Antonio Arias Fernández.
Óleo sobre lienzo, compuesto en 1645.
Barroco de la escuela madrileña.
Se encuentra actualmente en el Convento de las Carboneras (Jerónimas del Corpus Cristi). Madrid.
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Eva CANENCIA GARCÍA
Este cuadro se pinta para el Convento de las Carboneras (lugar en donde se encuentra actualmente) hacia 1645, fecha de la muerte y solemnes funerales del Conde Duque de Olivares en Madrid; año también de secesiones en el Estado español (Aragón, Navarra y Constituciones de Cataluña), a punto de producirse en la península la mortal epidemia conocida como “La muerte negra”.
Hasta fechas muy recientes la imagen de Jesús recogiendo sus vestiduras después de la flagelación pasaba por ser una rareza dentro de la iconografía religiosa, sin embargo, es un fiel reflejo de la mentalidad barroca y contrareformista de la poderosa iglesia del momento. Se desarrolla sobre todo en Andalucía pero la representación de nuestro autor, perteneciente a la escuela madrileña, posee excelentes cualidades de expresividad y claridad en el tema.
Antonio Arias Fernández, pintor y poeta residente en Madrid, toma este modelo de los pintores flamencos que viven en la capital del Reino durante esa época. A los 14 años recibe su primer encargo: la confección del retablo para los Carmelitas Calzados de Toledo, ahora perdido.
Trabajó para la Corte con otros artistas, sin desmerecer de Alonso Cano, y representa a la perfección una faceta poco estudiada de la pintura del barroco madrileño: el crisol de influencias diversas que fue el arte de la Corte durante los años centrales del siglo. Antonio Arias pinta principalmente en conventos de órdenes regulares. Su estilo se acerca más al Naturalismo lo cual explica el gusto por el detalle que seguirán algunos maestros de la siguiente generación, como Cerezo o Cabezalero. Se aleja de las corrientes más avanzadas y dinámicas del Barroco.
Su arte declina en los últimos años tanto, que lo mantienen sus amigos hasta morir en la más absoluta miseria en el Hospital General de Madrid, como los más pobres de su tiempo. Palomino, pintor y comentarista barroco, escribe: “Ya me espantaba yo que pintor y poeta no declinase al abismo de la desventura”.
Posteriormente, la llegada de la Casa de Borbón supone una entrada masiva de los modelos franceses pero la realidad artística del reino, continuaba inmersa en los modelos barrocos. Jesús recogiendo sus vestiduras fue ajeno a este cambio. Él seguía buscando sus ropas mientras la sociedad se preparaba para la entrada en la edad contemporánea.
Los jesuitas, brazo ejecutor de un programa de acciones contrareformistas, en Europa, emplean esta iconografía por considerarla muy apropiada para los
Ejercicios Ignacianos, concretamente para la “composición de lugar”.
Un gran número de autores del siglo XVII dejaron testimonio de fe por escrito y con todo lujo de detalles de cómo Jesús recoge sus vestiduras después de la flagelación. Entre ellos, Lope de Vega, Fray Luis de Granada, S. Buenaventura (franciscano) y Loarte impulsaron la creación de escultores y pintores hacia este tema en España y especialmente en Andalucía.
Actualmente, la película “La Pasión de Cristo” de Mel Gibson recoge el mismo tema con extraordinario realismo y delicadeza.
Los textos bíblicos que dan lugar a esta iconografía son los siguientes: el Evangelio de Mateo 27, 26; Marcos 14, 15 y el de Juan 19, 1. La escena no aparece textualmente en ellos pero es un suceso más que probable en el trato recibido por Jesús antes de ser crucificado.
Si recordamos los textos de la pasión, la imagen que contemplamos queda perfectamente integrada en ellos. Jesús no murió, lo mataron quienes no permitieron que su corazón de piedra se hiciera corazón de carne, corazón de Dios.
Lienzo religioso de carácter íntimo, retrata un instante en que se percibe con gran intensidad la inmensa soledad e indefensión de Cristo frente al mundo, frente a todo y a todos, en el discurrir de aquellas horas de la Pasión. Es, pues, uno de los temas iconográficos más proclives a estimular la reflexión, la emoción religiosa y la corriente afectiva desde la doble vertiente plástica y literaria que abriría las puertas de par en par al desarrollo emergente de la mística.
Desde finales de la Edad Media, los artistas también podían fijarse en los grabados que ilustraban el pasaje de Cristo despojado de sus vestiduras y desde ahí, sólo hacía falta individualizar su imagen para quedarnos en el umbral de esta iconografía que presentamos con el óleo de nuestro pintor.
En palabras de S. Juan de la Cruz, lo que Trento esperaba de las imágenes era ”mover la voluntad” y “despertar la devoción” de los fieles.
No cabe duda de que el dramatismo intrínseco a la escena pretendía sobre todo conmover al fiel, remover su conciencia con una terrible estampa en la que el dolor y la vejación adquirían total protagonismo. Es probable que sea ésta la causa última de que esta iconografía se haya quedado atrás en la imaginería actual pues el hombre de hoy intenta evadirse de realidades que le hagan plantearse el envejecimiento, el dolor o la muerte.
En general, las figuras de Antonio Arias, llenas de vigor realista en rostros y manos son ejecutadas con gusto por el pormenor, por lo descriptivo; los paños de las ropas, de pliegues quebrados, casi tallados como si fuesen de madera, la severidad de la composición o la expresión contenida son aspectos que seguían manteniendo viva la estética emanada de la doctrina de Trento.
Emplea una gama de colores claros, enriqueciendo la cromática general de la época, utilizando en este cuadro una variedad de tonos rojizos de gran intensidad y belleza. Su claroscuro no es tan intenso como el del resto de los pintores de la época.
El plano inferior del cuadro lo ocupa casi en su totalidad la túnica que el Señor intenta recoger del suelo con sus manos. De color oscuro, rojizo o marrón, es la pieza que junto a la posición del Señor aporta la originalidad al cuadro. Quizá confeccionada por María, sería consolador para el Señor recuperarla en ese momento de gran tristeza y abandono. La prenda nos recuerda otro pasaje evangélico; la curación de la mujer que padecía flujos de sangre y solo con tocarla quedó curada. La mujer se acercó llena de fe y del Señor la curó, dándose cuenta de que alguien lo había tocado.
A la derecha, sobre el enlosado aparecen también otros dos objetos: Un látigo cuyos extremos se rematan con bolas metálicas (horrible instrumento de tortura) y una gruesa soga posiblemente para atarlo o golpearlo también.
En el centro de la tela, rectangular, forma pensada para albergar esta escena, está Jesús intentando caminar “a gatas”, apoyado sobre sus manos y sus rodillas. Su figura impresiona absolutamente, nada más verla. Su cuerpo, azotado brutalmente, derrama sangre que saliendo de sus heridas corre en pequeños ríos hasta sus pies.
Una cuerda le sujeta por la cintura, causándole más dolor por la posición en que se encuentra. No sabemos si fue una forma de sostenerlo cuando se dieron cuenta de que ni siquiera podría recoger sus ropas o si lo tenían atado a la columna temerosos de que pudiera escapar.
¡Dolor del Señor, más profundo que el que le producen sus heridas!.
Un tercer plano lo componen el fondo oscuro de la estancia que bien podría significar “la noche oscura del alma” de los poemas de S. Juan de la Cruz, cuando en una etapa de gran soledad y sufrimiento, la persona tiene la sensación de sentirse abandonada de Dios aunque este hecho no sea nunca real, sino que es debido posiblemente a una etapa de crecimiento espiritual como explica nuestro místico en su obra “La Noche”.
En ese plano, se advierte otro látigo apenas difuminado, en el lado izquierdo del cuadro que parece indicar que al menos fueron dos los maltratadores, y en el lado derecho aparece nítida la columna, formidable en su firmeza de piedra que contrasta vivamente con la debilidad del Cordero manso tan injustamente azotado.
Cuando vemos este cuadro, inesperadamente casi siempre, (¿quién va exclusivamente a contemplar una imagen así?), recibimos un impacto muy fuerte.
Estamos tan acostumbrados a ver la cruz, hemos visto tantas joyas con su forma, tantas representaciones de ese símbolo de tortura, que corremos el riesgo de que nuestros ojos estén insensibles y nos quedemos casi indiferentes viendo a Jesús clavado en ella.
No sucede lo mismo con este lienzo. Sin embargo, por algunas razones de la mentalidad actual que hemos mencionado antes, puede suceder que pasemos deprisa por delante por delante deseando ver el cuadro siguiente, menos duro tal vez. Pero, si nos dejamos llevar de lo que ven nuestros ojos y nos detenemos a contemplarlo, se produce un encuentro inesperado, tal vez definitivo.
No hay ya indiferencia o mirada de crítico de arte. El cuadro es un fuerte grito ante el dolor no solo de Jesús, sino del mundo entero doliente, de tanta injusticia, sufrimiento y carencia de la mayor parte de los hombres, nuestros hermanos.
Nuestros ojos ven aquí a Jesús absolutamente humillado, desprovisto de todo señorío, de toda belleza. Puede que nos preguntemos: ¿Este hombre es el Hijo de Dios, es Dios mismo? ¿Es el Dios creador de los espacios infinitos, de la mirada de los niños, el creador de las rosas? ¿Cómo es que lo ha perdido todo? ¿Cómo se encuentra así?
Posiblemente, sus verdugos no sabían que había dicho: “El Padre me ama porque doy mi vida para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente” (Jn 10, 17-18).
Jesús es consciente de que va a morir. Es la consecuencia de su coherencia con la vida de absoluta bondad que ha vivido y que la ceguera humana no recibe. Dice el Prólogo del evangelio de Juan, refiriéndose a la Palabra de Dios que es Jesús: “Vino a su casa y los suyos no la recibieron” (Jn 1,11).
Su mirada se dirige ahora a mí y a todo el que se acerca, con dolor físico grande y pena profunda de la absoluta soledad que tan bien representa el cuadro.
Nosotros los hombres y mujeres recibimos una llamada a dejar nuestra indiferencia ante esta mirada porque tras el rostro que contemplamos y fundidos en él, aparecen otros rostros de las personas que a diario salen a nuestro encuentro por si acaso las podemos acompañar, consolar, ayudar. Como él mismo está pidiendo.
El lienzo es una llamada, un ofrecimiento, una grandeza humana y divina que sorprende y sobrecoge. Es Jesús quien la hace, el rostro humano de Dios que con su entrega total hace posible el mundo nuevo en que habite la justicia.
“Contempla oh alma mía al rey sagrado
que baja por la ropa mansamente
después que crudamente fue azotado
y el dolor que en vestirla pasa y siente;
aquél cuerpo contempla lastimado
de la perversa y más que inicua gente,
siente su pena y tenla en la memoria
porque sientas el gozo de su gloria” .
Los cinco misterios dolorosos de la pasión y muerte de Nuestro Señor, Lope de Vega
“Desatado de la columna, tú caes en tierra, a causa de tu debilidad, estás tan rendido por la pérdida de tu sangre
que no puedes sostenerte sobre tus pies. Las almas piadosas te contemplan arrastrándote sobre el pavimento,
barriendo tu sangre con tu cuerpo, buscando acá y allá, tus vestimentas.”
Diego Álvarez de Paz, 1619