12.     VIRGEN CON EL NIÑO

Bartolomé Esteban Murillo
Óleo sobre lienzo, de 157 cm x 107 cm. Compuesto entre 1650 y 1655
Barroco español. Escuela sevillana.
En Florencia. Galería Palatina del Palacio Pitti.
____________________________________________________ Luis HORMIGO GUTIÉRREZ

 
A los maitines era,   Cancionero de la Colombina (S. XV).  Anónimo

Aproximación a la obra

Estamos en plena Contrarreforma católica (desde principios del XVI hasta finales del siglo XVII). La Iglesia desarrolla la devoción a la Virgen en su vertiente de Inmaculada y de Madre de Jesús (Madre de Dios). Por ello “La Virgen con el Niño” es uno de los temas más tratado por nuestros pintores (desde el gótico y el renacimiento) y especialmente por los pinceles de Murillo, debido en buena parte a la amplia demanda de esta temática. Son muchos los cuadros que Murillo pintó con este motivo, y entre los más famosos, figura éste, junto al de las Virgenes del Rosario y de la Servilleta del Museo del Prado.

El cristianismo –la fe- necesitaba seguramente de este arte pictórico para acercarse mejor a Dios.

Murillo era conocido como pintor de redondeces y dulzuras, a pesar de que padeció una infancia dura, pues con sólo 11 años quedó huérfano y tuvo que irse a vivir con su tía Ana Murillo. De sus diez hijos sólo sobrevivieron dos, y durante los años en que pintaba este cuadro murió su mujer coincidiendo con el último parto. Además el pueblo español vivía una de sus épocas más duras, entre guerras, pestes y malas cosechas. En Sevilla reinaba el hambre por todas partes y los mendigos vagaban por la ciudad sin encontrar medios de supervivencia. No puede olvidarse que Murillo fue con su pintura un magnífico intérprete del espíritu más noble y humano de la ciudad concreta en que nació, vivió y murió, identificado con los mejores y más tiernos sentimientos populares, en recíproca comunión con ese pueblo que padecía un decaimiento colectivo, sobre todo a partir del año 1649 en que la terrible peste asoló la ciudad... Este cuadro es el perfecto contraste espiritual de todo ello, y, por consiguiente, el testimonio de una fe sorprendente..

Murillo siempre estuvo cercano a los más pobres. Por eso su pueblo de Sevilla lo reconoció como su pintor, el pintor de santos humanos y misericordiosos, comprensivo con los débiles. También este pueblo era al que la Iglesia dedicaba en buena medida sus cuidados. Las pinturas de Murillo mostraban así un lenguaje sencillo y afectuoso, una fe que no excluía a nadie.

Esta “Virgen con Niño” es una de las más delicadas del artista sevillano, extraordinariamente más cercana, más humana, y al mismo tiempo más divina que las bellísimas Madonnas de Rafael.

Precisamente en ese momento de su vida, entre 1650 y 1655 es cuando pinta los magistrales conjuntos de Maternidad plasmados en la joven Virgen Madre y su Hijo de poco más de un año. Entre esas obras se halla esta “Virgen con Niño”, muy parecida a la “Virgen de la servilleta” (bastante posterior).

Comprensión de la obra

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El cuadro está formado por un primer y único plano en el que podemos contemplar a la Virgen con el Niño en sus brazos, sobre un fondo que quiere romper la penumbra. Tan sólo dos figuras pero que transmiten los más cálidos sentimientos.

La técnica de la composición es acorde con el mensaje que revela. El tratamiento de la luz ofrece una intensa pero no estridente luminosidad central. Esta luz se acompaña de una gama de delicadas tonalidades de color: de rojos y azules atenuados y de rosas pastel que derivan hacia el amarillo oro (colores predilectos del inmediato rococó del XVIII).

Y aun permaneciendo las figuras en cierta quietud, se nota ya aquí un gusto por el movimiento (mayor que el que aparece en la hermosísima “Virgen del Rosario” ya mencionada).

Representa a la Virgen sentada en un conocido banco, al interior de la casa (símbolos de serenidad y de intimismo) con idéntica naturalidad, dulzura y belleza a las que aparecen en toda la serie de obras semejantes de este período, pero con un tono de mayor alegría y dinamismo, lo cual no deja de ser sorprendente.

Es casi la misma sencilla jovencita sevillana de la “Virgen del Rosario”, hermosísima en sus rasgos inocentes y puros, pero más relajada y a punto de sonreir. Sostiene y arropa ligeramente al Hijo Niño que aquí se siente –como en las demás pinturas- absolutamente seguro, llenado de amor envolvente, apoyado en las firmes rodillas de la madre y en su pecho, un tanto juguetón, y escrutando al que viene con cierta sorpresa; pero sin problema alguno para dejarse coger y abrazar por este visitante, desprendiéndose por un momento del regazo materno... porque sabe que vuelve a él.

Ambos miran al espectador (como en los demás cuadros de este tiempo). No les hace falta mirarse entre sí porque se sienten y tocan entrañablemente unidos, en una unión que nadie puede deshacer. En realidad nos están hablando a los demás, y tal vez brindan y piden comunicación.

El conjunto es de un dinamismo precioso, acentuado por el frágil equilibrio del pequeño que apenas sabe andar, y, sobre todo, por la penetrante y clara mirada que los dos dirigen a quienes les contemplan (¡qué lejos de las enigmáticas miradas femeninas del renacimiento italiano!).

El espacio alrededor se amplía más que en otras obras, y esto hace que las figuras aparezcan más reducidas e íntimas para el espectador, a la vez que se nos aproximan gracias a la gama de exquisitas tonalidades de color mencionadas antes.

Contemplación de la obra. Oración.

La primera sensación que transmite este cuadro es la de unión y perfecta armonía entre madre e hijo, entre María y Jesús. Tema fundamental en la fe cristiana: María es madre de este niño concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, y ya nunca podremos separar al uno del otro en nuestra actitud creyente.

Pero esta comunión nos deja asentados en una fe inteligiblemente humana: la obra nos transmite acogida, alegría, ternura, calor materno…, es decir, un clima tan humano que es divino. Todo lo que una madre da de si -como lo más hondo y veraz- a su hijo, eso es lo que nos está trasmitiendo a nosotros... Tenemos delante a la madre de todas las madres y de todos los hijos, la Inmaculada “madre de cien dinastias” (que dice Federico G. Lorca en un poema sobre la Anunciación); y nosotros nos dejamos llevar de esa mirada.

La Virgen nos muestra a Jesús y hace que este sea realmente Emmanuel (Dios con nosotros). Si Jesús es el camino para ver al Padre (“El que me ve a mí ve al Padre”), ella –María- es el camino para ir a Jesús, para comprender la exquisita sensibilidad y maduración humana del Señor. No podemos dejar de encontrarnos con los dos a la vez al hacer nuestra oración; y no podemos dejar de descubrir en Jesús (en el ejercicio esencial de contemplarlos) los rasgos indelebles y vivos de su Madre.

Es evidente que tenemos que situarnos ante este cuadro con una suave tranquilidad, alejados por un momento del mundo trepidante y de las enormes fragilidades del ser humano en la sociedad que nos rodea. Descansando en esta contemplación.

Así sentimos la cercanía reconfortante del Señor y de María…; y vienen a los labios las Cantigas a las manos de Nuestra Señora (de Pablo García Baena):

María, ¿en qué troquel
las manos tuyas se hicieron?
¿En qué telar las tejieron?
¿Con qué hilo de alhelí?


Callad, que suena el rabel…


¿Qué sollozo de violín,
qué rosa, qué luna llena,
tedio la blancura a Ti?


Huerto cerrado, laurel,
palma rizada en el viento,
paloma, brisa, sustento,
lirio entre zarzas, marfil.


Callad, que suena el rabel…


Fuente sellada, miel,
¿por qué acueducto escondido
te llega el agua? ¿Qué nido
canta en tus manos, jazmín?


Tus manos ante el doncel
se juntaron sorprendidas,
¡cómo buscaron, heridas,
las blancas flores de lis!


Callad, que suena el rabel…


Cantigas a las manos de Nuestra Señora
(Pablo García Baena)

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