Alonso Cano
Óleo sobre lienzo, de 451 cm. X 252 cm. Compuesto en 1652
Barroco español andaluz
Catedral de Granada
____________________________________ Esther MEGINO ROBLES
Alonso Cano (1601-1667) es granadino, pero en 1615 se establece en Sevilla con su familia y allí se sitúa en el taller de pintura de Pacheco (maestro de nuestros pintores barrocos), hasta que en 1638 es llamado a Madrid. Volverá a Granada en 1652 para realizar la pintura de los siete grandes lienzos de la Capilla Mayor de la Catedral, “uno de los ámbitos más brillantes de la arquitectura europea”.
No defraudó en absoluto la confianza que el Cabildo catedralicio había puesto en él, si se tiene en cuenta, sobre todo, que en ese singular espacio renacentista (diseñado por Diego de Siloé) no había lugar para la colocación de un retablo que soportase las pinturas, sino que estas deberían descansar directamente sobre la arquitectura pétrea.
Pocos artistas eran capaces de asumir ese reto: componer y realizar los siete monumentales cuadros con un contenido teológico continuado, haciendo desaparecer la sensación de macicez (que pudiera tener el conjunto arquitectónico) y pudiendo ser contemplados desde lejos; en perfecta armonía, además, con la luminosidad de la capilla, con sus distintos planos ornamentales (hasta la bóveda estrellada) de esculturas, pinturas y vidrieras, y con los arcos abocinados y abiertos del plano inferior.
El cuadro de la Encarnación (más que Anunciación) es el central, por ser este tema del Misterio Cristiano el titular de la Catedral; pero también porque es tal vez el de mayor perfección estética y espiritual.
Un importante recurso en orden a la integración armoniosa del ciclo de las siete pinturas marianas en el proyecto de Siloé es el empleo abundante de elementos de arquitectura clásica y con sensación de volumen en cada lienzo… Raras veces se ha dado una compenetración tan grande entre pintura y arquitectura, especialmente cuando en la realización de ambas para un mismo espacio hay distancia de años.
Alonso Cano, hombre de carácter difícil, fue precisamente el artífice de este maravilloso diálogo entre piedra y pintura en el corazón de la ciudad que él conocía y amaba.
Este lienzo (pintado en la misma catedral, bajo la torre) fue el primero en colocarse, en agosto de 1652. Y sorprende la rapidez de su ejecución (entre mayo y agosto), sabiendo que iba siempre precedida de un lento proceso de diseño y composición; lo que sugiere la posibilidad de que, al venir a Granada, lo tuviera ya muy pensado. De hecho conocemos dibujos para otros lienzos anteriores con la misma composición, aunque nunca con la perfección del granadino (así, por ejemplo, La Anunciación del Museo del Prado, de 1645). Los otros seis lienzos están pensados en continuidad ideológica y apoyo de éste, que –en esta perspectiva (no sólo arquitectónicamente)- es también su centro.
Hay una característica común a las pinturas de Cano que debe tenerse en cuenta aquí: su predilección por las siluetas esbeltas (ensanchadas ligeramente en el centro, como en la pequeña escultura de La Inmaculada de la Sacristía), de gesto y rostro tranquilos, y con expresión de cierta melancolía… Lo que contrasta mucho con el temperamento impetuoso y violento de este artista, dándonos a entender que (igual que tantos otros) en la realización de la obra religiosa su personalidad se equilibraba, y tocaba y manifestaba lo más interior y noble de sí mismo; es decir, se elevaba espiritualmente por encima de sí.
Para esta Encarnación el pintor empleó toda su fuerza compositiva, creando una tipología iconográfica realmente nueva: la que corresponde al deseo de plasmar el Misterio de la Encarnación, distinta en la composición de las Anunciaciones, aunque ambos temas se confundan con frecuencia. Teológicamente son dos enfoques distintos (o dos momentos dialécticos) de la misma escena; y, desde el punto de vista pictórico, si el artista cree en ellos, puede llegar a expresarlos de forma diferente. Así lo hace aquí Alonso Cano.
En la Anunciación el protagonismo –la acción inmediata- lo tiene el ángel (o, a lo más, lo comparte con la Virgen); por ello está colocado en un plano superior o en el mismo plano de María (que suele representarse quieta y de rodillas, en absoluto silencio contemplativo). En la Encarnación –en este cuadro- cambian la pose y el gesto de las figuras, y, en consecuencia, también el color, la luz y las sombras que las envuelven.
La Virgen es una figura espiritual bella y serena. Sus brazos cruzados sobre el pecho cobijan al Espíritu que ha llegado hasta ella y al hijo recién concebido;, a la vez, de asentimiento al Misterio que felizmente se realiza: “Hágase en mí según tu palabra”. Está sobrecogida por la fuerza del Espíritu Santo –un haz de luz (no la paloma)- que le viene directamente, como si recibiera una fuerza espiritual que la conmueve. Entra en diálogo vivo con el Altísimo; su vientre aparece ya suavemente abultado, y esboza la postura de levantase -“de ir hacia donde el Espíritu le sugiere”- con un movimiento ondulatorio elegante.
El ángel, de bellísimo rostro renacentista, se encuentra, por su, parte, en un plano bastante inferior, de rodillas, con la alas abatidas, y la mirada más bien baja (no habla ni anuncia nada). Sus manos –finísimas- expresan la espontanea oración que le sale del alma. Contempla a la vez el libro de la Palabra y el vientre de María que acaba de concebir a su Hijo: un niño descendido a la tierra con la plenitud de la gracia divina, y que es Hijo del Altísimo. Se halla, por tanto, este ángel (es decir, la humanidad en su dimensión más pura y creyente) en absoluta y sorprendida referencia al Misterio del Verbo encarnado, en adoración. Junto a él la rama de azucenas (elemento iconográfico de las Anunciaciones) queda atrás, como innecesario ya para simbolizar en este lienzo una pureza virginal que ha quedado ya patente.
En el lateral izquierdo un ángel niño descorre para todos nosotros la escena, de manera que sea visible y clara para los hombres. Y en el lateral derecho una multitud de angelillos entran y salen del espacio con absoluta familiaridad, porque expresan y disfrutan a la vez de un ámbito de presencia divina y de pureza. Es el mundo de la inocencia quien puede entender el Misterio de la Concepción del Niño en el seno de María.
Con todo, el eje de esta pintura se reserva al personaje principal: al Espíritu de Dios representado en el poderoso haz de luz que viene del Cielo mismo, en la parte superior del cuadro, como una ráfaga luminosa irradiante dirigida al corazón de la Virgen.
Lo que nos invitan a ver, pues, –a mirar, sobrecogidos- la Virgen y el ángel (incluso los ángeles niños) es la Encarnación, la inmensa y comprometida cercanía de Dios al hombre, en una atmósfera (la del cuadro también) invadida ya de acción divina. Alonso Cano ha acertado en plasmar una profunda teología. Aunque el lienzo parece expresar la narración del evangelio según S. Lucas (“Vino el ángel Gabriel…”), en realidad hace más bien referencia al prólogo de S. Juan: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros…, y hemos visto su gloria”.
Al servicio de esta visión el autor ha puesto una técnica novedosa para ese tiempo y lugar. Incorpora pinceladas ligeras, no encerradas en los contornos del dibujo y que parecen quedar fuera de sus trazos (lo que preludia un poco a los modelos impresionistas de Goya); contribuyendo de esta manera a crear la impresión de trascendencia de la figura.
Esta técnica va unida al tratamiento de los colores hecho en función de tres factores externos: de la iluminación directa (la luz del sol), de la iluminación que proyectan las vidrieras, y de la distancia con que van a ser contemplados los cuadros. El resultado es un asombroso efecto de entonación (de viveza y salida de sí del color, de su descomposición semejante a la que se produce en el seno del arco iris) y de gama cromática; es decir, una extraordinaria impresión estética (que, a simple vista, es difícil definir).
Evidentemente estos factores sugieren la oportunidad necesaria del momento del día y del sol en que conviene contemplar el cuadro.
A ese efecto (y a la teología que sugiere) contribuye el marco del cuadro: el dorado de la hornacina que lo contorna.
Todo, visto a la distancia y con la luz adecuadas, incluido el rojo puro de las carnaciones de las figuras, se convierte en vibración y matización fundidas con su contorno.
En cuanto a la composición interna el cuadro sigue el esquema habitual de dos diagonales superpuestas, de arriba abajo, de forma que podamos seguir una y otra al contemplarlo; todo ello sobre un fondo de nubes y de fuertes contrastes de claroscuro -consiguiendo así el más puro estilo barroco colorista- que sugieren el clima de trascendencia en que nos situamos.
La obra de Cano nos hace una pregunta crucial –básica- para nuestra condición de creyentes cristianos: ¿cómo nos conmueve y nos centra la realidad de la Encarnación de Dios, su presencia en la entraña de la realidad humana?. ¿Vivimos conscientes de encontrarnos –desde Jesús- en un mundo ya lleno del Espíritu de Dios?. ¿Veneramos la figura de María como el lugar y el tiempo originales de esa venida y estancia del Señor a nuestro lado?.
El cuadro testifica esa dimensión esencial de la fe del autor y de la espiritualidad de la Iglesia que toma cuerpo y se desarrolla con esta visión en toda su historia. La disposición de la Capilla Mayor, centrada en este lienzo y alzándose en planos sucesivos, revela ese Misterio a través de las series de esculturas (: Apóstoles), pinturas (: los siete cuadros marianos y los Padres de la Iglesia) y vidrieras (: Transfiguración del Señor, Última Cena y Crucifixión); envolviendo toda esta historia al altar y al sagrario, es decir, a la Eucaristía, dimensión sacramental de esa presencia divina. Todo se apoya en la Encarnación y todo se eleva desde ella.
Como el ángel renacentista o barroco –con él- dejamos que la franja de luz del Espíritu nos ilumine también; disfrutando de la pintura caminamos hacia la intuición del Misterio de Dios en la tierra; y nos ponemos en adoración mirando a la Virgen.
Pensamos así que esta vivencia estética es un regalo, un privilegio. Nos atrevemos así a evocar el “momento” de la Encarnación imitando la sencillez de María.