Federico Barocci (El Baroccio).
Oleo sobre lienzo de 113 x 93 cms. Compuesto hacia 1575.
Comienzo del barroco italiano.
En la National Gallery de Londres.
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Mercedes GONZÁLEZ SERRANO
Según Giovanni Bellori, su biógrafo principal, Barocci pintó este cuadro por encargo del conde Antonio Brancaleoni, que vivía cerca de Peruggia.
En el contenido pictórico de Barocci predomina la temática religiosa. Recordando su biografía vemos que en ello influyeron dos hechos: por un lado, los problemas de salud que arrastró toda su vida, con la experiencia de creer próxima su muerte durante su estancia en Roma en 1563; por otra parte, su relación estrecha con los capuchinos de Urbino, donde nació y murió en 1612, a los 84 años.
El siglo XVI fue un tiempo de cambios históricos, caracterizado por el inicio de una mentalidad crítica. Así aparecen las figuras del teólogo alemán Lutero, promotor de la Reforma eclesiástica, y del físico y astrónomo italiano Galileo, inventor del catalejo y considerado uno de los fundadores de la ciencia moderna, que fue condenado por la autoridad religiosa de la época.. (y rehabilitado por esta sólo hace muy poco tiempo).
En el ámbito del arte, esta crisis se manifestó en el movimiento manierista, enmarcado dentro del bajo Renacimiento y antesala del barroco.
En esta encrucijada artística se forjó la obra de Barocci, si bien los cuadros de sus últimos años (como la Virgen del gato), están más cerca del barroco, destacando el realismo y la naturalidad más allá de la belleza clásica, así como el predominio del color sobre los límites de las figuras.
No suele predominar la sonrisa y el tono claro y distendido de la escena en el Renacimiento, ni en el Barroco… Sin embargo, esta obra de Barocci brilla por esas cualidades que nos la hacen tan simpática y cercana, incluso entrañable.
La Sagrada Familia es un motivo frecuente en la pintura religiosa de casi todos los autores hasta el siglo XIX (entre otros, Correggio, Rubens, Murillo, Zurbarán, Alonso Cano, Goya…). Sin lugar a dudas, el cuadro de Barocci debió inspirar a Murillo para su “Sagrada Familia del pajarito”, compuesta hacia 1650 y que se halla en el Museo del Prado. Pero el lienzo del italiano realza más el tono alegre y distendido de la escena, eludiendo la técnica (tan italiana, por otra parte) del tenebrismo con una claridad diáfana y cálida.
Tras el nacimiento en Belén y la huída a Egipto, los Evangelios sólo hacen referencia a la infancia de Jesús con ocasión de la circuncisión y la presentación en el templo, según prescribía la ley judía. Después, sitúan al Señor en Nazareth. San Lucas dice que “el niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría, y la gracia de Dios estaba sobre él” (Lc 2, 40)… El Niño de Barocci –todavía de pocos meses- denota indudablemente esa gracia.
En este cuadro vemos una escena íntima de la Sagrada Familia, en la que se incluye al pequeño Juan Bautista, hijo de Zacarías e Isabel, pariente de María. Juan debía tener unos seis meses más que Jesús (Lc 1, 36) y la relación entre ambas mujeres debía ser muy estrecha pues, tras la Anunciación, María acudió prontamente a comunicárselo a Isabel, expresando en ese encuentro (Visitación) el canto del Magnificat (Lc 1, 39-55), y permaneciendo después María unos tres meses en casa de Isabel. No es de extrañar, pues, que Barocci quisiera incluir a Juan en esta escena tan familiar de Jesús, pues cabe pensar que los dos niños estarían juntos en muchas ocasiones. En todo caso (como hará también Murillo) hay un gran acierto en vincular ya a Jesús y a Juan porqu el mismo Jesús lo haría más tarde, en su predicación.
La Virgen y los dos niños, Jesús y Juan, están situados en el centro del cuadro, encontrándose San José en un discreto lateral del mismo. En esta escena familiar aparecen también un jilguero y un gato, que motiva la atención y la sonrisa de los niños, haciéndonos recordar cuántas veces los animales nos acompañan y ayudan.
C
on la ausencia de ángeles u otros elementos religiosos el autor parece querer remarcar el carácter humano y
natural de la composición.
El efecto esfumado del contorno de las figuras, donde las formas pierden su limitación lineal, y el predominio de colores cálidos, dan a esta escena, tan humana, un aspecto pleno de delicadeza y espiritualidad.
La belleza de la Virgen no emana sólo de sus rasgos físicos, tan delicados, sino, sobre todo, de la serenidad que transmiten su rostro y su cuerpo, que abraza con ternura a ambos niños por igual: a su hijo, a quien contempla tranquila mientras le da el pecho; y al pequeño Juan, que se apoya confiado en su regazo, diciéndonos así que todos podemos sentirnos queridos y abrazados por ella, como uno más de la familia. Porque ella también es nuestra madre (Jn 19, 25-27). Como dice la oración de Dámaso Alonso: “Virgen María, madre, dormir quiero en tus brazos hasta que en Dios despierte”.
El arte (casi desde el gótico) nos brinda rostros sonrientes, pero con frecuencia las sonrisas son enigmáticas (e incluso, a veces, algo molestas, como la de la Gioconda)… En esta obra de Barocci triunfa la sonrisa clara y dulce. Las cuatro figuras sonríen del mismo modo: mirándose, contemplando embelesados al otro, es decir, desprendiéndose de sí mismo cada uno. José mira así a María, María al Niño, el Niño (distrayéndose por un momento de mamar, como ocurre a todos los bebés) y su primo Juanito miran al gato. Esta mirada salva al pajarillo. El gato los mira también y espera pacífico. Todos se hallan en calma y las manos de cada uno reposan.
San José ocupa un lugar discreto en el conjunto del cuadro, pero no por ello sin importancia. Él vela por la familia, a quien parece proteger con su brazo fuerte, mientras mira a María con inmensa ternura, en un gesto poco habitual en otros cuadros sobre la Sagrada Familia. Jesús y Juan están a su aire, con la naturalidad de los niños pequeños, sin darse cuenta aún de que están siendo queridos y cuidados por los mayores. Sorprendentemente Juan tiene ya tres o cuatro años, habiendo nacido sólo unos pocos meses antes que su primo.
E
ste cuadro nos habla suavemente al corazón y a la fe: a la honda simpatía hacia el Señor.
La imagen nos dice que la infancia de Jesús debió de ser feliz, favoreciendo que crecieran en él la sensibilidad y el equilibrio interior que le permitieron ir descubriendo el mensaje de Dios de paz y amor a todos los seres de la Tierra. Porque el camino de la vida, que iniciamos ya en el seno materno, comienza a hacerse consciente en nuestra infancia, en el entorno de la familia. La persona que hoy somos es el fruto, aún inacabado, de una historia, de unas vivencias. Jesús, como hacía su madre (Lc 2, 51), también guardaría este tiempo en lo más interior de su ser.
Quizás por todo esto, al acercarnos a la pintura nos sentimos llamados a recrear la sonrisa. ¡Qué importante es aprender a sonreir! Tal vez baste para ello saber mirar al otro como se miran los protagonistas del cuadro.
El pajarillo que tiene Juan en su mano es un jilguero, símbolo popular de la Pasión de Cristo, cuya corona de espinas le hace sangrar, como roja es la cabeza del jilguero. Este también es el sentido de la cruz apoyada en la pared del fondo, de la cual pende un fino lienzo con la inscripción agnus, que significa cordero (“el cordero de Dios”, Jn 1,29)… Vienen a decirnos (como dijo el anciano Simeón a María) que nunca estará ausente del horizonte de nuestra vida la amarga condición de tener que asumir una cruz.
En conjunto, esta obra nos habla de la humanidad de Dios, encarnado en un niño de infancia feliz, al que aguardaba el descubrimiento de ser Hombre, en libertad y solidaridad, descubrimiento al que todos estamos llamados.
Pero la tonalidad clara e incluso alegre de la obra nos abre a una esperanza ilimitada sobre el futuro y sobre el presente de esta árdua tarea que es ser personas y ser creyentes.
H
ablando de animales, podríamos terminar la contemplación releyendo la poesía de Miguel de Unamuno