8.      ADORACIÓN DE LOS PASTORES

Bartolomé Esteban Murillo
Óleo sobre lienzo, de 230 x 190 cm. Compuesto en 1669.
Barroco andaluz avanzado.
En el Museo de Bellas Artes de Sevilla.
____________________________________________________ Antonio APARISI LAPORTA

 
O mio babbino caro,   canta: Montserrat Caballé.  Puccini

Aproximación a la obra

Esta “Adoración de los pastores” es la última que realiza Bartolomé Esteban Murillo. La hace por encargo para la iglesia del Convento de Capuchinos de Sevilla (personas éstas de carácter sencillo y estilo franciscano). Esto puede sugerir ya, tal vez, que el cuadro está hecho para suscitar sentimientos de oración y de pobreza evangélica.

La persona y la obra de Murillo se sitúan en un mundo de grandes contrastes. Estamos en la Sevilla imperial de los Austrias en cuyo puerto fondean los barcos venidos de las Indias (cargados de aventura más que de riquezas); a la vez resuena el eco de nuestros Tercios en las continuas guerras europeas. En el ambiente de la ciudad pesa el clima de dureza e intransigencia ideológica propio de la Contrarreforma española. Para la mayor parte de la población hay hambre, pobreza miserable y temor. Los pintores que han captado el gusto popular pintan y venden sus cuadros en el mercado para poder sobrevivir (Bartolomé es uno de ellos). Paradógicamente se respira un ambiente de elevada cultura artística plástica y literaria: es –para todos- el triunfo del Barroco… Pues bien, en esa situación el autor crea la extraordinaria pintura que contemplamos.

Quizás porque él mismo es extraordinario. En contraste con su época, nos sorprende con una exquisita sensibilidad hacia las personas del pueblo, hacia los niños, hacia la belleza más natural y pura. De forma que vamos a hallarnos –en toda la trayectoria del pintor- ante un realismo naturalista y tierno , comprensivo del valor de la interioridad y de los sentimientos religiosos más hondos (más ajenos a la superficialidad), rehuyendo en sus figuras los tipos fuertes, duros o toscos (reyes, caballeros, santos ascetas, personajes burdos, etc.; más frecuentes en Velázquez o Zurbarán, a quienes en parte sigue).

¿Qué vivencias personales explican tanta ternura y suavidad?... Quizás la propia infancia del maestro, carente del calor familiar y de los padres, un calor que añorará siempre.

Comprensión y conocimiento de la obra

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El título del cuadro corresponde muy bien a su contenido: hay una verdadera adoración del Niño por parte de dos pastores, además de María y José. Se está refiriendo al texto de Lucas, 2, 8-20, que continúa la narración del nacimiento de Jesús. Sin duda el cuadro expresa la ofrenda espontánea de una gente sencilla y pobre a la familia forastera más pobre aún; en particular, a la madre recién parida. Conjugando la escena con un suave clima de trascendencia: hay en el lienzo bastante más de lo que a simple vista observamos.

La experiencia estética feliz de encuentro y los mensajes espirituales nos llegan -en este cuadro- a través de las figuras muy especiales y de los elementos técnicos que conjuga el artista: la luz, el color y la forma, en una noche iluminada. Conviene contemplar todo despacio.

a. En cuanto a las figuras.

Detenemos la mirada en tres conjuntos que se complementan:

El conjunto central:

Está constituido por la Virgen -que ocupa el primer plano del cuadro- y el Niño recién nacido, que irradia toda la luminosidad a la escena. María es una sencilla mujer –más que jovencita- de absoluta naturalidad en su belleza, llena de profundidad y de dulzura, tanto en la mirada como en el porte y en el vestido. Probablemente era así. Está mostrando al hijo. Es quien introduce a Jesús, la que permite –con gusto- su visión a los hombres... que saben verlo. Su frente amplia tiene una sorprendente luz y el Niño descansa en ella, sobre sus rodillas y su regazo. El pequeño Manuel –Dios con nosotros- se siente así plenamente a gusto, seguro, satisfecho, como lo indica en el juego de los brazos que ya mueve, las manos abiertas, y la ligera sonrisa de bienestar. La madre lo descubre (muestra su cuerpecillo) y lo arropa a la vez.

Ambos –María y Jesús- se hacen entrañablemente cercanos (¡Dios se hace –desde ellos- entrañablemente cercano, accesible!).

El escalonamiento del grupo (junto con los pastores) llena de movimiento el cuadro acentuado por los vivos contraluces.

El conjunto de figuras laterales:

Lo integran cinco personas, muy distintas en su identidad propia, pero unidas esencialmente en el mismo sentimiento: cuatro pastores y José. Todos son tipos muy humanos y simples –o sencillos-; de una belleza sobre todo interior, que radica en el gesto, en los ojos y en las manos.

El pastor anciano, arrodillado en segundo plano (su protagonismo se va debilitando ante la llegada de los jóvenes), “ve” ya –como el también anciano Simeón- lo que en su intimidad ha esperado, quizás, ver durante toda la vida: un ser nuevo esperanzador, la esperanza hecha ya realidad. Ahora apenas le hace falta abrir los ojos para tener esa visión. Por eso sus manos descansan apoyadas sobre el pecho. Brotan sentimientos de gratitud y adoración.

El pastor joven (con bigote que busca resaltar una elegancia ya segura) se muestra vehemente: está entusiasmado con el Hallazgo del Niño. Su rudeza de hombre del campo queda por detrás del gesto en esta noche. Lo que prima es el sentimiento nuevo y la actividad: no deja de ser pastor. Es él quien mantiene tranquilo en su nuevo recinto al cordero de hocico blanquinegro, que, sin duda, es uno de los preferidos de la majada.

La pastora, sin tiempo apenas para arreglarse, bellísima y natural, con una hermosura semejante a la de la Virgen, y el pastorcillo son esenciales en el cuadro; y del todo originales. (Son como la firma del pintor). El niño ha venido con todos, pero necesita ser catequizado y llevado a la fe; y esto sólo se consigue por la palabra y por la mano amorosa que acompaña. Por eso la mira y escucha, y va a ofrecer algo muy suyo y vivo: la paloma que aletea (un tanto asustada por el lugar distinto en que se encuentra). Estamos ante una excelente madre y catequista que sí sabe a dónde va. La oveja, la paloma y la cesta vienen a recordar que no se puede acceder a la fe de vacío.

Por último, la figura de José, en penumbra, casi acorde con la edad de María, viene a completar la escena central con un gesto de sosiego, de pleno asentimiento a lo que ocurre, y, al mismo tiempo, de protección y de absoluta discreción en cuanto a su presencia en el Misterio; tanto que su contorno se difumina y se pierde en la oscuridad de la noche, sin dejar de estar allí. De alguna manera esa estancia es fundamental a la fe cristiana.


l aliento del buey –de la naturaleza- en la penumbra presta una parte del calor que se necesita.

El conjunto superior es muy escueto.

Lo forman sólo dos ángeles niños que revolotean y juegan libres con plena espontaneidad. Ellos evocan seguramente el mundo de la inocencia y de la infancia feliz que acaba de ser despertado y fecundado por el Misterio del Nacimiento.

b. La estructura del cuadro: la luz, el color y el juego de planos.

Es indudable que el pintor –entrado ya en una madurez vital avanzada- ha soñado la escena con amor y como feliz síntesis de lo humano y lo divino. Está en su última etapa creativa, en el período “vaporoso” (en el que el color se hace transparente y difuminado). Todos los elementos del cuadro -manteniendo la pureza de las líneas y de las formas- quedan, sin embargo, envueltos en una cierta neblina que acentúa su trascendencia, es decir, la presencia misteriosa de una realidad que les sobrepasa.

La luz es la artífice de esta impresión. Entra tenue por la puerta del establo y, al mismo tiempo, viene de lo alto; es la misma que envuelve a los ángeles. Recuerda las palabras de la Anunciación: “El hijo que nacerá de ti será llamado Hijo del Altísimo; el Espíritu Santo vendrá sobre ti”. Pero, una vez que esa luz ha entrado, el centro luminoso e irradiador está en la Virgen -rostro y frente- y en el Niño. Ellos son los que iluminan la escena y las caras de las demás personas... Conviene saber dónde se hace posible la Luz.

El color predominante es el naranja vivo, en una infinidad de tonos, desde el amarillo al marrón (no al negro); es decir, el color y el calor de la vida. Una vida que, en este momento –en esta obra- viene tamizada de una cierta neblina (período vaporoso del pintor) que sitúa la fe también en el interior de un sueño, o, mejor, como respuesta a un sueño muy hondo, a la añoranza de una vida cálida, recuperada la armonía.

En realidad todo sucede casi en un mismo plano, con una extraordinaria cercanía, sin distancias ni superposiciones secundarias. Porque todo es ya igual de importante cuando sobre la tierra se ha producido el Misterio de la Encarnación de Dios (“Se hizo uno de tantos”).

Apenas hay elementos secundarios o accesorios. Tal vez sólo el buey, el cordero y la paloma, símbolos de la Naturaleza, que simplemente expresan el acuerdo con la escena y disfrutan de su paz.

Contemplación y oración sobre la obra

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La pintura de este lienzo nos remite cordialmente al acontecer del Nacimiento de Jesús narrado por Lucas en las condiciones justas de aquel parto: en máxima pobreza e irrelevancia para los padres, dentro de un contexto ambiental de gentes humildes y, a la vez, en una cálida y sobria ternura; es decir, con extraordinaria fidelidad al hecho de la Encarnación del Verbo. Y, de manera muy particular, destacando el papel de María en ese Misterio.

Todo en el cuadro tiene una extraordinaria elocuencia en cuanto a ese frágil misterio de la posible comunión del hombre con Dios. ¿Cómo entrar cada uno de nosotros en esa intimidad creyente?

Reflejada en los rostros, en las miradas y en las actitudes de las personas que lo integran (que se dirigen hacia el Niño) esa relación íntima parece fácil..., si uno acierta a dejar que brote desde sí mismo la simplicidad del ser y de las cosas. La comunión brota (aunque sea con intensidad distinta y de diversos modos) cuando, soñando la escena de la madre y el Niño, se intuye el deseo de cercanía que tiene un Dios, y su casi desesperada bondad con lo humano.

El mensaje es muy claro: son precisamente los más humildes los que entran en este Misterio –lo perciben y responden-, despertando entonces lo mejor de sí mismos: la ternura, la atención mutua y una gran generosidad.

La impresión global que nos deja es de una armonía perfecta entre la belleza (de un barroco entrañable) y la fe central del Misterio cristiano: la Encarnación de Dios y la transformación que este hecho supone para el Universo. La contemplación tranquila del cuadro nos relaja, nos deja extasiados en la mirada a lo divino, y, al mismo tiempo, no nos saca de nuestro mundo, de nuestra propia humanidad.

Como mensajes de carácter secundario podríamos añadir dos temas que acompañan a nuestra responsabilidad creyente. Primera, la necesidad de invitar a la fe, de educar hacia ella, significada en la relación de la pastora joven con el niño que se halla junto al Misterio, pero necesita que alguien lo introduzca en él con la palabra y el gesto creyentes, cordiales (verdadera catequesis). Y, segundo, la íntima e imprescindible dimensión contemplativa de la fe, manifestada ésta con claridad por las demás figuras del cuadro.


intiéndome “pastor llamado” puedo recitar ahora la Canción del llamamiento a los pastores, de Luis Rosales

Deja en su sueño al ganado
que nube cándida fue,
pastor que sientes el pie
al son del gozo bailado;
si el cielo está deshojado
sobre el heno bienhechor,
¿cómo no venís, pastor?

Si canta la nieve herida
donde el corazón sestea,
si todo un Dios se recrea
sobre la paja encendida;
si está en Belén detenida
la luz de la estrella errante,
¿cómo no venís, amante?

¿Cómo no venís si llegan
las aguas a la garganta,
las aguas que el mar levanta
y en su cuna se sosiegan?;
si al verle los ojos ciegan
y sólo el cielo es testigo,
¿cómo no venís, amigo?

Canción del llamamiento a los pastores
(Luis Rosales)

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