61    CRUCIFIJO de SAN DAMIÁN

Anónimo del siglo XII .Escuela de Umbra
Tabla icono románico-orientalista, de 210 cm. (altura) x 130 cm. (ancho)
Original de la iglesia de San Damiano
Basílica de Santa Clara. Asís (Italia).
____________________________________________________ Antonio APARISI LAPORTA

 
Saluda al Señor.   Cántico ortodoxo árabe

Aproximación a la obra

Hoy nos parece normal la imagen de Jesús en la cruz. Pero esta representación no existía en los primeros siglos. Es tardía. ¿Cuándo, dónde y cómo surge en la historia del Cristianismo?...

Al principio hubo más bien un rechazo a la imagen de la cruz (como lo sería a la horca o a la silla eléctrica). Comienza a ser tema artístico en el s.IV. Primero, sin imagen de Jesús; después, con ella –crucifijo-, pero como Cristo triunfante (no agonizante), como triunfo de la cruz –del Cristianismo-. Así empieza a realizarse en Siria (Irak hoy), en monasterios de monjes, en Antioquia, uno de los centros irradiantes del Cristianismo.

Los crucifijos sirios llegaron a Italia a mediados del s. VII, cuando se instalaron allí muchos monjes sirios, huidos de las persecuciones que arrasaban el Cristianismo en Oriente, trayendo su espiritualidad contemplativa joánica (Juan pudo evangelizar en Siria) y su arte.

Este crucifijo –admirable por su belleza y su teología perenne- procede de Espoleto, ciudad en la que convergían muchas culturas. Debió pintarse hacia 1190 (en la catedral de Espoleto existe otro muy semejante que lleva el nombre del autor, Alberto Sozio, y la fecha de 1187).

Cerca de Espoleto existían, pues, desde siglos atrás, uno o varios monasterios de monjes siriacos. De ellos procede éste Cristo que pasó a la pequeña iglesia de San Damiano en Asís. Y ahí fue posiblemente conocido y desde luego amado por San Francisco. En todo caso los escritos del santo permiten establecer una estrecha relación entre su propia espiritualidad y esta imagen de Jesús.

Estaba confeccionado sobre tela, después pegada a la madera; y estaría suspendido en el ábside, sobre el altar de la capilla.

Ni el autor ni Francisco pudieron suponer la enorme repercusión que esta imagen de Jesús crucificado tendría pasado el tiempo, hasta nuestros días.

Comprensión de la obra

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El icono de San Damiano es una representación de Jesucristo (Jesús, el Mesías Ungido por Dios; no sólo Jesús de Nazaret) en la cruz. Un Cristo que, sin embargo, está lleno de vida, y que se asemeja más al resucitado, vivo, triunfante sin duda sobre la muerte (sobre la oscuridad medieval también), que invita a la tierra y al Cielo a unirse al acto de su entrega generosa.

Existían en la época dos escuelas (dos tipos de autores de crucifijos) que manifiestaban formas distintas de la misma espiritualidad cristiana (de visión y de sentimientos principales creyentes):

El sirio o escuela de Umbría (nuestro icono): de realismo historicista. Expresa los hechos de la Crucifixión del Señor transformados gloriosamente, con un gran contenido cristológico y eclesial (con el significado de vida que tiene esa muerte en la cruz). Sigue, sobre todo, al evangelio de S. Juan.

Estos crucifijos –al igual que los iconos orientales- están hechos para orar con ellos; presentan a Jesús cercano, invitan a la contemplación confiada de Dios por la obra de Jesús, por su Misterio de amor. Artísticamente se expresan de forma viva y apasionada.
El helenista o bizantino: más frío o distante (y tal vez más bello). Manifiesta la grandeza del sacrificio de la cruz de Dios por la humanidad representado en la Cruz. Artísticamente se aproxima más al modelo clásico griego, se ajusta a sus cánones.

El arte occidental románico y, sobre todo, el posterior (Renacimiento y Barroco) se inspirará en éste.

Estructura del icono. Luz, color y movimiento

La imagen y la simbología del icono de San Damiano manifiestan los dos misterios esenciales del Cristianismo: la Encarnación y la Resurrección. La figura central y básica es Jesús hombre y Dios. Es decir, un Jesús de mucho realismo: adulto, con barba y cabellos largos (al modo oriental), con las heridas y la sangre, en el tormento romano de la cruz; pero no moribundo ni aplastado por la tortura, sino sereno, confiado en su Padre, con los brazos abiertos –más que desgarradamente estirados-, descansando ya, convertido el armatoste de la cruz en trono, revestido de majestad (con una semitúnica rica) y una corona dorada (no de espinas), acogedor y ascendente a la vez; creando alrededor un espacio de vida: un conjunto de personas vivas, que se hallan bien allí, que dialogan sobre el Misterio del que son testigos.

Este Jesús es el Cordero inmolado y, a la vez, vencedor de la muerte, que está abriendo el libro aún cerrado de la vida, tal como lo contempla Juan en el Apocalipsis.

Hay un fondo oscuro –el de la cruz- porque así es la vida: una realidad en la que hay pecado y muerte. Pero sobre ese fondo, relegándolo hacia atrás, surgen:

La figura luminosa de Cristo, de un blanco radiante, que crea un contraste extraordinario –“Yo soy la luz del mundo”, “el Verbo era la luz verdadera”, “La luz brilla en las tinieblas”(Jn. 9,5; 1, 5.9)...-; acentuada esa luz por el dorado de la aureola –corona- y la tela blanca, con un solo color que destaca más aún el blanco: los hilillos de rojo que salen de las heridas –de la sangre que baña a los pequeños ángeles, como un regalo (“ésta es mi sangre derramada por vosotros”)- ;
Multitud de figuras, en un segundo plano,con los tonos cálidos de la vida (: las franjas rojas, que simbolizan amor) y de la filigrana –como un bordado- que entorna a todos.
Sobre la cruz, el mismo Jesús, que ya ha atraído y reunido a los hombres, (a personas tan distintas como la Virgen, San Juan, el centurión romano, el buen ladrón...) camina y asciende; y todos dan la impresión de estar a punto de iniciar esa marcha con él.

Partes y figuras del icono

La figura de Jesús

Todo el ser de Jesús habla en el icono, pero, sobre todo, son elocuentes su cabeza, sus brazos y sus manos.

La cabeza ligeramente inclinada por el diálogo (no por el dolor), con mayor colorido en el rostro, limpia de sangre o sudor, restaurada en su belleza después de la coronación de espinas; y en el rostro, unos ojos grandes, impresionantemente bellos, que miran a cada uno y a todos, en una mirada infinita (pero no perdida), dejándose llenar por otra presencia invisible: la del Padre, cuyos dedos bendicientes y creadores aparecen en lo más alto del icono;

Los brazos, en fin, abiertos hacia el mundo entero en doble ademán: de entrega generosa –“mi vida os doy”- y de acogida –“venid a mí todos los que andáis agobiados”. Las manos y los pies siguen perdiendo sangre, pero esa sangre brota como una fuente de agua que da vida.

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La corona de Jesús

Sobre la corona de Jesús el letrero indica las dos realidades que quieren expresarse: “éste es el hombre, Jesús de Nazaret”, pero “éste es también el Rey Mesías”.

Los demás personajes

A los crucificados barrocos –a Jesús en la cruz- rodean con frecuencia personas doloridas: la Virgen, las piadosas mujeres, San Juan. A este crucificado le rodea una Iglesia serena que admira a su Señor y desea seguirle.

El centro de la tabla

A la derecha de Jesús se encuentran María y Juan. Los dos muestran con su mano quién es su centro y su vida. Han recibido el encargo de ser la primera comunidad cristiana familiar (“Mujer, ahí tienes a tu hijo” – “Ahí tienes a tu madre”). No están paralizados por el dolor, comprenden y aprueban lo ocurrido, sonríen.

A la izquierda: las dos mujeres, María Magdalena y la de Cleofás, y el centurión convertido. También serenos, pero sin acabar aún de comprender (sus gestos hablan). María mira al romano, se admira de su fe proclamada; su gesto revela amor y emoción. El centurión sólo mira a Jesús, al que acaba de reconocer; está ausente de todo lo demás. (“Verdaderamente éste era Hijo de Dios” –Mt. 27, 54-). Detrás de él una multitud seguirá el camino de la fe.

A la altura de las rodillas de Jesús, a la izquierda: un soldado diminuto con la esponja empapada de vinagre, y, a la derecha, el lancero, ambos están dentro del espacio creado por la cruz, es decir, no están excluidos del reino, a pesar de haber hecho tan poco a favor de Jesús. Pero tienen que crecer mucho aún.

En la parte inferior, el gallo cantando (que citan los cuatro evangelios) recuerda la debilidad de Pedro, que es la de todo, representados en el personaje que está debajo mismo.

La parte superior de la cruz y los brazos

En total dieciséis ángeles, llenos de vida –de movimiento y expresión- acompañan a Jesús en su entrega (brazos y manos) y en su ascensión (círculo superior). Quizás la clave del icono está en ese círculo: Jesús asciende dinámicamente, él mismo; entre aclamaciones de toda la creación.

Porque el ángel simboliza a todos los seres de la Creación ya transformados, en su estado más puro, bello y alegre. Y la Muerte de Jesús significa la renovación de la Creación. Los ángeles acompañan con entusiasmo la victoria de Jesús sobre la muerte y la nueva Creación, la unión del Cielo y la Tierra (“Yo os aseguro: veréis los cielos abiertos, y los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre" –Jn. 1,51).

De ahí el gran culto a los ángeles que existía en la Umbría (“Ntra. Señora de los Ángeles” – Capilla de la Porciúncula, tan querida de San Francisco de Asís).

Contemplación de la obra. Oración.

Estamos ante un Cristo glorioso, que entra en la gloria del Padre, y lleva triunfante su misión: todo está ya trasformado en su raíz. Porque Él es vencedor –ha sido resucitado- tras un combate en el que ha perdido sangre, pero cada gota de ella es fuerza de vida. ¡Es la resurrección ya ofrecida! Mirando al señor entramos a ese espacio de vida que Él crea. Agradecidos. Sin dejar de mirar a sus ojos. Gozosos. ¡Qué importante sentir en el alma la alegría que despierta este Crucificado!

Es impresionante comprobar que sus ojos nos miran, nos alcanzan, dotándonos de su amor y de su bondad; que sus manos se abren hacia nosotros invitándonos a entrar en el mundo de una tierra ya celeste, imnabarcable, pero, a la vez, por construir. Este Cristo pone en vela a su Iglesia; junto a la cruz, el pequello gallo de la traición de Pedro –las pequeña palabra gritada en el amanecer- pone en vela a toda la Iglesia, a todos nosotros que no podemos ya dejar de escucharla.


ramos –por nosotros, por el mundo, por la Iglesia- la misma oración del pobrecillo de Asis:

Sumo, glorioso Dios,
ilumina las tinieblas de mi corazón
y dame fe recta,
esperanza cierta y caridad perfecta;
sentido y conocimiento,
Señor,
para cumplir tu santo
y verdadero mandamiento.

  
  

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