Juan de Flandes
Óleo sobre tabla, de 21 cm. X 15 cm. Compuesto entre 1496 y 1504
Entre el gótico y el renacimiento españoles.
En el Palacio Real de Madrid.
____________________________________ Encarna PUERTAS FERNÁNDEZ
La pintura castellana de la segunda mitad del siglo XV, se siente atraída por el arte de Flandes debido, en parte, a una cierta afinidad de gusto y temperamento. Esta influencia septentrional alcanza su apogeo bajo el reinado de los Reyes Católicos.
Son varios los pintores de los Países Bajos que vienen a trabajar en España, entre estos ocupa un lugar destacadísimo Juan de Flandes, el pintor de la reina Isabel la Católica.
El efecto producido por la España de los Reyes Católicos en el fino espíritu de Juan de Flandes debió de ser muy profundo, pues desde sus primeras obras conocidas se nos muestra penetrado de ese sentimiento religioso lleno de autenticidad, tan característico de lo español de la época.
Nos encontramos ante una pintura pequeñísima (comparada con las restantes que contemplamos en esta selección) y, sin embargo, luminosa y perfectamente delineada en sus detalles, lo que nos hace pensar que su autor es también un miniaturista o iluminador de libros. Así era en efecto el flamenco pintor de los Reyes Católicos Juan de Flandes (tal vez Juan Straat según el nombre de firma en alguna de sus tablas).
La tablita representa con extraordinaria originalidad el signo que hace Jesús de la multiplicación de los panes y peces para dar de comer a una multitud, narrado en el Evangelio según San Juan, cap. 6 (aunque se halla también todos los evangelios). Es una de las pinturas de la primera época del autor. Pertenece a un conjunto conocido como Políptico u Oratorio de Isabel la Católica, es decir, un pequeño retablo que la Reina llevaría consigo y sobre el que haría frecuente oración. En este políptico (más que tríptico) están escenas de la Pasión y de la Resurrección.
Al morir Isabel y dejar deudas, treinta y dos de esas tablillas (encontradas en un armario del castillo de Toro) fueron adquiridas por Margarita de Austria que las llevó a Malinas (Bélgica); el 1516 figuran en un inventario de su palacio. De allí (al morir Margarita) pasaron a la propiedad del emperador Carlos V que las regaló a su esposa, en Madrid. Así ha llegado hasta nosotros la obra que vamos a admirar despacio.
De las cuarenta y siete tablillas del Políptico se conservan veintisiete. El grupo más numeroso, el que pasó a la corona de España cuenta, con quince que pueden verse en el Palacio Real de Madrid. La obra que nos ocupa es una de las que se encuentra allí. Las restantes, se hallan dispersas en colecciones y museos extranjeros.
La iconografía del cuadro muestra en buena medida el carácter afable y tranquilo del autor, más conocido por el autorretrato que se hizo y por su presencia en diversas pinturas que por datos biográficos
La acción de la Multiplicación de los panes y peces por Jesús se desarrolla en un escenario al aire libre, con un paisaje luminoso de serranía, teniendo de fondo unas rocas cercanas soleadas (símbolo de desierto habitable) y más lejos una cadena azulada de montañas y un cielo claro con azules intensos, adivinándose a la izquierda (como contraste hermoso) un bosque de verde otoñal. Aparece, pues, la intención de situar el acontecimiento en un contexto amable.
L
a amabilidad de la escena queda asegurada por las figuras que la componen en las que apenas existen tensiones.
D
e alguna forma el autor está queriendo indicar que aquel hecho fue una experiencia feliz y serena del Reino de Dios
en la tierra.
V
eamos los elementos humanos de la tabla.
Aunque evidentemente el centro de la pintura lo constituye Jesús en actitud enseñante (por el púlpito) y de bendición, el primer plano está ocupado por un apóstol que con ternura asiste a la mujer con el bebé.
E
s notabilísimo el elemento del púlpito perfectamente labrado (que sirve incluso de sombra para uno de los personajes).
Este anacronismo obedece, sin duda, al deseo de destacar y realzar la figura del Señor, de rostro algo serio, más bien bondadoso y preocupado (como lo muestra el Evangelio en ese pasaje); preocupado por aquella multitud de personas que lo siguen y que “se hallaban como ovejas sin pastor”. La mano izquierda apoyada sobre la baranda del púlpito acentúa la humanidad de Jesús, incluso su fragilidad.
El conjunto del primer plano e izquierda del cuadro parece tener una motivación histórica en el momento de su confección. El niño excesivamente arropado y sostenido por una dama sin adorno alguno en su vestido es probablemente el malogrado príncipe Don Juan, hijo de los Reyes Católicos, a punto de morir. Interpretación justificada porque con bastante claridad la mujer arrodillada y enjoyada, a su lado, tiene todos los rasgos de la reina, y el personaje de azul, de pie detrás, los del rey Fernando. Se trata, por tanto, de una escena de dolor (no exento de serenidad) que recibe el consuelo inmediato de un discípulo, seguramente Pedro. Lo que hace que no se eluda en el banquete del Reino de Dios en la tierra la realidad del sufrimiento, siempre y cuando éste se vea cálidamente acompañado y sostenido por el ánimo y la fe de las personas queridas.
En un segundo plano la multitud de cabezas hace pensar en una infinidad, algo que da sentido de profundidad. Al fondo, y por encima de la figura de Jesús llama la atención la claridad que parece surgir de la luz que irradia su persona y que se materializa en la salida de la luz tal y como nos la regaló el Padre, el astro sol, que hace desplazar cualquier tiniebla sea del color que sea, como por ejemplo esa nube gris que se aleja por la esquina superior derecha del cuadro.
La vida se hace presente a través de la elocuencia de la creación, en la que tiene cabida la naturaleza con los árboles, los pájaros, las rocas, las montañas.
A la derecha del cuadro aparece la actuación esencial de Jesús en este momento preludiada por la presencia del discípulo Andrés y del niño que porta la cesta con cinco panes y la bandeja con tres hermosos pescados.
En cuanto a la figura de Jesús, su cabeza medio reclinada hacia delante, expresión de su humildad, nos recuerda aquella otra posición que tuvo que experimentar al final de su vida en el momento de la cruz. Su Reino no es de este mundo y su poder no tiene nada que ver con lo humano.
A la interpelación de Jesús: “Dadles vosotros de comer” (los discípulos pretendían que se despidiera a la gente), Andrés observó: “Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces, pero ¿qué es eso para tanta gente?”.
La pintura recoge magníficamente con los gestos de ojos y manos este diálogo. Nos sorprende la ingenuidad del pequeño que mira a Jesús con asombro, mientras la mirada del apóstol (que amigablemente lo tiene por el hombro) revela seguridad e incluso cierta complicidad con el Maestro. Así mismo centrado en el Señor y confiado en él aparece un personaje de traje oscuro y bonete que, probablemente (y siguiendo la costumbre de los artistas de la época) es el propio autor.
La multitud variopinta se agita entre el deseo de escuchar a Jesús y el desconcierto que le supone todavía la situación (un largo día siguiéndolo y sin tener comida).
Da el autor una luminosidad especial a las manos de sus figuras y es que a través de las manos expresamos y transmitimos un sinfín de sentimientos, con ellas partimos, compartimos, acompañamos, abrazamos, curamos, nos alimentamos…
La tablilla que miramos, hecha para un espacio de oración, nos invita también a nosotros a revisar la fe y ponernos ante el Señor con nuestras vidas un tanto apuradas siempre.
Nos dice también que necesitamos esa palabra suya (extraordinaria y por encima de tantas otras palabras y cosas, como lo indica el símbolo del púlpito en medio de la escena), porque nuestro pensamiento y nuestra acción se sustentan –se alimentan- con esa palabra y no con otra.
No es frecuente en la pintura la iconografía de Jesús enseñante (aparece más la referencia al Libro de la Palabra que al Señor hablante y enseñante). Conviene aprovechar, pues, la imagen que contemplamos, aun con su carácter de pintura primitiva ingenua o naïf.
Esta puede ser la primera pregunta para la contemplación. ¿Cómo nos situamos ante Jesús–Palabra?... Y surge la oración (igual que la del pequeño Samuel): “Habla, Señor, que tu siervo escucha”.
Es decir, lo que nos brinda la pintura es una puesta a punto de la fe en Dios Creador: en el poder continuo de creación y recreación encarnado en Jesús. Nos sugiere que contemplemos ese poder en la escena evangélica transmitida, y que lo replanteemos en nuestra vida personal.
Nos hablan también los restantes personajes del primer plano unidos al resto de la multitud: ante el Señor enseñante todos somos uno, no hay distinción de nobles o reyes y plebeyos; El reino de Dios aúna por encima de cualquier tipo de diferencia entre los hombres; lo mismo que el dolor (el niño moribundo de la pintura) es igual para unos y otros, y a todos llega el mismo consuelo divino (las manos bondadosas del apóstol –quizás Pedro- que se inclina sobre la mujer de blanco).
¿C
uál fue la vivencia de aquella tarde sobre el césped lejano de la aldea?
¿F
ue tal vez –y pudiera serlo aún- la experiencia de hallarse inmersos ante la Presencia y la Palabra de la Creación
misma?
La posición de las manos de Jesús bendiciendo los panes y los peces nos conduce a la bendición que el celebrante realiza en la Consagración cada vez que celebramos la Eucaristía. Es en ese momento eucarístico cuando se multiplica sin límites el amor de Dios hacia los hombres, se reparte y se recoge lo que sobra allí para donarlo a todos igualmente; porque Dios tiene amor en demasía para cada uno de nosotros y para el mundo.
Junto al púlpito, personas de cualquier raza, condición social, edad… Un niño echado en el lateral, escuchando tal vez lo que sus pocas fuerzas le dejan escuchar, todos esperan la llegada de ese alimento material que tras el alimento espiritual es la base de la plenitud de vida.
E
l diálogo de las dos hermanas –el nuestro- con Jesús podría culminar con el poema
de Juan Ramón Jiménez: