Gerardo de San Juan
Óleo sobre madera de roble, de 34 cm. x 25 cm.
Compuesto entre 1480 y 1490
Renacimiento flamenco.
En la National Galery de Londres
____________________________________ María Pilar GARCÍA NAVEROS
Nos encontramos ante una de las más hermosas tablillas del primitivo renacimiento flamenco atribuida a Gerardo de San Juan.
No se conoce la fecha exacta del nacimiento y de la muerte de Gerardo de San Juan; a pesar de ello, se puede establecer como aproximación los años 1455-65 y 1485-95, en Haarlem o Brujas, Flandes (lo situamos en la escuela de Brujas).
Su nombre es significativo (Geertgen tot sin Jans), quiere decir “pequeño Gerardo de la hermandad de San Juan”. Lo de “pequeño” puede referirse a que ingresó muy joven en esa agrupación religiosa (y probablemente murió a los 28 años).
A pesar de la temprana edad de su muerte sus pinturas son de tal calidad que lo colocan entre los más grandes del arte. Se mencionan cuadros suyos perdidos y otros que se le han atribuido por analogía clara de estilo (como ocurre con la obra que vamos a estudiar).
Esta tabla de tan reducido tamaño indica que se trata quizás de la copia de otra mayor existente en un retablo perdido, y que (como era frecuente en la época) se destinaba a la devoción doméstica, un poco al modo de los iconos orientales.
En un tema tan trabajado por pintores y artistas a lo largo de toda la historia nuestro autor da su particular visión del Nacimiento de Jesús, posible sólo gracias a la luz emanada del Niño incandescente, desarrollando toda la composición “en la noche” más invernal. Este dominio suyo de la luz le lleva a realizar los primeros “nocturnos” de la pintura en los que la iluminación, más espiritual que física, surge del interior de la obra.
Al principio del siglo XV había empezado ya a afianzarse en Haarlem un tipo de pintura que se mostraba algo reticente a dar testimonio objetivo de la realidad (de la narración directa de hechos), dejando mayor libertad al simbolismo de las imágenes y a la interioridad de los pintores. A este estilo pertenece la mágica versión del Nacimiento de Jesús que se plasma de forma inigualable en este “icono” de Gerardo de San Juan.
La disposición del tema en esta tablilla hace referencia seguramente a la visión mística, relatada por una santa del siglo XIV, Brígida de Suecia, que creyó ver el nacimiento sin dolor de Jesús.
Gerardo de San Juan compone este cuadro combinando la luz y la oscuridad, el resplandor central, la contextura y disposición de las figuras, y los planos.
Es evidente la intención de destacar el brillo divino del Niño, centro de la tabla. Este brillo divino no se materializa (como en la pintura gótica tradicional o de los primitivos) en objetos o seres preciosos hechos a base de costosos polvo de oro y pigmentos raros. No, se nos hace sólo posible en el contraste y la paciente modulación de la oscuridad que lleva a cabo Geertgen, con toques de ligerísimos rayos dorados auténticos que salen del Niño Sagrado. La descripción realista en este momento evoca el significado del nacimiento del Salvador en la fría noche de invierno, según las palabras del evangelio de San Juan: “Si uno anda de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo; pero si uno anda de noche, tropieza, porque le falta la luz.” (Jn. 11,10) y también “La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron.” (Jn. 1,5). Es decir, la noche es noche (sin estrellas), una oscuridad contundente, simbólica; pero en medio de ella brilla ahora realmente la Luz verdadera. (El sobrenombre de Gerardo –el “de San Juan”- parece encontrar también una bella y honda justificación en su pintura tan referida al cuarto evangelio.)
Más aún, la luz hace más intensa la espesa tiniebla de todo lo que no recibe los efluvios del cuerpecito que está en la cuna generando un fino claroscuro. Las demás luminarias (la vela que parece portar San José) tienen ya escaso sentido.
Claramente podemos distinguir en la obra tres planos: en el primero, más cercano, está el Niño recién nacido, la Virgen María y un grupo de ángeles pequeños, incluso muy pequeños; en el segundo plano, invadido de oscuridad, aparecen –o se adivinan- José, la mula y sobre todo el buey; por último, en un tercer plano montañoso hay un grupillo de pastores y un ángel anunciador diminuto.
El conjunto da un cuadro de tonalidad oscura y humilde, con tres breves puntos de luz de distinta intensidad: el Niño, la cara de la Virgen y el ángel de los pastores. Sin embargo, en ese contexto compositivo hay algo que fascina: los rostros.
Como en tantas obras, pero en esta de una manera clarísima, son las miradas y las manos lo que habla con extraordinaria agudeza y elocuencia.
Lo que caracteriza a las figuras del primer plano es la inmensa ternura de las mismas manifestada en los rostros y en el gesto de las manos. A la vez, la notable desproporción de los tamaños.
La Virgen es de una extrema sencillez campesina, acentuada por el oscuro de la túnica y el blanco del velo. Está asombrada. No es hermosa, pero sí naturalmente divina, esto es lo que se quiere resaltar. Si María es grande y puede decir el Magnificat es porque es pequeña, humilde, una de tantas, y no podía imaginar ni desear su destino, de ahí y de la luz del hijo procede el resplandor de su cara. Entonces se agacha levemente hacia la cuna-pesebre; y su mirada, de atención infinita, desprende toda la admiración y ternura posibles hacia el recién nacido. Y sus manos, dejadas a sí mismas, a su natural inclinación tienden a la actitud de oración.
En el centro, símbolo de constituir lo más importante y destacado del cuadro, nos encontramos con el Niño acostado, recién nacido, completamente desnudo, al natural y al mismo tiempo sagrado, del que se desprenden unos rayos de luz, iluminando así la oscuridad del cuadro.
En la parte izquierda podemos ver un grupo de cinco ángeles niños, en actitudes a medio camino entre el ensayo y la espontaneidad. Destacan las distintas “posiciones” de las manos de cada uno y las miradas; manos y miradas a cual más bella muestran también la sorpresa, la adoración encendida, la plegaria y alabanza. De alguna forma estos cinco seres angélicos representan para el autor el genuino mundo cristiano que recibe la Luz del Señor. Pero es un mundo aún pequeño; por eso su tamaño es menor que el de la Virgen.
En un segundo plano, a la derecha, detrás de la Virgen, descubrimos a José, con la mano en el pecho, que muestra su insuperable asombro por el acontecimiento del que es testigo. Esta visión suya, muy bien reflejada en la atenta mirada del buey, no parece, sin embargo, muy fundamental dentro del cuadro.
La obra también expresa esa misma actitud en los pastores que, junto a la lumbre, se tapan los ojos, deslumbrados, cuando llega hasta ellos el ángel como una estrella fugaz a anunciarles el nacimiento del Mesías.
L
a Navidad es (mucho más en estos tiempos) un reto a nuestra verdadera fe cristiana. No es fácil acertar
con las actitudes debidas.
La tabla que contemplamos nos lleva derechos al Misterio. Saber estar ante el Misterio de Amor y de Acercamiento de Dios sí es una buena actitud.
Mirándola bien, nos quedamos sobrecogidos por la infinita delicadeza de la Vida que se nos viene, por la Luminosidad que nos llena, por el Silencio de la Creación manifestado -por la noche cósmica- con absoluta claridad en el nacimiento de un niño, y precisamente de ese Niño… Permanecemos quietos, con la mirada y las manos abiertas; con el mismo asombro del ángel que tiene brazos y manos en actitud sobrecogida. Y entramos en adoración: ¡mi Señor y mi Dios, María, ángeles santos!, ¡Él tan cerca!, ¡nosotros tan aproximados!
Nos sentimos pequeños (no sólo nos reconocemos mínimos, sino que lo sentimos, vemos con serena alegría la relatividad de nuestro ser). Todo en la obra contemplada hace patente esta perspectiva de la fe y de la piedad: la humildad natural, espontanea, base de todo perfeccionamiento y fundamento de cualquier camino justo y santo.
T
ambién la apropiación del espacio como pobre. El cuadro nos hace encontrarnos bien en un lugar
tan pobre como el que se pinta.
En ocasiones los artistas enriquecen sin medida la geometría arquitectónica por razones que son igualmente válidas (pensamos, por ejemplo, en las Anunciaciones de los primitivos italianos). Aquí no hay arquitectura. Está la tierra en su espacio más pobre y libre, esto es muy importante para un creyente: poder situarse interiormente bien y centrado allí donde el lugar no acusa más que pobreza, donde no hay casa.
Podría darnos la impresión de que Dios no preparó bien el sitio donde iba a nacer su Hijo. Se dice en la Escritura sólo que era la ciudad de David, pero el evangelio no abunda en detalles; el único dato que nos deja es que “no había lugar para ellos” en el mesón, y que al nacer “recostaron al niño en un pesebre” donde comían los animales. Lo que nos da a entender que el lugar no fue las colinas circundantes, sino la misma ciudad de Belén, probablemente a espaldas de la plaza del mesón, en una pared que la circundaba, por fuera, en donde estaban adosados algunos pesebres, a la intemperie casi, apartados de la gente (que se instalaban al interior del patio) porque en medio del gentío no era sitio adecuado para dar a luz. (Lc.2, 6-7)
Es decir, Jesús nace en una situación dramática de pobreza, arropado sólo por el amor de la madre que trae su hijo al mundo, y que ahí –más que nunca y más que nadie- aparece el absoluto don de Dios.
La contemplación del cuadro acaba así de prepararnos para vivir una Navidad justa y santa. No parece que se nos dé otra posibilidad de vivencia, así estamos a salvo, así está a salvo la Humanidad de cometer tantos errores de apreciación y de perspectiva.
La paz y el sosiego de María que expresa la tabla se nos contagia a nosotros, que terminamos dando gracias por este regalo creyente de Gerardo de San Juan.