El cuadro que se ofrece ahora a nuestra vista representa de manera original el anuncio del ángel a María según el evangelio de Lucas, cap. 1, 26-38. La originalidad de esta versión de Francisco de Zurbarán se halla en la composición, en los rostros y en la policromía, como veremos enseguida. La fe que la inspira es, sin embargo, muy semejante a la que dirigió los pinceles de las otras Anunciaciones que hemos seleccionado.
Esta Anunciación andaluza fue creada por el artista para la Cartuja de Nuestra Señora de la Defensión de Jerez de la Frontera. Estuvo allí, en el retablo mayor de la Iglesia, junto a varios cuadros sobre la infancia de Jesús.
E
s interesante detenerse en la consideración de ese lugar para comprender mejor el significado del cuadro.
La Cartuja de Jerez es seguramente el edificio religioso de mayor valor artístico e histórico de Cádiz, en el más puro clasicismo andaluz. Se inicia en 1475, pero su origen se remonta a 1264, cuando Alfonso X reconquista la ciudad y el caballero Don Álvaro Oberto invita a la Orden contemplativa de los Cartujos a que se sitúen en Jerez como un baluarte espiritual –una defensa- en tierra fronteriza. En 1368 las tropas cristianas vencen a los moros en la Batalla de Sotillo, y se atribuye el triunfo a la Virgen. En ese mismo lugar, junto al río Guadalete, se erige la ermita de Nuestra Señora de la Defensión, que dará nombre a la Cartuja. Pasan casi tres siglos, y en la década de 1630 se confía la decoración de su iglesia al sevillano extremeño Francisco de Zurbarán, que viene así a insertarse en la historia ya larga de este conjunto.
Como hizo en otros monasterios, el pintor se entregó de lleno a su tarea residiendo en el mismo monasterio, al que dotó de veintidós cuadros, doce de ellos en el retablo del altar mayor; siendo el más importante, quizás, el que plasma aquella famosa batalla de Sotillo, que de alguna manera es la antítesis de nuestra Anunciación.
A
lgunos de aquellos cuadros están hoy en el Museo de Bellas Artes de Cádiz, pero la mayor parte se hallan dispersos por
distintos países.
El que ocupa nuestra atención ahora fue a parar a Francia, quizá como uno más de los expoliados tras la Guerra de la Independencia. Habrá que ir a Grenoble para disfrutar su visión directa.
La impronta zurbaranesca aporta matices inéditos y amables a la visión del pasaje de San Lucas. Nos introducimos en él con gusto: tal vez con una simplicidad mayor que la que supone el virtuosismo de la Anunciación de Fray Angélico o el nervio y la densidad teológica que tienen la del Greco.
El cuadro muestra esa originalidad en varios aspectos: en primer lugar, en la lozana proporción de los volúmenes de las figuras y de los espacios (llenos de elementos de vida), después, en la naturalidad y hermosura llana de los rostros (de la Virgen y ángeles), en el suave y sereno sentimiento que los caracteriza, y, en fin, en el color vivo y la policromía muy cálida del conjunto…, todo ello como si estuviera haciendo un canto alegre a la vida.
E
n este lienzo y en los cuadros de esta época predomina el claroscuro sobre la gama de colores encendidos (del amarillo al rojo).
Es típica también del pintor la configuración cónica de las figuras (en este caso, las del ángel y la Virgen), con una base circular amplia bien asentada, que se alzan en espiral hacia un vértice elevado… Es una forma de expresar la perfección del cuerpo y del ser desde su raíz más humana.
Pero desde el punto de vista del conjunto de la composición el cuadro ofrece una particularidad que, aun a título de hipótesis, resulta interesantísima. El cuadro tiene una disposición de escenografía teatral. Esbozamos una hipótesis plausible.
En la Navidad de 1637 se representaba en un corral de comedias de Málaga la obra La aurora del Sol Divino, de Jiménez Sedeño, tipo égloga o auto sacramental (según género heredado del XVI), cuyo motivo central (el segundo acto) era La Anunciación, y en cuyo texto aparecen acotaciones explícitas referentes a un montaje escenográfico que es precisamente el que hallamos en nuestro cuadro. En concreto: la colocación exacta de los protagonistas, el descenso de la nube (con dos ángeles en ella) desde la tramoya superior del “teatro”, etc.
Parece hoy probado que el teatro del Siglo de Oro estaba concebido también para ser visualizado en su conjunto, no sólo para ser oído y visto, de manera que hablara y trasmitiera su mensaje (sobre todo el religioso) desde la palabra y desde los elementos simbólicos materializados en la decoración simbólica y en la tramoya. Al menos en cuanto esto fuera posible a la estructura de corrales o iglesias (como así sucede de manera espectacular en la obra más medieval que conservamos hoy en escena, El Misterio de Elche, en la que la Virgen asciende físicamente hasta la bóveda del templo). Es muy posible, pues, que Zurbarán conociera la obra teatral a la que nos referimos. En todo caso, la disposición de la escena en el lienzo evoca extraordinariamente las acotaciones teatrales de La aurora del Sol Divino. Y si esto es así podríamos contemplar el cuadro como quien asiste a la representación casi litúrgica de un auto sacramental.
L
a escena, sin duda “intima” en la perspectiva del evangelio, la pinta Zurbaran con una ciudad al fondo, es decir, abierta al mundo.
La Virgen aparece con una pose poco convencional, arrodillada tras interrumpir su oración y con una expresión grave que indica lo consciente que es de la situación.
E
l ángel aparece más tímido y menos impulsivo que en otras representaciones, igualmente arrodillado sobre unas nubes.
Se descubre la extrema atención y el talento bodegonista del pintor manifestado en los objetos aislados en la parte inferior del lienzo: la canastilla de labores, el par de libros abiertos sobre el reclinatorio y el hermoso jarro de azucenas blancas que simboliza la virginidad de la Virgen. Aunque parezcan naturalezas muertas en realidad todos están vivos, parecen significar el epíteto dado a María como “Flor de Incorruptibilidad” y “Lirio de castidad inviolada”.
E
l velo transparente que rodea el cuello de María, constituye, por sí mismo, una lección de pintura.
Zurbarán intenta sugerir los sentimientos a través de gestos corporales, que se concentran en las manos. Ellas son la expresión del pensamiento en la circunstancia mística del encuentro con Dios.
La cabeza de la Virgen está inclinada ligeramente para dar cumplimiento al salmo: “Escucha, hija, mira, presta tus oídos, olvida a tu pueblo y la casa de tu padre: al Rey le agrada tu belleza” (Sal. 46, 11).
Desde lo alto un rayo viene a posarse sobre ella. Representa al Espíritu, a menudo en forma de paloma: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra”.
E
l color rosa amarronado de la túnica de la Virgen indica la humildad, la tierra arada que se presta a recibir la semilla
con la que fructificar.
El oro, símbolo de la divinidad y la perfección, ilumina toda la escena desde arriba, es la vida eterna que con Cristo Luz se hace presente en esta vida caduca.
El azul de la túnica de uno de los ángeles representa la inmaterialidad y la pureza de algo que viene de un mundo superior, de un mundo espiritual.
Contemplando el cuadro entramos una vez más en el Misterio amable de la relación entre María y el Señor y, desde ahí, en el destino que nos atañe a nosotros.
U
n himno de la Liturgia Oriental nos ayuda a contemplar y acercarnos.
N
os dejamos llevar del tono alegre y vital de la obra y de su mensaje.
T
oda la simbología de sus elementos nos llena de esperanza…
E
l tono blanco rosáceo que tienen María y el Ángel anunciador evocan el color que precede a la luz del alba, que anuncia
el renacimiento en nuestra vida.
E
l azul simboliza el desapego a los valores de este mundo y el ascenso del alma que tiende hacia lo divino, hacia la
inocencia original.
El oro símbolo de la divinidad y la perfección, que ilumina toda la escena desde arriba, espiritualiza las figuras, liberándolas de toda limitación terrestre. Toda la composición se llena de una bella armonía… Despierta en nosotros nostalgia del ser nuevo –de la nueva creatura- y, en consecuencia, nos eleva.
E
fren de Siria, en su Segundo discurso sobre la Madre de Dios, expresa bien este misterio que nos alcanza:
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