Doménico Theotokopoulos El Greco
Óleo de 64,1 cm. X 52,7 cm. Compuesto hacia 1590 – 95
Manierismo español
En el Metropolitam Museum de Nueva York. (En depósito en la Art
Gallery de Jacksonville, Florida).
____________________________________ Antonio APARISI LAPORTA
Es muy difícil (por no decir imposible) situar todos y cada uno de los cuadros menores del Greco en cuanto a la historia (la anécdota viva) de su composición. Esto es lo que ocurre con el óleo espléndido que ahora vamos a contemplar. Tenemos, además, más de veinte versiones del mismo originales de nuestro autor, bastante parecidas todas ellas por su composición y espiritualidad (Jesús de medio cuerpo, abrazo sereno a la cruz, mirada hacia lo Alto…)
H
emos elegido ésta (más difícil de encontrar, por cierto) porque la belleza y la hondura de la mirada del Señor son excepcionales.
La abundancia de esta iconografía tan sencilla, espiritual e intimista, y, a la vez, su tamaño reducido hacen suponer que El Greco tenía una gran demanda de ella y que se trataba de cuadros destinados directamente a la oración personal. Una oración muy poco historiada, más ignaciana que barroca, porque el espíritu sólo tiene ante sí el rostro y las manos de Cristo y el tosco madero (en nuestro caso de un solo travesaño visible); ningún otro elemento que lo distraiga sobre el fondo tenebrista.
Lo que quizá está presente para el autor en la mirada apacible e infinitamente serena de Jesús es su tristeza (la del Señor, la suya propia y la del cristiano); tristeza tal vez a causa del convulso clima religioso de la ciudad, tan lejos de la paz espiritual que debe engendrar la fe y, en particular, el misterio amable de la cruz... Toledo era en aquellos años sede del Inquisidor General y se vivía en un clima de intransigencia, de sospecha y de persecución sobre quienes pudieran rozar cualquier límite de la ortodoxia más purista, como podían ser los conversos o los erasmistas y defensores del arzobispo Bartolomé Carranza (ya en prisión, muerto en Roma antes de ser rehabilitado). Un creyente auténtico y, por consiguiente, liberal y abierto como era Doménico “El Griego”, tenía que sufrir en esa situación (con la que, por otra parte, le resultaba necesario convivir), y su sentimiento iba a manifestarse ocultamente en esa mirada abrazada a la cruz.
El icono que contemplamos aborda y resuelve la relación entre Jesús y el leño de la cruz. Esta relación no ha sido siempre igualmente vista por la fe cristiana (sin que por ello pueda hablarse de discrepancia).
C
omo en las demás obras seleccionadas para la contemplación la técnica artística y la teología se unen admirablemente.
F
igura y policromía no pueden ser más pobres. Sin embargo el resultado es impresionante.
Con respecto a las otras versiones del tema, el Greco acerca aquí la imagen de Jesús, como en zoom, de forma que el espectador percibe sólo el rostro; reduciendo el resto de elementos a la mano izquierda y al madero vertical de la cruz. Una cruz que está ya en posición casi vertical, no arrastrada por el camino del Calvario sino en su lugar de llegada.
U
na terrible corona de espino grueso circunda la cabeza y gruesas gotas de sangre
resbalan por el cuello.
La intención inmediata es centrarnos en esta cara del Señor, bellísima como ninguna; es decir, en su espíritu. La mirada hacia lo alto y el movimiento de la cabeza ligeramente ladeada hacia la derecha denotan el infinito sosiego que dimana de su alma elevada al Padre y transida de amor irremediable a los hombres por los que muere (color rojo de la túnica), al mundo enfermo y dolorido.
Los ojos y la mano son los dos signos que revelan el interior. Los ojos inmensamente abiertos y brillantes (parecidos a los del Cristo de El ) hablan con indecible claridad, expresan todo en perfecta conjunción con la esbelta mano que parece más bien sostener y abrazar la cruz.
En realidad (como indica Camón Aznar) el cuadro podría titularse “La mirada de Jesús” porque es ésa la perspectiva que centra, eleva y seduce en la visión de la obra.
P
ero el predominio del tono morado en toda la composición acentúa el marco de dolor que no está eludido por la mirada serena.
Sin duda su significado incluye el realismo de una historia teológica muy sólida. La contundencia del madero no deja mucho lugar a visiones demasiado subjetivas. Conviene tener en cuenta las siguientes observaciones.
Desde la época del primitivo arte cristiano (sobre todo en la iconografía de Oriente) hasta el siglo XII la visión de la cruz no hacía referencia al instrumento de suplicio y al sufrimiento tremendo del Redentor. La cruz era un signo de triunfo, un trofeo hermoso y definitivo de Jesús. Evocaba la mística del amor totalizante y creador triunfante sobre la muerte y el mal del mundo. Así la contempla por ejemplo San Juan Crisóstomo, que ve a Jesús, al salir de Jerusalén, llevando la cruz como trofeo contra la tiranía de la muerte (Homilía sobre San Juan), y así la describe el maravilloso icono de San Damiano (que contemplamos también en esta selección orante de obras pictóricas).
Fue a partir del siglo XIII cuando predominó el dramatismo sufriente y la perspectiva narrativa de la Pasión en la consideración de la Cruz. Románico y gótico occidentales centraron la atención en el sufrimiento inaudito de Jesús en la cruz.
Sin embargo, a partir del siglo XVI, con la “Devoción Moderna”, se produce un retorno a la primitiva visión cristiana. En realidad coexisten ambas visiones. Pero la teología mística de esta época ve en la cruz sobre todo amor y triunfo. Así San Juan de la Cruz en su Llama de amor viva, o en el segundo libro de la Subida del Monte Carmelo.
Pues bien, este Jesús abrazado a la cruz del Greco refleja del todo esta línea última: la relación del Señor con la cruz es de puro amor. Y, a pesar de la soledad y el desamparo de ese momento, lo que se adivina en el lienzo es la fe en la resurrección, la seguridad absoluta de que la cruz es ya, esencialmente, fuente de vida. Jesús –dice Santa Teresa- “no camina hacia el Calvario sino hacia la Gloria”.
Todos tenemos miedo al sufrimiento, a cualquier clase de muerte, a la cruz. Y rehuimos su encuentro. Quisiéramos alejar del todo de nuestra vida esa situación. Es completamente natural. Pero nada hay liberador sin efusión de sangre. No hay parto, operación quirúrgica alguna, ni logro auténtico que nos renueve, sin pasar por el esfuerzo más doloroso (¡ y siempre nos parece el más doloroso!).
Pero, sin caer nunca en el masoquismo ni en el sacrificio, debemos reconocer que no hay acceso a la densidad de amor, ni a la paz espiritual, ni a la comunión mejor con Dios, sin abrazar la cruz que se nos presenta en el camino de la vida, a veces tortuoso y no querido.
Lo que ocurre es que es muy difícil llegar a amar, a dignificar y elevar esa cruz no buscada. Aquí sí que nos hace falta un buen maestro espiritual y una educación de honda humanidad y de fe.
La cruz abrazada por Jesús es la enseñanza y el aliento que necesitamos. Su abrazo significa la ascensión eterna del hombre a lo Alto “para llevar consigo cautiva la cautividad” (lo que ata, disminuye o destroza al ser).
U
n texto de San Juan de la Cruz lo expresa muy bien:
Lo más importante de la mirada de Jesús (en el cuadro) para nosotros es que por ella se nos invita a contemplar y a soñar la consustancial unión de un hombre con su Dios, del Hijo del Hombre Jesús con el Padre, precisamente en el seno de lo más real y duro de la existencia. Es decir, se nos apremia a no demorar el magnífico y costoso ejercicio por situar nuestros dolores en la órbita más alta, en la misma divinidad que nos acompaña; y así transformarlos en lugar de comunión con Dios y en paz interior.
La cabeza de Jesús es la más alzada cabeza de los hombres sobre la tierra. Está sugiriendo que nosotros también la alcemos como él, a su lado, atreviéndonos a tocar amorosamente el desnudo madero de la cruz.
A
nte el pequeño cuadro del Greco podemos, pues, acompañar la
contemplación asumiendo la oración de San Anselmo:
E
l romance de Lope de Vega pudiera tal vez ayudarnos a imaginar
ingenuamente este encuentro con Él