63    EL ENTIERRO DEL CONDE DE ORGAZ

DoménicoTheotocópulos, El Greco.
Lienzo de 487 x 360 cm. Compuesto entre 1586 y 1588
Manierismo español
En la Iglesia de Santo Tomé, de Toledo.
____________________________________________________ Antonio APARISI LAPORTA

 
Requiem, Sanctus, Benedictus y Agnus Dei.  Conducted by Omri Hadari Mozart

Aproximación a la obra

Nos encontramos ante uno de los cuadros más emblemáticas y grandiosos del Greco, pintado para la misma iglesia en la que todavía se conserva y a la que acuden diariamente centenares de personas para admirarlo. Hay quienes lo consideran como la obra maestra del pintor. En realidad, estamos también ante un retrato colectivo, porque todos los personajes que aparecen en él son dignos ciudadanos de Toledo, conocidos del autor. Allí, en esta ciudad imperial, residen también Tirso de Molina, Góngora, Antonio de Covarrubias, etc., es decir, una parte importante del Siglo de Oro.

Poco después de establecerse Doménico en Toledo, en 1586, Andrés Núñez, párroco de Santo Tomé, le encargó el lienzo para perpetuar la leyenda religiosa y…–digámoslo también- para celebrar el desenlace favorable del pleito que tenía este sacerdote contra la empobrecida villa de Orgaz por el pago retrasado de una manda anual que ésta debía a la parroquia. (Lo que consta en una inscripción al pie del cuadro…, donde no se dice, sin embargo, lo que tardó en pagar su encargo).

El cuadro expresa una leyenda medieval toledana, la del entierro de don Gonzalo Ruiz, piadoso Señor de Orgaz (a pocos kilómetros de Toledo), notario mayor de Castilla, en el siglo XIV : durante el sepelio los asistentes vieron descender del Cielo a San Esteban (primer mártir del Cristianismo) y a San Agustín (doctor de la Iglesia), y entre ambos colocar el cuerpo en la sepultura, mientras el alma del conde ea llevada a la Gloria por un ángel.

El lienzo es de gran tamaño y termina en un semipunto por dos motivos: por la disposición de la bóveda de la capilla en que se encuentra, y tal vez porque ese semicírculo simboliza también la bóveda celeste y la amabilidad de la Gloria.

Comprensión de la obra

.

Estamos ante una fantástica síntesis de la fe cristiana que, a la vez –y por eso mismo- es un canto a la humanidad transfigurada cuya concreción se plasma en el renacimiento a la Vida del señor de Orgaz. Todo en el cuadro respira extraordinaria nobleza y dignidad en las figuras y gestos, tanto en las de los planos inferiores como en las superiores, enmarcadas éstas por la belleza juvenil y claridad de los ángeles.

Visión del conjunto


a obra tiene dos partes:

La inferior, en la que se ve al difunto, los dos santos, y los asistentes, que no son de la época de la leyenda sino actuales, (entre ellos el mismo Doménico y su hijo);

La superior (a partir de la línea casi horizontal formada por las cabezas) plasma una visión simbólica de la Gloria de Dios, con el ángel del centro, que lleva al Conde Orgaz en forma de recién nacido (a modo de crisálida traslúcida a punto de convertirse en mariposa); en lo más alto, Cristo lo recibe con los brazos abiertos, flanqueado por la Virgen y San Juan Bautista, San Pedro y una multitud de ángeles y justos, en un clima de fiesta y luz.

La construcción del espacio recuerda el estilo bizantino que el autor conoce tan bien. Según la disposición medieval distingue lo terreno y celeste, aunque cada espacio se transciende a sí mismo y penetra en el otro, como lo indican algunas de las miradas de los asistentes (en especial la del clérigo revestido de tul blanco) y, sobre todo, el hecho de que la Gloria se manifiesta sobre el acontecimiento humano impregándolo de una maravillosa serenidad; y porque son dos personajes ya celestes (los dos santos) quienes centran el humano acontecimiento de la muerte del conde.


e la influencia veneciana (Ticiano, Tintoretto…) recibe el cuadro los colores ricos, las texturas suaves y las formas flotantes.

Visión de las figuras


s importante –para comprender mejor la obra- detenerse en el estudio (por rápido que sea) de cada una de las figuras y de los elementos.

En la parte inferior:

El conde o señor difunto. Su rostro, de natural elegancia, manifiesta una envidiable serenidad, sin espasmo alguno por la muerte. Está dormido y abandonado a la tarea gratuita del renacimiento de su espíritu. Envuelto a la vez por sus más ricas vestiduras (armadura de acero damasquinado) y por un humilde lienzo blanco (el sudario de Jesús), se abandona en los brazos entrañables de dos grandes hombres venidos a su encuentro, representantes de la mejor historia del Cristianismo: San Esteban, el primer mártir confesor de la fe en Jesús, y San Agustín, expresión de la Sabiduría divina integradora de lo humano (de la cultura romana y de la filosofía griega).

La postura del cuerpo es –si nos fijamos- la de Jesús descendido de la cruz y depositado en brazos de la Virgen (recordemos tantos “descendimientos”; el famoso de Van der Weyden, por ejemplo, o el de Ticiano en el Louvre).

San Esteban es un joven claro, atrayente, y de mirada profunda. Al pie de su dalmática de diácono, dorada y roja, ha quedado para siempre grabada la escena de su martirio por defender la fe y la visión de Cristo triunfante (¡la misma visión que se plasma ahora en la totalidad del cuadro!).

San Agustín, obispo, revestido de pontifical, mira tiernamente al fallecido. Es bellísimo su rostro de anciano sin decrepitud. En la capa tiene bordada la imagen de algunos hombres santos que forjaron como él la Tradición de la Iglesia.

La comunidad eclesial se ha reunido (y vestido sus mejores galas) para acompañar el acontecimiento más solemne de la vida.

A ambos lados se hallan personas religiosas. Todas ellas activas o en actitud dialogante y reflexiva, que ven como natural la presencia de los dos santos. A la izquierda, dos frailes menores recuerdan el mundo más evangélico: el de la pobreza y la sencillez. El de hábito marrón clareado tiene todo el aspecto de ser San Francisco de Asís que entra –desapercibido- en la escena y la contempla gozoso. A la derecha, dos eclesiásticos que ofician la liturgia. ¡Maravilloso el largo sobrepelliz de tul trasparente en el más cercano e impresionante su textura!

Está representada la digna población de Toledo, en un segundo plano: el mismo Greco, que asoma discreto en tercer lugar sobre la mano del caballero de Santiago (probablemente el alcalde de la ciudad) que centra a los dos santos. El cuarto, a la izquierda, con barba gris, es el humanista Antonio de Cobarruvias (¡el verdadero humanismo está siempre cerca de lo divino!).

Todas las edades de la vida están representadas para la fe (están dotadas de espíritu religioso cristiano) en la pintura. Y junto al niño (el hijo de El Greco), que ocupa precisamente el primerísimo lugar que le corresponde en el Reino, hay una conjunción espléndida de etapas vitales: la juventud pura y amable de Esteban, la ancianidad venerable y sabia de Agustín y la madurez espléndida del resto de personajes. Destinos e ideales distintos, integrados en uno solo para cada uno de los hombres.

En la parte superior:

El autor intenta que la visión alegórica de la gloria sea completa: el centro visible, humanizado, es para nosotros Jesucristo (“Veréis al Hijo del hombre venir sobre las nubes del Cielo”), un Jesús abierto y acogedor, resucitado (luminoso con un blanco resplandeciente que recuerda el de la Transfiguración en el monte), inundado del Espíritu, rodeado de miríadas de seres celestes y de todos los hombres justos que le han precedido y seguido (entre ellos los grandes del Antiguo Testamento: Moisés, David, profetas). Muy cerca, como si sostuvieran a Jesús: la Madre (una Virgen grequiana, natural, sencilla, bella), el Precursor Juan Bautista, las columnas sobre las que el Señor comenzó a edificar la Buena Noticia del Reino.

A la derecha de Jesús, San Pedro con las llaves, es decir, consciente de su responsabilidad de pastor de la Iglesia, guardián humilde del rebaño confiado.

El único espacio de separación entre la Gloria del Cielo y la de la Tierra son las nubes que se están abriendo; opacas siempre, con un aspecto de continuar la tierra. Son impresionantes los scorzos de los ángeles. En particular el del ángel de rostro femenino, revestido de túnica verde esperanza, que porta con cuidado el alma del conde, como quien lleva un tesoro vivo.

Muy notable el ángel varonil que aparece sobre la figura de Pedro.

Los escorzos y el viento que mueve las nubes generan una movilidad absoluta en esta parte del cuadro. “El Espíritu es como el viento” (Jn 3)

Contemplación de la obra. Oración.

El cuadro tiene una inmedible elocuencia, habla a lo más interior del alma. Nos invita a acercarnos a la vivencia de la fe en el Señor y a disfrutar de ella.

La fe es luz, y proyecta, además, sobre la vida el cromatismo de todos los colores y contrastes, de todas las emociones y actitudes. Todos los rostros –y son muchísimos en el lienzo- están iluminados por una apoteosis de resplandor y de colores de la gloria de Dios (que van desde el blanco al azul intenso), una gloria que desciende sobre la humanidad. Esta humanidad tiene el tono austero del blanco y el negro que, sin embargo, no es más que un pequeño fondo sobre el amarillo dorado y rojo –vida y amor- de las solemnes vestiduras de la liturgia (de la celebración creyente).

Creer en Jesús significa –como le ocurre a San Juan en el Apocalipsis- adivinar el esplendor de la vida en Él, en su presencia.

Esa fe suscita al mismo tiempo en cada personaje una extraordinaria naturalidad y serenidad, un descanso espiritual. Precisamente ante el hecho más transcendental del vivir que es la muerte. Sus miradas y el gesto de las manos (visible) están diciendo que la muerte no interrumpe nada. Que es un acontecer dotado de serena belleza; más aún: que es para todos la muerte del mismo Jesús, prenda inmediata de nueva vida, de resurrección. Hay una correspondencia absoluta entre el cuerpo del conde y su alma niña adentrada y festejada en el Cielo. Es decir, podemos darnos cuenta de que el cuadro está plasmando la Resurrección de Jesús y la nuestra (que resulta ser el centro de nuestra perspectiva aquí).

Se nos está llevando, pues, a la fe esencial, al acto de la Resurrección: “He aquí que todo lo hago nuevo”. Y prueba de ello es que todos los asistentes contemplan el milagro (de la visión de los dos santos) como lo más normal del mundo…, porque, en definitiva, lo único grandioso aquí es la Resurrección misma (que se opera en un plano superior e invisible). ¡Quien cree esto no se puede ya sorprender de nada!

Entonces, con la contemplación del lienzo, hacemos la experiencia de abarcar la eternidad, de sentir que toda ella nos pertenece. En efecto. El anacronismo de estas figuras está indicando una relatividad justa del tiempo real cuando nos situamos ante Dios: la historia es un puro presente; nosotros podemos estar en cada uno de sus momentos, igual que los ciudadanos del cuadro –que pertenecen a los finales del s.XVII- están presentes en el milagro que ocurre en el s.XIV. Y el descenso del conde a la sepultura es el descendimiento de Jesús de la cruz. Todo es hoy, para que toda la gracia de cada momento nos alcance y nos permita ser actores de la totalidad de la historia, al menos de la historia de salvación.

Hay un detalle añadido: la estrechez de miras del párroco de Santo Tomé, a la derecha del cuadro. Pero la motivación económica que envuelve el encargo del cuadro no ha impedido que la fe sobresalga y triunfe.

“El entierro del conde de Orgaz” es un regalo providencial y fraterno del autor (quizás sin saberlo él) para afianzar una fe que nos hace tanta falta.

Nuestra oración contemplativa sobre él (a partir de él) encuentra quizás su expresión musical en la Oda de Fray Luis de León a Francisco Salinas:

El aire se serena
y viste de hermosura y luz no usada,
Salinas, cuando suena
la música estremada,
por vuestra sabia mano gobernada.

A cuyo son divino
el alma, que en olvido está sumida,
torna a cobrar el tino
y memoria perdida
de su origen primera esclarecida.

Y como se conoce,
en suerte y pensamientos se mejora;
el oro desconoce,
que el vulgo vil adora,
la belleza caduca, engañadora.

Traspasa el aire todo
hasta llegar a la más alta esfera,
y oye allí otro modo
de no perecedera
música, que es la fuente y la primera.

………………… Aquí la alma navega
por un mar de dulzura, y finalmente
en él ansí se anega
que ningún accidente
estraño y peregrino oye o siente.

¡Oh, desmayo dichoso!
¡Oh, muerte que das vida! ¡Oh, dulce olvido!

¡Durase en tu reposo,
sin ser restituido
jamás a aqueste bajo y vil sentido!


Oda a Francisco Salinas
Fray Luis de León

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