Filippo Lippi
Temple sobre tabla, de 129,5 cm. X 118,5 cm. Compuesto hacia 1460
Primitivos renacentistas italianos.
En el Museo de Berlín (Gemäldegalerie)
__________________________________________________Antonio APARISI LAPORTA
Al acercarnos hoy a la obra de Filippo Lippi nos surgen sentimientos contradictorios: la amarga in certidumbre que provoca una vida tan irregular como la de este genio, y, a la vez, la emoción de su pintura religiosa no exenta de sinceridad y de profunda teología alegórica. Algo semejante –y aún más- nos ocurre con la pintura de Leonardo, de Caravaggio y de bastantes otros… Así se produce la Encarnación del Verbo entre los hombres, en una carne de pecado como dice San Pablo. Pensemos en descargo de Filippo que éste fue llevado al convento (Carmine de Florencia) a los ocho años (es decir, sin posibilidad de vocación religiosa) y que toda su vida tuvo que discurrir en medio del ambiente artístico cortesano de la Florencia de los Médici.
Nos hallamos en el primitivo renacimiento italiano que continúa el último gótico, es decir, en una pintura humanizada e ingenua, inspirada en Masaccio y en Uccello, distante de Fra Ángélico en cuanto a la densidad espiritual.
La tabla fue realizada para la capilla privada del príncipe Cósimo de Médici (en el antiguo Palacio Médici de Florencia). Este Cósimo fue el protector de Filippo y quien intentó regularizar la vida religiosa y social del pintor.
De manera un poco convencional quizás puedan señalarse tres cuadros fundamentales del autor, correspondientes cada uno a distintos períodos de su vida y creación, sorprendentes por la riqueza y originalidad del contenido: La Virgen de la humildad (1430, hoy en Milán), maravilla de ingenuidad en la forma, la grandiosa Coronación de la Virgen (1445, hoy en Florencia, Ufficci), y esta Adoración del Niño en el bosque (1460, hoy en Berlín) que es tal vez el mejor exponente de su técnica.
Notemos que el tema central de esas tres obras es la Virgen, hacia la que Filippo se dirige con una sincerísima devoción (devoción que recordaría un poco la de un genio artístico y gran creyente y “pecador” como nuestro Lope de Vega).
El título completo de la obra es “Visión trinitaria de la Virgen con el Niño y San Juanito”; y aunque en líneas generales el arte de Filippo Lippi muestra una religiosidad más bien profana, la composición y la forma de esta pintura denotan una acertadísima idea de la teología de la Encarnación y una honda ternura. Por esta razón lo hemos escogido para contemplarlo.
Lo primero que nos sorprende en la tabla es la gran imagen de la Virgen en el primer plano, a la derecha del espectador. Destacan la armonía perfecta de la figura y su honda belleza espiritual, la extraordinaria finura del gesto y porte, en actitud de profunda adoración sobre su hijo; actitud que es mucho más que el embeleso materno por el recién nacido.
D
espués, todo el conjunto ofrece gran interés.
L
as claves de comprensión del mismo podrían ser éstas:
La extrañeza aumenta al ver al Niño recostado sobre la hierba y rodeado de algunas flores. No hay cielo (firmamento), pero el Cielo (hecho de nubes también oscurecidas) baja al interior del bosque; y sabemos que es el cielo por la legión de estrellas que surgen en haces desde la espalda de Dios Padre.
¿Q
ué significa todo esto? Veamos antes las figuras.
La Virgen aun estando en un lateral centra la obra; tiene los rasgos de la pintura florentina (Anunciación, de Pollaiolo, Virgen con el Niño, de Guirlandaio, Virgen con ángeles, de Perugino,…), pero nos parece muy acentuada aquí la pureza virginal y la humildad: rostro suave y natural, ajeno a su propia belleza, ojos bajos, en mirada interior, manos en delicada postura, túnica rosa pálido y amplísimo manto azul celeste cuidadosamente plegado sobre el suelo.
El Niño juega de manera plácida con sus manos; sin embargo, su cara denota la misma interioridad (incluso preocupación) que tiene su Madre. Está sobre la tierra misma; una tierra que bajo su cuerpo es amable (parece también un heno caliente) pero un poco más allá es dura e inhóspita. Recordamos el verso de Góngora: “Caído se le ha un Clavel / hoy a la Aurora del seno. / Qué gozoso está el heno / porque ha caído sobre él.”
San Juanito, en paralelo con la Virgen, parece un poco ausente. Pero nó. Lo que ocurre es que mira al espectador escéptico, se encara con él y -aunque es todavía niño- le recrimina la dureza de corazón, al mismo tiempo que de un modo premonitorio (para algo es el más grande de los profetas nacidos) se señala a sí mismo con la mano derecha para proclamar “Yo no soy digno de desatar las sandalias al Mesias”, y con la izquierda enarbola a modo de bandera la cartela que confiesa su fe: “He ahí el Cordero de Dios” (por cierto en un latín bastante defectuoso), es decir, “este Niño depositado en la tierra es el único y verdadero referente para la humanidad de parte de Dios mismo; no podéis dejar esa referencia”. Su fe entronca, pues, con el Magnificat de la Virgen.
El fraile penitente. A la izquierda un santo varón imita el gesto de la Virgen y reconoce con su vida la esencialidad de la Encarnación. Es santo por la soledad del yermo a donde se ha retirado (parece un eremita) y por la penitencia (la rama seca en la que casi reposa. Quizá es la figura añorada por Filippo Lippi para retornar a Dios. De hecho se encuentra muy cerca de Dios Padre y del Espíritu.
Dios Padre, en lo más alto de la obra, rostro y manos abiertas, en absoluta entrega, contempla la escena con infinito amor y con la misma preocupación que caracteriza a todos los personajes; se adentra en el Misterio de la venida de su Hijo a la Tierra. En vertical directa es quizás el único que mira al Niño… que pertenece ya también a los hombres. Sus manos manifiestan a la vez lo imponderable de la Encarnación -no podía obrar de otro modo- y la inmensa acogida –el compromiso irrenunciable- de este Misterio abierto a la humanidad entera.
La paloma del Espíritu Santo. Con una geometría exacta (en relación al Padre y al Hijo) los haces de luz bajan de la paloma a la tierra, al espacio oscuro en cuyo final reposa el Niño.
Una dolorosa hacha (o sierra) con inscripción apenas legible, a la derecha del Niño, parece amenazar ya al recién nacido.
¿Q
uiso Filippo aventurar en su obra el drama de la Redención?
La pintura de Lippi nos invita directamente a entrar en la Encarnación del Verbo como drama, como tremenda confrontación con la realidad de la historia, y como pura y tensa esperanza: “Sabemos que la Creación espera con dolores de parto el feliz alumbramiento de los hijos de Dios”.
La preocupación reflejada en los rostros cuando el Nacimiento de Jesús, la síntesis de adoración y preocupación que manifiestan todos, las dos figuras penitentes (San Juan y el fraile), y, sobre todo, la montaña y el bosque oscuro, todo ello, significa y representa la actitud que nos corresponde también como creyentes de la Navidad.
Porque no estamos habituados a una contemplación de la Navidad (del Nacimiento) que incluya la amargura y la incertidumbre del riesgo de la Encarnación. Aun siendo profundas las actitudes de fe en otras imágenes (en las del Greco, Murillo, Gerardo de San Juan, Barocci, etc., etc.) falta con mucha frecuencia en la iconografía navideña el eco del evangelio de Juan: “La luz brilla en las tinieblas, pero las tinieblas no la recibieron. Vino a los suyos pero los suyos lo echaron…”.
La conciencia de este drama nos lanza a seguir ahondando en las consecuencias y responsabilidades que la Encarnación Divina sugiere para nuestra colaboración en esa Obra, en el “feliz alumbramiento de los hijos de Dios en el mundo”. No se trata sólo de una percepción teológica (de una idea) sino de un llamamiento que nos hace Dios a la vez que nos envía a su Hijo: “¡encarnaos vosotros también, como Él, con Él, para que la Luz y la Vida no queden baldías!... No hay otra forma de asumir cristianamente la Navidad.
Esta visión no es fruto de alguna lógica humana; es directamente un don de fe que recibimos del Espíritu Santo. De ahí la necesidad (bien entendida en casi toda las pinturas del Nacimiento) de que la luz y la fuerza del Espíritu vengan sobre nosotros.
Al verlo así nos brota la oración del himno de Laudes: “¡Que el hombre no te obligue, Señor, a arrepentirte / de haberle dado un día las llaves de la tierra!”
Y
nos parece oportuno recitar el poema gongoriano como plegaria y meditación.
Cuando el silencio tenía
todas las cosas del suelo,
y coronada del hielo
reinaba la noche fría,
en medio la monarquía
de tiniebla tan crüel,
Caído se le ha un clavel
hoy a la Aurora del seno:
¡qué glorioso que está el heno,
porque ha caído sobre él!
De un solo clavel ceñida
la Virgen, Aurora bella,
al mundo se lo dio, y ella
quedó cual antes florida;
a la púrpura caída
solo fue el heno fïel.
Caído se le ha un clavel
hoy a la Aurora del seno:
¡qué glorioso que está el heno
,
porque ha caído sobre él!
El heno, pues, que fue dino,
a pesar de tantas nieves,
de ver en sus brazos leves
este rosicler divino,
para su lecho fue lino,
oro para su dosel.
Caído se le ha un clavel
hoy a la Aurora del seno:
¡qué glorioso que está el heno,
porque ha caído sobre él!