El Greco.
Óleo de 346 cm. X 137 cm. Compuesto entre 1596 y 1600 (en Toledo)
Manierismo renacentista.
Museo Nacional de Arte de Rumanía (Bucarest)
___________________________________________________________________ Alicia CRIADO CRIADO
Este magnífico cuadro (pintado en Toledo y llevado a Madrid) pertenecía al ya conocido retablo de la antigua iglesia del Colegio de la Encarnación (o de Doña María de Aragón). Su historia, unida a la del conjunto para el que nació, no deja de ser algo triste.
Cerrado el colegio por los decretos de José Bonaparte (que disminuían y eliminaban las órdenes religiosas en España), el retablo se trasladó en 1813 al convento agustino de San Felipe el Real y a la Casa de la Inquisición, y de ahí a la Real Academia de San Fernando y, después, al Museo de la Trinidad (creado con obras requisadas cuando la Desamortización). Este museo se fusionó con el del Prado. Allí fueron a parar cinco de los grandes cuadros del retablo; pero, durante los traslados, el sexto –este de la Adoración de los pastores- fue vendido, y terminó en la colección real privada rumana, hasta pasar en 1948 al actual museo de Rumanía… tan lejos ya del lugar y del ambiente espiritual para el que fue pintado por el autor.
El tema de la adoración de los pastores es uno de los predilectos de El Greco. Conservamos al menos seis versiones del mismo (en distintos museos del mundo, siendo el más conocido el que está en el Prado, compuesto para la iglesia de Santo Domingo en donde Doménico quería ser enterrado). Es tema predilecto porque la narración evangélica le permite –como pocas- el desarrollo de sus preferencias artístico técnicas: la doble escenografía (terrestre y angélica), el juego arbitrario de la luz, las figuras sin excesiva precisión iconográfica (anatómica), creando maravillosos conjuntos abigarrados y pródigos en sorpresas, y, en fin, el conjugar el realismo con el angelismo y la mística de la fe.
Por otra parte, hemos escogido precisamente esta Adoración por la importancia que parece tener un elemento en apariencia secundario: el pastor del primer plano del cuadro. No es un anciano (como en la Adoración del Prado, o en la de Murillo, de Sevilla), sino un hombre relativamente joven en la plenitud de su vigor físico y caracterial, de anatomía formidable y en escorzo, es decir, una persona en esa edad y condición en la que para tantos humanos lo que cuenta es la autosuficiencia, el orgullo y el desinterés religioso… Se trata, por tanto, de un espléndido grito a favor de la vigencia absoluta de la fe.
Recordemos la estructura del retablo del colegio de Doña María. El centro del piso inferior lo constituyen la Anunciación en el centro, flanqueada de la Adoración y del Bautismo de Jesús: las dos grandes y primeras manifestaciones de Jesús; la última visible sería la Resurrección – Ascensión, justo encima del cuadro de la Adoración. Es decir, estamos ante una obra clave del ciclo del misterio salvífico.
La composición se aprieta y adensa en estructuras verticales, como en un haz concentrado, en una gavilla de figuras entrelazadas y superpuestas, creando una extraordinaria unidad en torno a un centro luminoso que es la figura del Niño, que obviamente reposa sobre el pesebre, aunque parece a nuestra vista alado, en el aire, llenando el espacio.
Este Niño –Jesús- es una pura irradiación de luz, un resplandor increado que alcanza a todos los presentes y al lugar mismo. Se acuesta sobre un paño abierto al también invade de luz como si fuera una superficie solar, divinizada. Es decir, el autor está explicando la divinidad –que es el Niño- en función de la luz. Dios es luz. “La luz brilla en las tinieblas” y en este caso y momento los hombres sí la han acogido (Jn.1). Este es el tema esencial de la obra.
La policromía fuerte, que va del rojo al amarillo, superando el tenebrismo, acentúa la grandiosidad, la belleza y la intimidad de lo que sucede y contemplamos.
La arquitectura decrépita que abriga el acontecimiento queda así transformada (o soslayada, apartada de su decrepitud) para dejar paso a una naturaleza verde y cálida en la que el cielo y la tierra se juntan.
Igual que sucede en otras creaciones de El Greco, se ha eliminado toda distancia entre el espacio celeste y el terrestre. Hay que notar en cuanto clave de la composición y elemento interpretativo importante la figura del ángel adolescente que se ha unido al grupo humano en idéntico éxtasis, con las manos cruzadas sobre el pecho en actitud de suave adoración y embeleso.
Es evidente que la figura central es, sin embargo, la Virgen. Delicada jovencilla, iluminada toda por el Hijo en el rostro, manos y túnica; encendida de amor –de rojo-, y que sostiene con la infinita gracia y ternura de dos dedos sólo (de cada mano) el pañal con el que aún no quiere cubrir el cuerpecillo alegre y luminoso del bebé, no cansándose de mirarlo así y sentirlo totalmente suyo. Es claro que se halla de rodillas, pero la verdad es que parece estar casi de pie en levitación, elevada por el amor. La unión que establece la pintura entre la Madre y el Hijo –entre la mujer y Dios- es perfecta; forman los dos un todo entrañable e indisociable.
E
n toda la composición es la luz la que hace el milagro de fundir en una sola imagen el conjunto.
La luz sigue su camino descendente atravesando el tejado medio derruido de la casa, iluminando la estancia que escapa así a la oscura noche que la envuelve, símbolo del mundo necesitado ayer y hoy de la salvación que Dios ofrece mediante el envío de Jesús, su Hijo único.
Y por fin, el Niño con su luz, la misma que viene del cielo, plena en el recién nacido, alumbrando los rostros de los que se han acercado a contemplar
la maravilla.
“Un niño nos ha nacido, un salvador se nos ha dado”
La Virgen ha visto cumplida su espera y no parece sorprendida pues el ángel se lo dijo y lo creyó. Y debió creer con una confianza tan grande que sobre ella se posó la acción de Dios para todos.
Serena, iluminada, volcada sobre el hijo, nada hay en la escena que distraiga su atención. Una delicadeza extrema aparece en sus manos y en la finura del lienzo que sostienen, en su mirada fija, en la inclinación de su cuerpo volcado hacia el pesebre, en su túnica roja que abundante, se derrama también sobre la tierra del suelo. Es nuestra tierra, reseca y oscura, la que recibe el don absoluto, la persona de nuestro Señor Jesús.
La figura de un José relativamente joven, de barba castaño, es un tipo iconográfico que repetirá El Greco. Aparece ingrávido, contorsionado por el asombro y a punto de iniciar la genuflexión, con los brazos y las manos abiertos en una síntesis de disponibilidad y de pasmo, aireado el inmenso manto amarillo sobre su túnica azul de pureza; cercano y disponible, contempla la maravilla recibiendo también su luz.
El pastor arrodillado, figura rústica y noble (de tono casi caballeresco), con la rodilla y el pie en tierra firme y pobre capote verde, expresa la esperanza de una humanidad al fin creyente, donante (el blanquísimo corderito lechal simboliza la entrega de aquello que le es propio, de lo mejor de sí), una humanidad desposeída de pretensiones de poder (la vara está echada en el suelo).
Encima, en un plano que se adentra en la cueva o ruina, flota un maravilloso grupo angélico. De los más bellos que ha creado El Greco. Desciende (en cabeza de una multitud luminosa) portando la filacteria que anuncia Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz. Son todos ángeles indiferenciados (femeninos o masculinos) en la edad hermosa y delicada de la adolescencia e infancia. Su vuelo (y el de sus túnicas) y los fuertes y atrevidos escorzos muestran la riqueza de vida que acompaña al Nacimiento de Jesús. Uno de ellos hace por leer bien el mensaje.
El cuadro tiene música, un himno nuevo, quizá comparable a las mejores músicas que conocemos, casi se oye cuando en silencio miramos el cuadro.
“¡Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad!” También los dos ángeles jóvenes se abandonan al acontecimiento en su danza distendida y armónica que se vuelve acción de gracias en la mirada que levanta al cielo el de la derecha.
Por último, en un segundo plano, sin entrar en la escena, dos figuras casi antitéticas entablan un diálogo que adivinamos ser clave de interpretación del Misterio plasmado por el pincel. Un pastor, miembro sin duda, de la majada, ha tenido que acudir a la entrada para impedir una actuación civil de un funcionario ignorante del derecho humano y divino que asiste a María y José para cobijarse (para “ocupar”) aquel recinto. El gesto del hombre trajeado (su cara y su mano) parecen indicar que ha comprendido, que ha recibido bien la catequesis, y que desea unirse al grupo, aunque antes no entendiera nada de lo que allí ocurría.
Todas las Natividades y Adoraciones de pastores del arte son una Palabra que nos ayuda a penetrar un poco más en el Misterio de la Plenitud de la Encarnación por el nacimiento del Verbo. Este cuadro del Greco es también –y, si cabe, más- un regalo divino para esa tarea de nuestra fe: “Crecer en el conocimiento de Cristo Jesús”, de su realidad en la historia y entre nosotros. Contemplamos una de las pinturas que con mayor fuerza nos muestra la espiritualidad cristiana y nos adentra en ella. Volvamos a mirarla muy despacio.
La obra nos invita al reconocimiento del Señor desde su pequeñez, en su humanidad más tierna y en la fe de quienes le recibieron sabiendo ver en el recién nacido la totalidad de lo divino, sin dejar de ser personas con un realismo máximo... La contemplación del Niño del cuadro, y de cada una de las figuras (especialmente de la Virgen) renuevan ese descubrimiento emocionado, pasmado. Nos sentimos en comunión con el mundo celeste que nos compenetra, que no puede ser distinto del nuestro.
Y
reconociendo y creyendo entramos en adoración.
Adorar es quedar fascinados por la luz divina, por la grandeza y la naturalidad del Señor entre nosotros (por esa maravillosa síntesis de lo humano y lo divino)… Y, en consecuencia, poner la mirada, los brazos y las manos, el ser todo en actitud de amor a Él como nuestro centro de afecto y de entrega.
En esta oración–adoración nos damos cuenta de que sólo la sencillez y la autenticidad del pastor, de José y de María, y del Ángel adorante sirven para mantener viva la fe; porque sólo desde la simplicidad y la aceptación de una grandeza divina de amor que nos sobrepasa puede uno ser alcanzado por la Luz y ver bien.
Es como si al presentarnos la obra terminada, el pintor dijera: “Con el nacimiento de este Niño, se ha encendido la luz, toda la luz”. Firme y radiante, viene del cielo, de Dios, atravesando la guirnalda que forman los cuatro pequeños ángeles que inocentes y felices bailan y juegan gozando del nacimiento del Hijo, invitándonos a sumarnos al baño de esa luz y al gozo angélico.
Y sobre el manto y la tierra, el cordero y el bastón del pastor… ¿le harían intuir a María el doloroso momento de la pasión?. Se preguntaría, quizás: ¿Qué será de este hijo mío?, ¿Qué temblor es éste que me llega al ver este cordero inocente atado y derribado en el suelo?.
El ángel, mezclado con el grupo de adoradores, es uno más, se ha humanizado… ¿Podría ser que la fe en la encarnación del Hijo haya hecho posible que el hombre sea también ángel y el ángel hombre?
Queremos, con los ángeles y los pastores, entrar en el portal y como María, guardar todas estas cosas en el corazón. Guardar y comprender también esta Venida, misterio del Amor Absoluto y de la entrega definitiva de Dios al hombre que espera nuestra respuesta para que como dice esta poesía se cambie por fin la “noche negra o amarga“ que es la vida de tantas personas por la vida justa y feliz a la que tienen derecho.