Amalia MORENO GUERRERO
Pocos pintores en la historia del arte han sabido plasmar la ternura sentimental del mundo interior de la persona tan bien como lo hace Bartolomé Esteban Murillo. Y, en consecuencia, pocos han alcanzado su popularidad entre todo tipo de personas.
Pintor fundamentalmente religioso y cercano a la dramática del pueblo humilde, resulta imprescindible al ofrecer una didáctica de la pintura cristiana.
Murillo es, quizás, quien mejor define la pintura del Barroco español. Nació en Sevilla. Su padre era cirujano barbero llamado Gaspar Esteban y su madre se llamaba María Pérez Murillo, siendo este último apellido materno el elegido para darse a conocer. El pequeño Bartolomé era el hijo número catorce.
La situación económica de la familia era aceptable, pero en cuestión de un año fallece el padre y la madre, por lo que Bartolomé pasará al cuidado de su hermana Ana. Esta dolorosa situación marca, sin duda, su vida y su obra. Probablemente él se representa en alguno de sus “niños de la calle” hambriento de frutas y de cariño.
Murillo inicia su aprendizaje artístico con Juan Castillo que no era un artista de primera fila pero si respetado en el ambiente artístico sevillano.
El estilo de su maestro apenas se puede apreciar en su obra. En 1645 recibe un encargo de importancia: trece lienzos para el Claustro Chico del convento se San Francisco en Sevilla. Ese mismo año se casa con Beatriz Cabrera y Villalobos. En los 18 años que duró su matrimonio tuvieron 9 hijos. En 1646 sufrió la terrible epidemia de peste que asoló Andalucía, pero continuaron los encargos a buen ritmo. En 1658 se traslada a Madrid y conoce a Velázquez.
El periodo más fecundo de Murillo se inicia en 1665 con el encargo de Santa María la Blanca de Sevilla, con lo que aumentó su fama. En 1681 Murillo aparece documentado en su nueva residencia de la parroquia de Santa Cruz, donde recibió su último encargo: las pinturas para el retablo de la iglesia del convento capuchino de Santa Catalina de Cádiz. Cuando trabajaba pintando las partes superiores del cuadro principal sufrió una caída y el 3 de abril de 1682 fallece sin acabar su testamento.
La obra de Murillo no puede entenderse sin considerar su personalidad creyente cristiana. Estamos ante un hombre profundamente religioso, es decir, por una parte permeable al ambiente de auténtica religiosidad popular sevillana, por otra impregnado de los temas de la fe más emotivos y transcendentes, hasta vivirlos con una actitud contemplativa que le hace vivir la realización de la obra entrando dentro de ella.
En particular, una gran parte de su producción se hace para el templo y dentro del templo. ¿Cómo la realiza? Intentando convertir el espacio sacro (el monacal, sobre todo, por ejemplo, el Convento de Capuchinos de Sevilla) en una representación del Cielo en la tierra.
En la temática religiosa (la más abundante de toda su producción artística) predomina el tratamiento de la infancia, de la mujer inmaculada y de la maternidad; y ello con una extraordinaria belleza natural. Es decir, puede hablarse de una verdadera ternura religiosa. Ternura que contrasta en gran medida con el espíritu recio de la Contrarreforma católica (Inquisición, dogmática rigurosa, etc.).
El doctor Angulo Iñiguez, autor del más completo trabajo sobre el artista, escribe: “Parece indudable que la compensación de esa vida familiar, no muy feliz, la encontró pintando el mundo por él soñado de los fondos de gloria poblado de los niños que juegan en un mar de nubes, pintando sus santos en transporte místico y creando los cuadros de niños que ríen y juegan en los barrios de Sevilla”
Murillo es, sin duda, el pintor cristiano que más ha influido en la religiosidad de los creyentes, desarrollando sentimientos y actitudes de adhesión y de afecto hacia Dios en la figura de Jesús y de la Virgen.
P
oseía gran sensibilidad por las personas del pueblo, por los niños, por la belleza natural, rehuyendo los tipos
fuertes y toscos.
La maestría de Murillo no puede estudiarse desvinculada de la inspiración temática. Sus enormes dotes artísticas deben valorarse en cuanto sirvan para expresar estados religiosos o emocionales en toda la magnitud de sus posibilidades representativas. Es ésta la forma extrema del barroquismo español que apura la relación emocional del hombre con la divinidad.
C
on Murillo la pintura española se libera de esa obsesión por los relieves corpóreos y sus formas se emblandecen
y sonríen.
Es, sin duda, uno de los más geniales maestros de nuestra pintura barroca española, conocido como “el pintor de los Niños”. Ante sus cuadros nos sentimos bañados de una dulce paz, de una humana y tierna comprensión de los misterios de la divinidad. El preciosísmo de su pincelada es tan jugoso y leve como en los más grandes maestros.
Pero no hay en esa cercanía de sus imágenes esa punta de inaccesibilidad técnica que nos distancia de las obras de Velázquez. Aún en sus lienzos más sublimes nos sentimos incorporados a la grandeza del tema y a su desarrollo tan humano y sensible. Una adecuación a las esperanzas e ideales de nuestra versión del catolicismo.
Es el primer pintor español que maneja masas de personajes, su destreza para ordenar las figuras es extraordinaria. Coloca en primer término algunas figuras de menos importancia, que motiva en un contraste con los protagonistas y acrecienta su interés; de esta forma gradúa los efectos emocionales del grupo.
Su gama cálida y esa coloración tan grata y regalada, divulgaron sus cuadros y sus copias que se han multiplicado por todos los hogares españoles. Le falta el gusto por los expresionismos que dramatizan las formas humanas. Ello no le interesa a nuestro artista, que vive en un mundo de plácido contentamiento espiritual. Y para expresarlo, su estética tiene que ser antiexpresionista.
Murillo vive el triunfo católico, la confianza en la eficacia de la gracia, la bondad inundando todas las criaturas. No hay en sus cuadros sumersiones demoníacas. No hay tragedia, sino la expresión de la beatitud, que asoma lo mismo en los personajes humanos que divinos. Por ello no deja de ser característico que sus santos preferidos lleven en el regazo al Niño-Dios, y de que en los temas civiles el predilecto, casi e único, sea el de los niños, como modelos de la inocencia.
Es indiscutible que Murillo es la figura más representativa del XVII en la evolución del sentir católico.
Una de las razones que explican la popularidad del arte de Murillo, aún en la vida del pintor, es, sin duda, la abundancia e insistencia en los temas infantiles, tanto religiosos como profanos, género éste en el que crea un mundo, sin precedentes en la pintura española.
Con el tema infantil incorporado a lo religioso acentuó ese matiz amable y suave, bondadoso y de sensible fibra humana, que tanto se acercada a la devoción religiosa y popular de la España de la segunda mitad del XVII, junto a lo dramático y trágico, menos frecuente y nada preferido por el pintor.
Murillo, con estos temas infantiles, supo crear una profunda llamada a su mando a través de la gracia y dulzura de los propios temas, sacados de la realidad pero poetizándola con su propia sensibilidad.
Estos temas significan un riquísimo capítulo que responde como pocos a los planteamientos de la reforma católica, para despertar el amor fervoroso del creyente con la contemplación de estas escenas humanas, sensiblemente sentimentales y familiares.
C
onviene situar la creatividad y las obras de Murillo en las tres etapas convencionales de su evolución artística:
Se deja influir bastante del tenebrismo italiano. Su dibujo es todavía frío.
P
redominan los claroscuros y la transición al tono cálido.
E
tapa de plenitud: pintura vaporosa, con claroscuro, intentando plasmar el
M
isterio de la fe. Una extensa producción
Es oportuno (desde el punto de vista didáctico, al menos), seleccionar las cincuenta y seis obras de mayor virtuosismo, claridad y densidad religiosa de nuestro pintor conforme a un cierto orden temático:
T
otal de obras seleccionadas: 57 obras
A partir de esta iconografía se puede concluir que la obra de Murillo expresa una amplia visión teológica, más bien renacentista (propia del humanismo cristiano) que barroca, impregnada de la ternura religiosa y del estilo absolutamente cercano del artista creyente.
B
ibliografía de referencia.