Luis Miguel y Antonio APARISI LAPORTA
El autor de las “pinturas negras”, de óleos inquietantes, de los retratos de la Duquesa de Alba o de las desenvueltas escenas de la pradera de San Antonio de la Florida ¿fue un escéptico y desinteresado en materia religiosa, o demasiado entregado a los medios libertinos de finales del XVIII?. Una crítica superficial (y tal vez muy sesgada) así nos ha transmitido la imagen de Goya.
Nada más contrario a la realidad, aunque indudablemente nuestro inmortal aragonés fuera un hombre libre y liberal, inconformista y revolucionario (al menos, del arte). Camón Aznar, uno de sus más serios comentaristas de arte –y con él la inmensa mayoría de estudiosos-, sitúa en la cima del arte religioso y cristiano del siglo XVIII un cuadro inmenso del autor: La última comunión de San José de Calasanz.
Por honestidad cultural y –también- por interés testimonial cristiano conviene analizar esta perspectiva religiosa del arte de Goya.
El arte nétamente cristiano (cercano, además, a la teología del icono oriental) tiene una extraordinaria expresión en la obra de nuestro pintor cretense toledano de finales del siglo XVI, el Greco.
Nos acercamos a la obra y a la personalidad de Francisco de Goya y Lucientes (1746-1828)… Esto puede significar quizá penetrar en un mundo trepidante, dispar, impregnado de relámpagos lúcidos y de sombras tenebrosas, cabalgado sobre pasiones nobles, entusiastas, y –más aún- sobre desencantos y sufrimientos.
Nacido en un pueblecillo aragonés (Fuendetodos) y marcado por una infancia más bien pobre pero de nobleza baturra, vivió Francisco joven en medio de una historia convulsa, agitada de ideas contrarias y de confrontaciones políticas y sociales cruentas. Le tocó padecer los reinados de tres Borbones de muy distinta valoración: Carlos III, Carlos IV y Fernando VII. Esta monarquía fue al principio reformista, y el pintor se identificó entonces con los ideales de cambio propuestos por hombres como Jovellanos.
A partir de su viaje a Italia (1770) adopta entusiasmado el neoclasicismo, preludio del romanticismo y –más tarde- de la pintura contemporánea.
Pero el despotismo ilustrado de los gobernantes y las crisis continuas de todo tipo que estos provocaron en España hicieron que Goya se distanciara de aquellos planteamientos iniciales, derivando muy pronto hacia una postura mucho más liberal. Su enfermedad de 1793 le va a llevar a una pintura más creativa y original. Poco después, a principios del siglo XIX, la hiriente invasión francesa, por una parte, y, por otra, el camino de guerra civil que se apuntaba en el horizonte español, la enfermedad propia y la incomprensión de casi todos –las tres cosas juntas- le sumieron en una profunda amargura, aconsejándole primero irse a la soledad torturada del retiro de su casa, a las afueras de Madrid (la Quinta del Sordo), y, al final, al exilio en Francia (con breves regresos a Madrid).
Sus obras reflejarán “los desastres” de la guerra; iniciando así el “cuadro de la historia” (levantamientos del 2 de mayo), con un mensaje metahistórico y de carácter universal.
C
on la amargura de estos “finales” y la esperanza de una fe nunca perdida muere en Burdeos.
Y en este proceso de vaivenes que es su vida, el ilustrado y liberal Goya sorprendió a todos manteniendo una seria postura religiosa constante, aunque diversa en cada etapa. Evolucionó desde la devoción convencional y sencilla plasmada en sus primeras obras, hasta la crítica más dura del fanatismo pseudopiadoso del pueblo y de los desaciertos del mundo clerical; retornando siempre él a un intimismo creyente y a un angustiado refugio en la personal identificación con la figura de Jesucristo y del Dios cristiano; fe esta –en el pintor- de extraordinaria densidad teológica, manifestada también –y sobre todo- en las pinturas de su última época.
Precisemos algo más. Se ha hablado poco y mal de la religiosidad de Goya… No es justo; ese es un gran error. Es cierta en él una determinada visión antieclesiástica que emerge en algunas escasas composiciones. Pero tan indudable como esa opción anticlerical es su fe acendrada y ortodoxa, casi connatural y su extraordinario respeto a la Tradición eclesial.
Aclaremonos. Lo que siente y expresa el maestro es una crítica al modo de ser (no precisamente cristiano) de buena parte de personas religiosas de su tiempo, de eclesiásticos cortesanos en particular, de instituciones como la Inquisición aún vigente, y de estructuras sociopolíticas que mantenían esa situación falsa y desastrosa para el catolicismo mayoritario hispano del antiguo régimen. Pero su actitud –y su pintura- nunca es despectiva respecto a los símbolos sagrados del cristianismo. Todo lo contrario. A pesar del espíritu generalizado en una gran parte de ilustrados y liberales del XIX, esa actitud suya muestra una gran hondura religiosa, y, más aún, expresa una sorprendente comprensión de la mejor teología católica, de la mística cristiana y de la justa interpretación bíblica; todo ello dentro de la más pura ortodoxia. Y, sin duda alguna, como expresión de una probada fe personal.
Hay que decir que Goya integraba de forma admirable extremos aparentemente difíciles de unir: la sencilla y auténtica espiritualidad del mejor cristianismo hispano (con elevadas intuiciones de la verdad evangélica) y –a la vez- el espíritu liberal de la época (espíritu para cierta mayoría de gente “ilustrada” distante y opuesto a la Iglesia y al hecho religioso católico.
Algo semejante le iba a ocurrir enseguida en el campo de la literatura a otra gran personalidad casi coetánea, a don Benito Pérez Galdós, también asentado en Madrid.
El pintor aragonés escribe con naturalidad a su amigo Zapater, de Zaragoza: “Pídele a la Virgen que me dé más ganas de trabajar”... Esta Virgen es la del Pilar, cuya estampa acompaña siempre a su modesto ajuar en todos los desplazamientos.
Sus últimas obras religiosas, comparables a las de los desastres de la guerra (Fusilamientos del 3 de mayo, Asalto a los mamelucos, etc.), revelan una sinceridad personal inmensa.
Y es muy notable el hecho de que sus grandes conjuntos pictóricos los realiza en lugares sacros destinados a desarrollar una fuerte espiritualidad. Bien sea una religiosidad de sabor popular, como ocurre en los cuadros marianos de la Cartuja de Aula Dei, de Zaragoza, y, sobre todo, en la Ermita de San Antonio de la Florida, de Madrid; o bien sea una vivencia interior más honda y de algún modo selecta, como define a las cúpulas de la Basílica del Pilar, de Zaragoza, o a la Santa Cueva de Cádiz, el relicario de Fuendetodos o el altar de Monte Torrero, lugares que invitan a una profunda oración.
Faceta imprescindible e importantísima de la creación goyesca, la pintura religiosa (y en algún momento el grabado religioso) acompaña a esta producción desde casi el principio de la carrera artística del pintor; siendo extraño que esta dimensión haya sido escasamente valorada por buena parte de los estudiosos del pintor aragonés.
Se conoce (por contar con las obras y por testimonios expresos, incluso del mismo autor) la realización de cerca de dos centenares de composiciones religiosas unitarias (de un tema, aunque éste se halle dentro de un conjunto pictórico); si bien un porcentaje alto de las mismas desapareció en la Guerra de la Independencia y posteriormente.
L
a mayoría de esas pinturas unitarias se realizaron (y se hallan todavía, en parte) en seis conjuntos iconográficos
encargados a Goya:
En cuanto a la localización actual de obras independientes, los dos museos que recogen mayor producción de Goya son el de la Seo de Zaragoza y el del Prado. Es notable –y lamentable-, sin embargo, que un buen número de cuadros suyos se hallen actualmente en colecciones privadas de difícil acceso (en España, Francia e Inglaterra, sobre todo).
Optamos en nuestra particular selección por presentar las obras en función de su cronología.
El joven Goya hace pequeños cuadros de devoción (no exenta de teología) que alcanzan su máxima perfección en la decoración al fresco de dos grandes conjuntos murales:
É
poca creativa tumultuosa, de máxima madurez y originalidad pictórica y espiritual, en plena vorágine existencial
e histórica.
Tres series de obras van a considerarse de enorme relieve en el arte religioso cristiano de finales del s. XVIII y principios del XIX, y, en general, en la historia del arte de estos años.
Goya fue así mismo –y sin duda- el grabador más importante en la historia de este arte “menor” en España (como lo fueron Durero o Rembrandt y, posteriormente, el mismo Picasso). Son muchas sus estampas religiosas cercanas a las vivencias de la Pasión o de Navidad, como La huida a Egipto.
H
emos seleccionado un total aproximado de setenta obras del pintor.
Que en un contexto ajeno a la fe e incluso hostil a ella Goya fuera un verdadero creyente, capaz de acertar en la visión más honda del Misterio Cristiano, misterio de amor, de comunión con los hombres y con Dios, y de opción por el pueblo humilde y marginado (y esta opción también desde la fe), todo esto , es una fuerte sorpresa y un motivo de júbilo.
Pero con independencia de tal admiración y alegría es preciso señalar que la obra de Goya significa una notable aportación plástica a la interpretación de dimensiones esenciales del cristianismo original más puro.
E
n efecto:
Es decir, Goya pasa de plasmar una religiosidad convencional y popular a una religiosidad ilustrada y reinterpretativa de lo real, aunque intimista (e ese movimiento de mirada al trasfondo personal) y, desde luego, abierta a todos. En consecuencia, toda su obra viene marcada de emotividad, pero huyendo de composiciones afectadas y artificiosas.
En su evolución recorre diversos estilos o momentos expresivos: desde los frescos de Aula Dei y del Pilar llega al neoclasicismo más puro (Cristo crucificado, de 1780) y lo sobrepasa –atravesando la dura prueba de la enfermedad (caprichos y pinturas negras)- y alcanza el culmen de su trayectoria pictórica en la cúpula de la Ermita de San Antonio y en La última comunión de San José de Calasanz.
B
ibliografía de referencia.