Julián VARA BAYÓN
Juan Pablo II inauguraba el Centro Enzo Aletti, en Roma, con el claro objetivo de ayudar a la Iglesia a “respirar con los dos pulmones”, el de Oriente y el de Occidente. Así, en pleno centro de Roma, en la Via Paolina, una comunidad de cristianos artistas se consagraba a la labor pastoral de recorrer el camino ecuménico de la unidad, armados únicamente de la belleza que emana de Jesucristo y que ellos iban a dar a conocer con los colores de la luz.
El Director: P. Marko Ivan RupnikEl P. Marko Ivan Rupnik nació en el año 1954 en Zadlog, Slovenia. En 1973 ingresa en la Compañía de Jesús. Después de sus estudios en filosofía, entra en la Academia de Bellas Artes de Roma.
Desde septiembre de 1991 vive y enseña en el Pontificio Instituto Oriental de Roma, Centro Aletti, del que es director. También enseña en la Pontificia Universidad Gregoriana. Desde 1995 es Director del Taller de arte espiritual del Centro Aletti. Desde 1999 es consultor del Pontificio Consejo para la Cultura.
“Rupnik es un artista del color. El color es la luz de la materia del mundo que el artista busca. Por eso, el color de Rupnik es puro, intenso y a menudo sus cuadros se construyen sobre la regla de los contrastes entre los colores. Su arte consiste precisamente en encontrar la armonía, la fascinación del conjunto.
Desde hace algunos años, su arte está decididamente comprometido en una relación dialógica entre los frutos del arte occidental y del arte iconográfico. Se trata de una relectura del punto de vista del iconógrafo, pero con toda la riqueza instrumental de la pintura occidental de los últimos siglos.
Su arte consigue unir la tradición y la modernidad. La pintura de Rupnik nos confirma que la pregunta fundamental en el debate artístico contemporáneo no se puede agotar en las alternativas convencionales como, por ejemplo, arte figurativo o abstracto. Se trata, pues, de redescubrir el arte como servicio, como liturgia." (Del catálogo de una de sus exposiciones)
La gran aportación del Centro Aletti a la historia del arte cristiano de Occidente, es la visión eclesial de toda su actividad, desde la oración comunitaria de los artistas del Centro, hasta el trabajo del mosaico; desde la concepción del proyecto decorativo, hasta la teología que lo inspira.
La Iglesia de Cristo es una y sólo una, y su existencia trasciende el tiempo, porque es Cristo mismo quien la sostiene, da vida y dirige hacia la consumación escatológica. Por ello, en el arte del Centro Aletti está presente la memoria de lo mejor del arte cristiano de todos los tiempos.
El arte del Centro Aletti quiere superar cualquier posible clasificación clásica entre arte sacro y arte religioso para denominarse directamente arte litúrgico.
«El hombre que entra en la iglesia desde el mundo, desde el trabajo, desde las fatigas, desde las turbulencias de la historia, el hombre aplastado se recompone, se unifica, ayudado también por las artes que coralmente orienta hacia Cristo, más aún, dan testimonio de su presencia». (http://www.centroaletti.com/index_spa.htm, en lo sucesivo Centro Aletti).
El arte que realiza el Centro Aletti quiere ser un sacramental de la presencia, directamente o a través de la figura del santo, de la virgen, etc., de la santidad de Dios, de su gloria luminosa, de Él mismo. Por eso, en el mosaico todo converge hacia Cristo.
«Los elementos litúrgicos, las imágenes, los colores, el canto, el movimiento, todo debe hacerse de manera que la frontera entre el hoy y lo eterno, entre lo personal y lo comunitario, entre el sujeto y el objeto sea constantemente atravesada».
«Debido a que nuestra cultura está ya configurada decididamente como una cultura de la imagen, del movimiento y del color, es indispensable que se recupere la sabiduría de la inculturación de la fe en el arte, para que la Iglesia, también hoy, se muestre como belleza que fascina y atrae»(Centro Aletti).
¿Dónde buscar, en el inmenso patrimonio artístico de la Iglesia, la mejor muestra de este arte cristiano que sea “presencia” y pueda dirigir al hombre contemporáneo hacia la “belleza que salvará el mundo”?
«Los siglos pasados han estado marcados por la importancia del concepto y de la palabra, pero hoy en día la imagen es el elemento clave de la nueva era, y la liturgia es el ámbito por excelencia para descubrir la imagen, el color, el movimiento, el gesto, la materia, la luz, los perfumes, en sus significados más auténticos y más profundos». (Centro Aletti)
«El arte litúrgico es un arte que testimonia la misericordia de Dios. Este arte expresa en las formas artísticas la objetividad del Credo de la Iglesia. Y lo expresa como belleza, como una especie de identidad de la Iglesia misma… es un arte –que alguno lo llama arte sacro- que forma parte de la liturgia misma». (MARKO I. RUPNIK, en la entrevista concedida a Natasa Govekar, en El rojo de la plaza de oro, págs. 79s).
«El arte litúrgico es una parte integrante del espacio en el que se celebra la santa liturgia sagrada. No puede ser simplemente decoración, sino que es elemento constitutivo de la liturgia. Para ello hay que pensar en el espacio litúrgico como en una unidad orgánica de las artes. Todo arte debe tener su lugar en el conjunto de todas las artes, en relación con la liturgia que se celebra» (Centro Aletti).
La liturgia es la oración de la Iglesia, es la eterna oración de Cristo al Padre. Constituye para el pueblo de Dios lo sacro por excelencia, donde los cristianos somos santificados por nuestra incorporación al cuerpo de Cristo, que se ofrece en el culto perfecto del sacerdote único. Cristo asocia a la Iglesia, como esposa, a su eterna glorificación del Padre. Podría argüirse que el cristiano puede orar desde su habitación interior, que no necesita del arte para ello. Pero cuando se reúne en comunidad para dar culto a Dios junto a sus hermanos en la fe, precisa de ese lugar, de ese templo que, sólo por el hecho de existir, se convierte en la realidad y crea, en lo que no es él, el espacio profano.
El arte del P. Rupnik es un arte litúrgico, arte al servicio de la comunidad eclesial, tanto considerando a ésta en el papel pasivo de recibir instrucción y catequesis a través del mosaico, como en su papel activo de ofrecer junto al celebrante y, en definitiva, con Cristo el sacrificio eucarístico.
Pero el misterio que se celebra no es una historia de ficción, sino una historia objetiva con la objetividad de Cristo «como Salvador, nuestro Señor. Cuando, a través de la liturgia, la salvación se comunica a la comunidad que celebra, se trata de una salvación que objetivamente pertenece a Cristo, realizada objetivamente por Cristo, y por lo tanto se trata de una realidad, no sólo como yo la pienso, la siento y lo percibo. Esto significa beber en la memoria viva, la sabiduría de la Iglesia, en la Tradición, es decir en esta sabiduría espiritual, en Cristo mismo que a través de los siglos vive en su cuerpo, que es la Iglesia» (Centro Aletti).
En la oración litúrgica el cristiano se dirige con Cristo al Padre y lo hace, como no puede ser de otra manera, con el lenguaje propio de su tiempo y de su lugar en el mundo. Es decir, al mismo tiempo de beber en la memoria de la Tradición, el fiel hace tradición con su forma de estar en el mundo y desde ella dirigirse al Padre. Por eso, el arte del Centro Aletti, se expresa también con «una dimensión más subjetiva, más marcada por las coordenadas histórico-geográficas en las que se encuentra, sin dejar de reconocer que ninguna cultura puede identificarse completamente con la objetividad del misterio divino-humano que estamos celebrando» (Centro Aletti)
El estilo de vida del P. Rupnik, viviendo en comunidad religiosa con los artistas del Centro Aletti determina en buena medida la relación de su arte con la liturgia. La vida religiosa, que combina el estudio, el trabajo, y la oración, se incluye en la vida de la Iglesia. Es decir, su estudio en la penetración en la memoria de la Iglesia; su trabajo, en la comunicación de la Iglesia con el mundo a través del arte; y su oración, en la oración de la Iglesia. Pero la oración de la Iglesia es la liturgia, la oración eterna del Hijo al Padre. Por eso los mosaicos del Centro Aletti son un canal de comunicación entre la liturgia y el espectador. Por eso, el arte del P. Rupnik es un arte litúrgico, arte al servicio de la comunidad eclesial, tanto considerando a ésta en el papel pasivo de recibir instrucción y catequesis a través del mosaico, como en su papel activo de ofrecer junto al celebrante y, en definitiva, con Cristo el sacrificio eucarístico.
«Sólo a partir de la Iglesia se puede crear algo para la iglesia. El mosaico en sí mismo es una obra coral y no individual. Hay un director del «coro», un gran artista principal que tiene una visión de toda la obra. Pero este trabajo se lleva a cabo en estrecha colaboración con los artistas del coro». (Centro Aletti)
La relación objeto-sujeto que se establece automáticamente entre la imagen y el espectador no es una relación tensional, conflictiva dentro del espectador del mosaico, porque su persona supera dicha tensión en una realidad de amor agápico. Por un lado, es una relación personal, única e inconfundible y, por otro, se realiza en una expresión libre de amor.
Esta acción, simultáneamente personal y comunitaria tiene todo el sabor de la oración eucarística, de la acción litúrgica, que siempre es acción común de la Iglesia y en la que el fiel participa como individuo singular, personal y libremente
Una nota característica del trabajo del Centro Aletti, incluida en la misión encomendada por el Papa Juan Pablo II en el momento de la inauguración del Centro, es la de trabajar para el encuentro entre artistas del Oriente y el Occidente. De Oriente llega la tradición de los Padres Griegos, la teología de la imagen del Concilio II de Nicea y el arte bizantino. Sobre la bondad litúrgica de este arte, dice Rupnik:
«Este lenguaje figurativo y colorista de oriente ha sido purificado de tal modo dentro del proceso de la liturgia y de la oración, que todo lo que de alguna manera no podía ser integrado con la oración y con el misterio que se celebraba se iba poco a poco dejando fuera. Hay misterios de nuestra fe, —como por ejemplo Cristo en la gloria, su pasión, su nacimiento—, que han sido «probados» de tal manera dentro de la Iglesia que la interpretación figurativa colorista incluye tanto el dogma como la experiencia eclesial y la devoción personal. Considerar hoy estas elaboraciones fruto de muchos siglos significa asirse a la tradición figurativa colorista más robusta y sana de la Iglesia». (Centro Aletti)
Sólo durante el segundo milenio la Iglesia de Roma toma el liderato de la inculturación de la fe al abrirse a los nuevos descubrimientos, las nuevas rutas comerciales y los tiempos que se abrían al Renacimiento y la Ilustración. En este tiempo la Iglesia Occidental es la gran mecenas de las bellas artes.
«Para entender los mosaicos del Taller de Arte Espiritual del Centro Aletti espiritual se debe subrayas que su intento es tratar de restaurar el arte litúrgico con los criterios antiguos, a saber: mirar con los ojos de un iconógrafo antiguo y trabajar con los lenguajes contemporáneos». Así expresa el Centro Aletti la doble fidelidad que mantiene en sus trabajos: primeramente, a la Tradición, como verdad revelada y fuente de belleza; y, en segundo lugar, a la generación actual, destinataria de la obra pictórica, que espera se le hable con un lenguaje propio de su tiempo.
«Tenemos urgente necesidad de recuperar un lenguaje que corre el riesgo de perderse: desde este punto de vista son realmente magistrales las palabras dedicadas al arte por el entonces cardenal Ratzinger en su libro Introducción al espíritu de la liturgia: una brújula importantísima. Para mí es urgente reconstruir el “estatuto” del arte litúrgico». (Marko Ivan Rupnik a Paolo Mattei, en http://www.30giorni.it /articoli_id_17853_l2.htm, en adelante Paolo Mattei)
Este estatuto para el arte litúrgico supone una fuerte reconsideración del arte en nuestras iglesias, comenzando por la planificación y construcción del templo, que “ab inicio” debe estar pensado para la función religiosa de la comunidad que lo va a utilizar. Y como no se trata de un arte que nazca hoy, el arquitecto debe conocer la mejor tradición de la Iglesia, dos veces milenaria, en el arte de la arquitectura. Por eso debe beber de las fuentes de las artes de los periodos paleocristiano, románico y bizantino, para que conociendo esas realidades use su más modernos conocimientos en la nueva construcción.
Y cosa semejante cabe decir del arte pictórico que se destina al culto. Su obra acabada debe hacer la síntesis entre la tradición del arte cristiano de todos los tiempos y la depurada técnica que sea capaz de aportar como artista moderno, sin olvidar que su sello personal es una parte de esa modernidad que debe saber reflejar.
«Vale la pena observar de cerca la situación de la inteligencia teológica a finales de los años 60 y su influencia en la reforma litúrgica... A este escenario pertenece el aspecto desolador que frecuentemente tienen las “nuevas iglesias” que no están pensadas como “casa de Dios”, sino como espacios destinados a varios usos y, por consiguiente, sin un significado propio: dispendiosas vacuidades en las que la “actio litúrgica” está, literalmente, confundida y desorientada». (Pietro de Marco, El movimiento litúrgico como problema y como oportunidad., en blog de Sandro Magister, 17 de marzo de 2017)
Hablar del arte del primer milenio, no es añorar el pasado. La Iglesia es incompatible con la nostalgia, porque su mirada está fija en el “esjaton”, en el fin de los tiempos, y su anhelo es ese “Maran atha”, “ven Señor Jesús” que todo fiel exclama en la liturgia. La Iglesia sabe que el Espíritu Santo gobierna la Iglesia y que él va revelando progresivamente la verdad toda sobre Cristo, abriendo siempre nuevos horizontes al mensaje de salvación. Pero en los primeros siglos hunde la Tradición sus raíces y allí están los orígenes que deben nutrir el arte moderno.
La teología de la presencia nos lleva directamente al Concilio II de Nicea y, más concretamente, a Juan Damasceno y la defensa de las imágenes como símbolos del prototipo. Aquella introducción de lo simbólico en la discusión teológica hizo posible desarrollar profundamente el misterio de la encarnación, de lo visible como símbolo de lo invisible. Es Cristo, hombre visible, quien nos muestra al Dios invisible, con tal autenticidad que puede decir «Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre».
Esta presencia del simbolizado en el simbolizante, de lo invisible en lo visible, de la divinidad en la humanidad, es el fundamento de la iconografía y de la posibilidad de hacer real toda la teología del icono de Cristo, tal como titula el cardenal Christoph Schönborn su introducción teológica a este tema. «El arquetipo está presente en el icono, pero se trata de una presencia puramente personal, relacional. Sólo aquí estriba la dignidad del icono. El cuerpo representado no está presente en el icono según su naturaleza, sino sólo según la relación» (Christoph Schönborn, El icono de Cristo. Una introducción teológica”, pág. 199)
En el templo, en el espacio litúrgico el arte de los cristianos ha sido siempre un “arte de la presencia”. «Es decir, un lenguaje esencializado, sin detalles de distracción, donde todo –incluso el artista y las personas destinatarias de la obra– está dentro del misterio que se comunica. La gran diferencia es ésta: una obra de arte puede suscitar maravilla y admiración, pero el arte que entra en el espacio litúrgico ha de suscitar veneración».(Entrevista a Marko Ivan Rupnik por Paolo Mattei, en http://www.30giorni.it/articoli_id_17853_l2.htm).
«Las imágenes cristianas, tal como las encontramos en las catacumbas, hacen suyo el canon de imágenes creado en la sinagoga, dándole una nueva forma de presencia» (Ratzinger, El espíritu de la liturgia, pág. 139).
Para el Centro Aletti, el arte que se expresa en el recinto sacro debe despertar «La veneración que el fiel de a pie expresa con la señal de la cruz, con la genuflexión, con la oración: porque existe la esperanza de Dios. No basta con que uno diga: ¡maravilloso! Se requiere una vida dentro, que haga posible darse cuenta del Misterio presente». (Entrevista a Marko Ivan Rupnik por Paolo Mattei, en http://www.30giorni.it/articoli_id_17853_l2.htm)
La idea de la veneración como respuesta espontánea a la genuina obra de arte litúrgico es, a la vez, la condición necesaria para que un trabajo artístico pueda ser calificado como litúrgico, según queda dicho por el P. Rupnik. Por eso, no cualquier cosa puede entrar en una iglesia. Es preciso que la entrada en el recinto sagrado promueva en el fiel el sentimiento profundo y de admiración, inspirado por la contemplación de las imágenes sacras que encuentra en el interior del templo, que define la veneración, como culto que se rinde a Dios, a la Virgen o a los santos.
El problema planteado en algunas de nuestras iglesias, desde la que presenta muros de hormigón casi desnudos de imágenes, hasta la que, al contrario, está toda revestida de cuadros de dudoso gusto o calidad, revela, en el fondo, un problema de fe. De fe en la liturgia como oración de Cristo a la que se suma la comunidad viva de la parroquia desde la libertad y la gratuidad. Es esa comunidad la que debe organizar el espacio sagrado, comunidad en la que se integran el arquitecto y el artista pintor, y de la belleza de esa vida en común surgirá el templo que, a su vez, expresará la belleza de la unidad de los cristianos en el cuerpo de Cristo.
Entrar en la iglesia así concebida es entrar en el recinto sacro donde todo nos hable del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, y el sentimiento de veneración surge espontáneamente al ser evocado por la adecuación del espacio y la figuración sagrada de las paredes.
Cuando el P. Rupnik habla del lenguaje de sus mosaicos muestra como ejemplo a seguir el lenguaje de las épocas de oro del arte litúrgico, desde el prerrománico al bizantino, cuando la simplicidad en la figuración buscaba que el espectador no se perdiera en detalles que lo alejaran de la esencia de la imagen, del contenido real del icono. La simplicidad del dibujo ayuda a concentrarse en el mensaje, en la comunicación, en la presencia del prototipo.
Porque, «En efecto, este es el objetivo principal del arte litúrgico, que no es ante todo un arte narrativo, sino un arte que sirve a la presencia del misterio»
«En el icono, lo que cuenta no son precisamente los rasgos del rostro; más bien se trata de una nueva forma de ver. El icono mismo tiene que proceder de una nueva apertura de los sentidos internos, de un llegar a ver más allá de lo meramente empírico y que descubre a Cristo –como dice posteriormente la teología de los iconos- a la luz del Tabor». (Ratzinger, pág. 143)
«Las figuras deben indicar una realidad tal como Dios la ve. La revelación, la tradición de la Iglesia, su memoria son el ámbito en el que se forma, elabora y crea la simplicidad y la esencialidad de las figuras del arte litúrgico. Las figuras, las imágenes son entonces comunicación del contenido de la fe. Dicen la doctrina, el dogma, desvelan la teología» (Centro Aletti).
La regla de arte antiguo en la que se basaba la investigación de la estética, es decir, de la perfección artística, de la belleza, era la teología y los misterios de la fe que se nos hacen presentes en la liturgia. Una representación y una composición artística eran consideras hermosas si estaban impregnadas de la revelación y de la comunicación de los misterios de la fe.
Por eso, el taller del Centro Aletti encuentra el método y la inspiración para su arte propio en el canon iconográfico sancionado por el Concilio II de Nicea. Explica que en el icono bizantino «La simplicidad ayuda a la concentración y se convierte en una especie de pedagogía para la comprensión de los misterios. El gesto se hace limpio, básico, y por ello muestra con mayor fuerza lo que quiere indicar. Así, para el espectador, este arte se convierte también en una purificación de los sentidos, hace que los sentimientos sean sobrios y purifica la mente, porque tiene en cuenta una comprensión espiritual basada en el dogma. Entonces enseña a pensar teniendo en cuenta el pensamiento divino». (Centro Aletti)
«Los espacios decorativos, es decir los que existen entre las figuras o de fondo, no quieren
representar significados precisos, sino que tienen otra función, en cierto sentido, más delicada.
La función de los espacios entre sí es entonces crear ese estado necesario en el corazón para
que podamos captar estas palabras que nos comunican las figuras. El ojo no se cansa nunca porque
se buscará siempre algo y siempre será atraído por algo. Los espacios no tienen la función
de «ocupar» el ojo, de robar la atención. Y mientras uno se desliza con la mirada sobre
estos espacios, se crea en él un clima, un estado de ánimo hermoso, bueno, disponible, se
crea una disposición que le hace capaz de entender y acoger el discurso, la figura. Los flujos
de la materia, de luz, de colores, de sol, de piedras sirven para crear un ambiente, para crear
un estado de ánimo, algo hermoso para la vista, algo que gusta ver. Si estos espacios son
verdaderamente armonía, es decir, concordia de los diversos elementos, actúan sobre el
hombre como algo vivo, porque las cosas unidas son siempre expresión de una realidad
viva. La concordia y la armonía son expresión del amor, porque sólo el amor es capaz
de crear la comunión de los diversos»
«Esto es hoy muy importante, porque la Iglesia, tal vez, se ha dejado influir demasiado por el racionalismo.”
«Para entender la importancia que tienen estos espacios vacíos… se necesita un cierto tiempo, hay que deslizar la mirada de un lado a otro, dejar que se suscite algo en uno, no filtrar todo racionalmente. No debemos imponer a nuestro cerebro lo que queremos ver. Más bien, debemos dejar que las cosas hablen y entonces seremos capaces de leerlas. De esta manera, los espacios, los fondos abstractos de los mosaicos, son el trasfondo adecuado para el discurso, el contenido proporcionado por las figuras. Aprendamos de Cristo a crear un escenario que ayude a entender: cuando Él hizo un importante discurso a los discípulos subió a una montaña, o fue en una barca, o se alejó de la orilla, para que todos lo vieran. Esto nos dice que también el escenario, el fondo, lo no-figurativo es importante para entender no sólo narración figurativa, sino la liturgia, los gestos, las palabras en las que se participa».(Centro Aletti)
El color es, sin duda, un protagonista en la fascinación de una obra, y por eso es particularmente importante que respete la jerarquía de la composición de manera que ayude a captar en la obra de arte en el primer lugar, lo que es más relevante, y luego el resto.
Los cristianos han tomado el significado de los colores de las antiguas tradiciones de los pueblos y los han «bautizado». Por eso, el mensaje de los colores va más allá de la percepción subjetiva, inmediata, psicológica y se convierte incluso en una pedagogía, una herramienta para la formación del mundo interior del hombre.
«Hoy en día todo esto es difícil de entender, porque el tiempo reciente ha considerado el color exclusivamente desde un punto de vista psicológico. El Taller de Arte Espiritual del Centro Aletti, considerando la tradición de la Iglesia, se ha inspirado en el primer milenio». Así,
«Sin la luz la materia es una masa oscura, lóbrega y pesada. La luz es la vida y el color testimonia la vida del mundo. Los colores hacen que el mundo sea carne viva de la luz. Pero en el mundo transfigurado, el mundo asumido en Cristo, en el mundo en que habita la gloria de Cristo, es decir, la Jerusalén celestial, el sol no es luz, sino que lo es Cristo. Ahora bien, como los colores cambian en el mundo si cambia la luz, igualmente los colores que dan testimonio del sol que es Cristo son los colores del mundo que no tendrá ocaso. El arte de los cristianos en las épocas más fuerte trató de intuir y captar en el acá estos colores que aparecen en un mundo iluminado por Cristo. En la liturgia, de hecho, contemplamos el mundo redimido. Entonces, el arte, especialmente el color, debería testimoniar la redención en Cristo, la visión del mundo según Cristo» (Centro Aletti).
Uno de los elementos definidores del trabajo del Centro Aletti está constituido por el uso de las teselas como materiales para la realización de los mosaicos. Junto con el color, las teselas y la profunda originalidad de sus formas y colocaciones constituyen el elemento material que expresa la vida y el amor misericordioso del Padre, siempre presentes en los mosaicos del P. Rupnik.
«Con las piedras hay que saber trabajar. No es fácil de cortar las piedras: si no se saber hacer, fácilmente uno se corta o se desmenuzan. Esto significa que hay que conocer la piedra, debemos tener en cuenta a la piedra y no imponer a la piedra simplemente la propia voluntad. Teniendo en cuenta la piedra, se aprende a tener en cuenta al otro. Esto es ya un principio religioso: considerar al otro, afirmarlo, reconocerlo. El artista debe estar atento a no imponer la voluntad sobre el mundo, sino a dialogar. La piedra, la materia menos refinada de la creación, puede fácilmente dar la impresión de ser un material muerto; en cambio lo creado está vivo, animado por una voluntad propia».
Sergei Bulgakov, el gran genio de la teología moderna, retoma la enseñanza de san Máximo el Confesor, según el cual -precisamente porque la creación del mundo fue hecha por medio del Logos- en toda la creación existe una especie de código del Logos. Si abrimos la materia y vamos a ver este código, vemos que en él está ya escrito el sentido y la orientación de la materia misma. El código del Logos en la materia nos revela la voluntad de la materia de realizar su verdadero sentido, y este sentido es en Cristo, donde el sentido de toda la creación se ha «condensado» y «materializado». La materia quiere ser el escenario de la revelación del amor de Dios que, por excelencia, permanece cumplido en el cuerpo de Cristo.
En el mosaico del Centro Aletti la materia expresa su fuerza, su vida, con su voluntad de participar en la comunión de las personas. Por eso, la materia en las paredes expresa su dinamismo y su orientación hacia el rostro. “Cuando la materia viva es luminosa ha entrado en el amor y se ha convertido en cuerpo. Cuando un cuerpo se pone al servicio del amor se concentra en el rostro y el rostro permanece como "memoria perenne” de Cristo vivo” (Centro Aletti)
Decir qué sea la modernidad en pintura no es tarea fácil. Son numerosos los términos que se disputan la capacidad de acotar los tiempos y los estilos comprendidos. Como primer esfuerzo de discernimiento acojamos la siguiente clasificación de estilos, de estéticas dominante y no tanto un periodo temporal bien definido:
Arte moderno, recoge la historia del arte desde finales del siglo XIX hasta la revolución cultural de 1968. Sucede al arte de contenido académico dominante hasta el XIX y pretende romper con la tradición e instaurar una técnica nueva, experimental.
En la primera mitad del siglo XX y, por tanto, dentro de este periodo moderno surgieron las vanguardias artísticas donde las nuevas fórmulas y técnicas son tales que podría decirse que cada artista es una. Fovismo (Matisse) Futurismo (Marinetti, Boccioni) Cubismo (Picasso, Juan Gris) Expresionismo (Munch) Abstraccionismo (Kandinski). Dadaísmo (Marcel Duchamp). Bauhaus, (Le Corbusier) Art decó. Surrealismo, (Magritte, Dalí, Miró).
Arte contemporáneo quiere recoger las últimas tendencias, lo actual; pero, por otra parte hay quien recoge con esta denominación todo el arte propio de la Edad Contemporánea, desde 1750.
Arte postmoderno quiere romper la herencia del arte moderno y acoger la estética desde el año 1968. Rechaza, pues, el arte de la primera mitad del siglo XX y la técnica y estática que la soportaban. A cambio, instaura una cultura popular y la mezcla de estilos.
El P. Rupnik, que en sus inicios como artista vivió la estética de las artes de vanguardia, analiza estos movimientos y dice:
«El arte contemporáneo se ha rebelado ciertamente contra una noción romántica, idealista de la belleza. Hoy un pintor contemporáneo se ofendería si uno dijera que su obra es bella. Al mismo tiempo el arte contemporáneo está promoviendo, poco a poco, una visión renovada de la belleza. Con fatiga y a través de muchas trampas. Una de éstas es el psicologismo estético: bello es lo que me hace estar bien en mis sentidos» (Entrevista a Marko Ivan Rupnik por Paolo Mattei, en http://www.30giorni.it/articoli_id_17853_l2.htm), en adelante Paolo Mattei )
Esta rebelión, que es consecuencia de un movimiento de fondo de la cultura europea, rompe también con la tradicional relación de la Iglesia y los artistas. Es comprensible que en la exaltación de la técnica y la objetivación de los conocimientos propios del siglo XX, se utilizase cualquier medio de expresión para canalizar la protesta de cuanto queda excluido del desarrollo ideal del siglo XX, ya sea de tipo cultural, artístico, social o económico. Y, naturalmente, consolidar el alejamiento de la Iglesia, que se inició con el Renacimiento, y de cualquier idea religiosa en el siglo XX. Dentro de esa dinámica, cada artista quiere ser la punta de lanza del movimiento de protesta y crea su propia técnica e, incluso, estética. De ahí, la floración de vanguardias, cada una de ellas con pretensión de ser el arte definitivo; de ahí, también, la auto-consideración de único e irrepetible de cada artista.
El P. Rupnik propone al mundo posmoderno la aventura de mirar juntos críticamente las novedades del mundo, de su cultura y de su vida, con especial cuidado a no someterse mecánicamente a las modas. Y a hacerlo desde una cierta fidelidad a lo mejor del pasado, es decir, con fidelidad a la Tradición.
Esta interpelación se dirige también al interior de la Iglesia, a la vista de la pastoral que refleja el interior de muchos templos, construidos por famosos arquitectos, solo por el hecho de serlo, alejados de la vida y el sentir cristianos. Unos encargos realizados desde un diálogo ideologizado con la cultura, alejado de la vida comunitaria y eclesial.
Es sabido que Rupnik se ha quejado de una cierta admiración mostrada desde el interior de la Iglesia por las modas que periódicamente aparecen en el arte posmoderno, cuando la contratación del edificio, del altar, de la decoración interior y, aún, los objetos litúrgicos como cruces, cálices y vestimenta sagrada son contratados con criterios de “galería”.
Él propone revertir esa tendencia y recuperar « el lenguaje litúrgico [que] a través de los siglos se ha ido purificando de lo que era demasiado psicológico, demasiado afectivo y sentimental, para llegar a una esencialidad simbólica, metafórica, que por una parte sabe acudir a la objetividad de la Revelación de Cristo y por la otra está en condiciones de ser reconocible en todo momento histórico por el pueblo cristiano».
A pesar de que el divorcio entre la Iglesia y el arte contemporáneo es un hecho doloroso que lleva muchos años enquistado, Rupnik no renuncia a su posibilidad: «La Iglesia tiene a disposición sacerdotes, teólogos, religiosos y laicos, personas capaces de hacer crecer esta relación… [y] de recuperar un lenguaje que corre el riesgo de perderse: desde este punto de vista son realmente magistrales las palabras dedicadas al arte por el entonces cardenal Ratzinger en su libro “Introducción al espíritu de la liturgia”». (Paolo Mattei)
Los artistas del Centro Aletti son una gran oferta de la Iglesia a este diálogo propuesto. Por vocación sienten en sus vidas la gran atracción de la belleza.
«El encuentro con la belleza puede ser el dardo que alcanza el alma e hiriéndola le abre los ojos, tanto que entonces el alma, a partir de la experiencia, halla criterios de juicio adecuados y capacidad de evaluar correctamente los argumentos».( Cardenal Joseph Ratzinger, Mensaje para el Meeting de Rímini 2002.)
El teólogo Pavel Florenskij decía: «La Verdad revelada es el Amor y el Amor realizado es la Belleza». Eso es, el artista está atraído por la Belleza, que es el Amor realizado, es decir, la Pascua. Puede tener por gracia la humildad de dejarse fecundar por el Misterio. Quien trabaja con este Misterio no puede hacer más que recibirlo, darle espacio en su vida y dejar que actúe»
La actitud humilde es condición necesaria para el encuentro y dialogo fructífero, pero no entendida como actitud psicológica que el hombre puede alcanzar por su propio empeño, sino la humildad como don del Espíritu, que lo da libremente y, sin duda, también a artistas alejados de la Iglesia. Esta virtud teológica permite a quien la acoge libremente distanciarse de su “yo”, y su obra será la respuesta al don recibido. La dimensión de la humildad aleja el trabajo del artista de la autocomplacencia y la autoafirmación de su específica técnica y lo convierte en servicio a la comunidad, y en esta dimensión de servicio es posible encontrarse trabajando juntos el arte contemporáneo y el arte cristiano.
«Solo así la obra podrá ser entregada a muchas personas y muchas personas se reconocerán en ella. Con el arte es como con el amor: se exige la humildad y la acción. Mientras más humilde se es, más se es atravesado por el amor. Mientras más se implica uno personalmente, más universal es».(Paolo Mattei)
Mirando hacia el artista cristiano, Rupnik le propone una ascesis necesaria para poder estar de manera fecunda en ese diálogo con el arte actual: 1.-Oir frecuentemente la Palabra de Dios y estudiar la Tradición de los santos Padres. 2.-Estar en el debate intelectual y conocer el lenguaje de la teoría del arte de su siglo. 3.-Participar de la vida sacramental de la Iglesia 4.-Vivir la vida como la vive el conjunto de la sociedad en que se vive para conocer las dificultades y miserias de los hombres de su tiempo y de compartir con ellos sus gozos y esperanzas. Así la redención de Cristo será recibida conjuntamente
En este empeño ilusionado trabaja el Centro Aletti desde su creación y, con ello,
«El padre Rupnik ha abierto un camino de diálogo y renovación. La Universidad tiene que estar en diálogo con el mundo y la cultura contemporáneos, y abrir caminos por los que las distintas ciencias y técnicas se abran a la totalidad de lo real. Benedicto XVI alentaba a los universitarios a que amplíen los horizontes de la racionalidad. Y eso no puede hacerse más que desde el genuino encuentro con la cultura y su lenguaje. Con su propuesta artística y estética, el padre Rupnik nos muestra cómo el lenguaje de las vanguardias, pertrechado con la fuerza de los materiales, puede renovar la elaboración del mosaico recuperando su intención originaria, que no era la de parecerse a la pintura». (Universidad Francisco de Vitoria, acto de otorgamiento del Doctorado Honoris Causa al Dr. Marko I. Rupnik).