el Misterio que tiene en sus brazos, y el de Jesús, que descansa su primer año de vida, absolutamente seguro y feliz sin inquietud alguna, como corresponde a un bebé que crece en un contexto de amor.
El fondo envolvente de las dos figuras evita el tenebrismo duro (propio del barroco caravagista), suavizando el claroscuro con sombras tostadaa, muy al estilo de la escuela boloñesa (de la que Elisabetta es una de las últimas representantes).
La policromía es clara, predominando un tono vivísimo sonrosado (de gran humanidad) conjuntado con los blancos, el azul, el castaño suave y el rojo. Todo lo cual, junto al contraste de la luz que baña las figuras y el fondo, da a la obra un tono absolutamente agradable y atrayente, característico de las obras más conocidas de la autora (La Virgen con el Niño y San Juan, de 1660, San José durmiendo al Niño, de 1664, etc.).
Evidentemente la presencia más importante aquí (desde el punto de vista teológico) es la de la Virgen. Fijémonos que su rostro bellísimo sonriente se apoya suavemente en la cabeza del pequeño, la roza delicadamente, denota la honda satisfacción de tenerlo -¡de tenerlo aún!-, lo que, sin duda, la hace sentirse feliz, en una paz honda; pero, al mismo tiempo, no lo mira. Por un instante no le hace falta mirarlo; le basta saber que está y que juega y que la mira. ¿Por qué este gesto que no le permite la risa franca?... Tal vez porque guarda el eco del Misterio que envuelve a su hijo, resuenan aún –resonarán siempre en ella- las palabras de la Anunciación y las de los ancianos Simeón y Ana: “Tu niño tendrá en el pecho / un lunar y tres heridas”, le diría Federico García Lorca (Romance de San Gabriel). Elisabetta ha sabido plasmar en el rostro de la Virgen alguna parte de ese Misterio.
Las manos son extraordinariamente elocuentes. Son manos de artista, de escritora, de pintora, de persona de exquisita sensibilidad, largas y finas para asir las cosas queridas con tacto seguro y delicado. Manos para ese niño único. Manos que emergen libres desde una túnica blanquísima y abundante que deja al espectador embelesado.
Desde el punto de vista pictórico, el niño –en suave escorzo de la cabeza y de las piernas- eleva hacia su madre una mirada y una sonrisa excepcionales. Lo tiene todo con ella. No deja de jugar con lo que sea, precisamente con una corona de flores (que intenta poner en la cabeza de María); pero se encuentra tan arropado por las manos y el sostén de las rodillas maternas que no quisiera dejar nunca esa situación íntima. Es su tiempo del ensueño feliz. Falta mucho para que le llegue “su hora”. Reposa, se alimenta de la madre y eso le basta. Así crece (“El Niño crecía en edad, sabiduría y gracia” se dirá pronto de él). La artista acierta rotundamente en mostrar la causa dichosa de ese crecimiento.
Apenas podemos sugerir más para la comprensión de ese cuadro magnífico. Nos quedaremos contemplándolo esperando que todavía pueda decirnos algún otro de sus secretos.
Esta Virgen con el Niño –la feliz complicidad que muestran en el Misterio- puede conducirnos a nosotros hacia lo que pudiera ser una síntesis de la emotividad creyente cristiana; porque la fe se recibe –y se forja también- en la sensibilidad de la persona. Es no sólo afectiva, también emotiva; que no implica superficialidad alguna, sino integridad personal. Se tiene en lo más interior, en el alma, pero, a la vez, se siente y se expresa en los sentidos: en los nervios, en la corporeidad toda, en los ojos, la boca, los oídos y las manos, en el andar y en el reposo. Y ahí, desde esa totalidad del ser, se adivina con emoción la trascendencia, la cercanía pero la no posesión del Misterio que nos envuelve, nos tiene y nos desborda ilimitadamente aún.
El cuadro –modesto instrumento de la encarnación de Dios en el arte- nos invita a recrear de lucidez y de emotividad (las dos cosas a la vez) la propia fe en la mirada a Jesús y a su madre María. A dotar esa mirada creyente con la sonrisa abierta, es decir, con la alegría que pide Pablo a los cristianos: “Estad siempre alegres. Sed constantes en orar. En toda ocasión haced brotar la acción de gracias.” (1ª Tes 5,16)
Seguramente nos hace mucha falta en esta hora albergar y mostrar esa síntesis de consciencia orante, de confianza y de gozo, que es connatural a la fe en Cristo Jesús.
L
a contemplación de la Virgen y el Niño en este cuadro de Elisabetta pueden ser ya ese ejercicio que tanto
necesitamos.
V
uelve a ayudarnos en la oración la poesía de Luis Rosales
É
se pudiera ser el verso que canta Ernestina de Champurcín: