68     ÚLTIMA COMUNIÓN DE SAN JOSÉ DE CALASANZ

Francisco Goya Lucientes
Óleo sobre lienzo. 2,50 m. X 1, 80 m. Compuesto entre mayo y agosto de 1819
Naturalismo e impresionismo del XIX goyesco (tendente al surrealismo)
Hoy en el Museo de los Escolapios de Madrid (c. Gaztambide)
(El primer boceto del cuadro se halla en el Museo Bonnat, de Bayona)
___________________________________________________________ Antonio APARISI LAPORTA

 
Messe breve No. 7 aux chapelles.;  Charles Gounod

Aproximación a la obra

Identidad global de este cuadro de Goya.

El lienzo representa al santo español José de Calasanz poco antes de su muerte, en Roma (1646), recibiendo la Comunión en la imaginada capilla de las Escuelas Pías de San Pantaleón (cuyo pasillo de clases se observa al fondo). Está de rodillas en actitud de profunda devoción, rodeado de niños y de profesores, y recibe la comunión de manos de un sacerdote que está celebrando la Eucaristía.

Se trata de una obra estelar de Goya (por ejemplo, de la misma categoría que “Los ajusticiamientos del 3 de mayo”). Todos los expertos de arte investigadores de Goya coinciden en esta apreciación, y la consideran, además, como posiblemente la pintura religiosa más cargada de espiritualidad en el siglo XIX (Camón Aznar, Rita de Ángelis, Sánchez Cantón, Bernard Dorival, Jesús Lecea, etc.).

Motivaciones y circunstancias. Contexto ideológico que entorna a Goya y a esta obra.

Estamos en 1819, en Madrid. Uno de los colegios de niños de mayor altura es el de los Escolapios de la c. Hortaleza, llamado de “San Antón” (por haber pertenecido anteriormente a unos monjes de esa regla). Tras la invasión francesa y la dispersión obligada de los religiosos (en 1809, por orden del gobierno de José Bonaparte), el colegio y su iglesia han quedado en pésimas condiciones. Al regresar los religiosos, en 1814, se procede a restaurarlos. Fernando VII contribuye con 1.100 reales. El superior, P. Pío Peña, encarga a Goya un gran cuadro de San José de Calasanz. ¿Por qué a Goya?

Goya ha vuelto a residir en Madrid desde hace dos meses y medio. (Se había casado aquí años atrás) Es ya el más famoso pintor español de la época. En ese momento reside en una casa de campo, al otro lado del Manzanares, a la que se denomina “La Quinta del Sordo”, aludiendo a su sordera... Mantenía cierta amistad con los religiosos escolapios (tanto de San Antón como del colegio de San Fernando, en Lavapiés). Este trato se debía al hecho de que en su infancia, siendo pobre su familia, se había educado en el cercano colegio escolapio de Zaragoza (de la calle Castellana), recordando durante toda su vida con agrado a aquellos excelentes maestros, uno de los cuales –el P. Joaquín (v. Cartas suyas a su amigo zaragozano Martín Zapater Clavería)- se hallaba entonces en Madrid....La condición de hombre ilustrado y liberal tiene mucho que ver con aquellos años de su infancia en aquel colegio zaragozano.

Por todo eso acepta con gusto el encargo, en mayo de 1819. En julio le pagan a cuenta 8.000 reales y en diciembre 12.000 (: lo que equivaldría, en total, hoy a un millón de pesetas). Es tradición que Goya perdonó parte considerable de ese pago. Y es seguro, además, que antes de partir definitivamente para Francia (desalentado por la situación de España –de absolutismo, incompetencia y corrupción- y por su propia enfermedad), llevó él mismo (bajo el brazo), como regalo y recuerdo personal al colegio escolapio de San Antón un pequeño cuadro de valor excepcional: “La oración de Jesús en el Huerto”.

Acabado el cuadro de “La Última Comunión del Santo”, éste se instaló en la Iglesia de San Antón, el 27 de agosto de 1819, Fiesta de S. José de Calasanz, ya muy popular en España como “santo de los niños y de las escuelas populares”. El pueblo de Madrid acude ese día a ver el cuadro y festejar al santo... y a Goya.

En 1819 el pintor está sufriendo una de sus crisis fuertes, motivada por una grave enfermedad (que le acentúa la sordera) y por las dificultades económicas y sociales que padece. De esta crisis saldrá con la imaginación exaltada, y con una mayor rebeldía frente a todo.... Lo que influirá enseguida en su obra (en su técnica y en sus motivos): en su “pintura negra”.

¿Cómo es posible que en tal situación pintase este cuadro de profunda religiosidad y de acertada visión cristiana? Y ¿desde qué situación interior pudo hacerlo?. La respuesta no es fácil, pero resulta apasionante intentar hallarla.

Goya es un liberal, con las virtudes y vicios del liberalismo plasmado en las Cortes de Cádiz. Con un fuerte sentido del pueblo y de la nación; y, por ello, antinapoleónico, pero también de cultura afrancesada; ideológicamente cercano a los ilustrados Jovellanos y Moratín.

Sin embargo, al contemplar la obra “La Última Comunión de S. José de Calasanz”, nacida en ese ambiente tan distante del tema que la define (¡y, en gran medida contrario al mismo!), no se puede por menos que concluir que Francisco Goya, en medio de su vida azarosa y de sus compromisos sociopolíticos y culturales, era un hombre que guardaba una tendencia firme hacia la religiosidad profunda, con una clara base espiritual cristiana.

Comprensión de la obra

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o primero que sorprende en el cuadro es el tema, su contenido.

Con toda probabilidad fue elegido por el mismo autor. (No consta en las referencias documentales del encargo que se le indicara ese dato, ni existía en los escolapios que lo encargaron razón alguna para sugerir tal motivo, entre los muchísimos conocidos de la vida de Calasanz, de signo mucho más triunfal y jubiloso, como correspondía a su exaltación pública y ante los escolares)

¿Por qué lo eligió? No acudió a anteriores interpretaciones (que no las había). Le bastó tocar su corazón. Estaba presente, sin duda (porque así lo expresa a su amigo Zapater) el recuerdo entrañable de los años de infancia en el colegio de escolapios de Zaragoza; quizás allí mismo el recuerdo de su Primera Comunión. Y, especialmente, la gratitud por el gratuito aprendizaje allí de las Letras y Humanidades, por la ilustración (raíz de su vasta cultura) y por la irrenunciable sintonía con el pueblo sencillo.

Pero, sobre todo, lo que inspira al autor es el retorno apasionado al fondo de sí mismo: a la fe primitiva, para salvar su estado de ánimo “negro”. Le inspira el deseo de bañar de alguna luz sobrenatural la propia oscuridad que atraviesa... Desencanto, amargura, desgarro ante el exilio inmediato que presiente, dureza; y, a la vez, ternura infantil, esperanza a pesar de todo. En una escena patética. De un modo algo semejante a lo que hiciera Rembrandt (cuya pintura recuerda aquí) al final de su vida, cuando pinta “El regreso del hijo pródigo”.


n todo caso la obra está impregnada de honda religiosidad y de fe cristiana

De religiosidad, en cuanto que muestra una relación íntima y emotiva con Dios; desde luego, la vivida con mucha sensibilidad en su infancia, entre los siete y los doce años, en el colegio de Zaragoza (de 1751 a 1760 aproximadamente). Lo que se refleja en un fondo de espiritualidad tradicional cristiana que perdura: la impresión por la Eucaristía y la devoción mariana (plasmadas ambas en bastantes otras obras suyas, y expresada –la segunda- en una de las cartas a su amigo Zapater: “Pídele a la Virgen –la del Pilar- que me dé ganas de trabajar”).

Es decir, el violento, liberal y revolucionario Goya se muestra en esta obra, sin duda alguna, un gran creyente, en medio de un mundo y de una vida propia que hacían muy difícil esa condición. Incluso un valiente creyente.

A partir de este cuadro y de “La Oración de Jesús en el Huerto” (¡tan unidos ambos por diversas razones!), decae ya la pintura religiosa de Goya –y, con él, la de todo el arte moderno-.. El pintor, encerrado en la “Quinta”(demolida en 1910), se entrega frenético a sus visiones y a sus reacciones libertarias, y crea las pinturas negras (criaturas sin luz, delirantes, en las que el hombre y el monstruo se confabulan. Es el invierno de los últimos meses de 1819.

En cuanto a la técnica global de la composición y al mensaje que expresa.

La técnica artística de Goya, más aún en este período, es un reflejo del mundo interior que vive, un mundo dispar, trepidante de ideas y sentimientos, tan pronto atravesado por rayos de luz como ensombrecido por sus obsesiones y tristezas: Pero, en cualquier caso, un mundo en que expresamente surge por algún lado la llama creadora de Dios; como si el genio creativo del pintor no fuera en último término más que un destello del Creador.

Nos encontramos, tal vez, ante la culminación y el mayor equilibrio de un proceso técnico (iniciado hacia 1808 y acentuado en 1814) caracterizado por estos rasgos: la elección de una escala cromática reducida y concentrada, predilección de un combinado fuerte de colores negros y rosáceos con blancos de cal y amarillos de luz metálica de oro; la pincelada frondosa, apretada y veloz, de toque velazqueño; llenando las superficies de un hervidero de destellos sobre una materia sólida y segura... Lo que está posibilitando una profunda reflexión sobre lo real, es decir, un juego de naturalidad y de elevación, dotado de tantas tonalidades y tantos matices como tiene la vida misma.

En “La Última Comunión de San José de Calasanz” convergen (al servicio de los mensajes espontáneos que plasma) esas cualidades técnicas, con una docilidad asombrosa del procedimiento al temblor y a la profundidad sensible de la inspiración. Y es posible que por ello nos encontremos ante la obra más compleja, de más grave y honda intensidad emotiva de Goya, con una síntesis absolutamente admirable del éxtasis iluminado y de la santidad más humana o frágil.

En cuanto a las partes de la composición y sus figuras.

La figura central del cuadro, que constituye el punto de convergencia de todas sus partes, es el santo arrodillado, con una fisonomía del rostro y de las manos transverberada de divinidad. Los ojos, aparentemente cerrados, son interiores, se perciben muy dentro del ser. La cara viene iluminada no sólo por la luz –está dotada de luz- sino por la firmeza y la suavidad de la boca y de la relajación de los músculos faciales. El conjunto, incluido los brazos y las manos, denota de manera diáfana bondad, amabilidad, madurez, sabiduría, elegancia, y, a la vez, lejanía y proximidad del anciano, presente ante todo a la Forma eucarística que el sacerdote le ofrece.

Este sacerdote, que es quien celebra la Eucaristía, contrasta con el santo por su aspecto rústico o tosco, que, sin embargo, no oculta su admiración y lealtad hacia la figura de Calasanz y la fe que él mismo posee en el Misterio que lleva entre manos.

Como en otras obras de esta época goyesca las demás figuras surgen de un fondo gris negruzco hasta cierto punto invadido de rayos que les dan un aspecto casi irreal, de complemento espiritual, pero no de relieve. Asisten al hecho, son testigos. Los maestros y clérigos denotan una mejor consciencia del momento. Los niños siguen siendo niños; movidos y expectantes, intuyendo lo que acontece, con mayor agudeza de la que muestran siempre (pareciendo que se hallan en otra realidad); quizás entre ellos está también dibujado el escolar Francisco que rememora su Primera Comunión en el colegio de Zaragoza. Son los mismos colegiales que han orado tantas veces con sus maestros en esa misma capilla, evocando para el autor el coro de ángeles de las pinturas barrocas; es decir, la creación de un entorno de pureza, de trasparencia y verdad que acompaña siempre al Misterio de un encuentro justo entre el hombre y Dios sobre la tierra.

Contemplación de la obra. Oración.

La obra nos introduce en tres dimensiones de fondo de nuestra fe; todas ellas con un claro tema teológico cristocéntrico: la Eucaristía y la configuración del Reino de Dios por parte de los niños, la exaltación de una figura de la historia de la Iglesia: José de Calasanz, y la mística cristiana de la muerte como comunión.

La Eucaristía en esta obra.

Goya plasmó con admirable acierto la escena de la Última Cena de Jesús con los discípulos y la institución de la Eucaristía en uno de los frescos de la cartuja de Aula Dei. En otra evocación anterior de la figura de Calasanz volvería sobre el tema eucarístico, presentándolo en actitud de adoración ante la Sagrada Forma que le presenta un santo, con un entorno de ángeles... Era, pues, normal que escogiese el tema Eucarístico. Lo notable aquí es que nos presenta este Misterio en unos contornos teológicamente justos: La Eucaristía se recibe como comida entrañable y trascendente, en el curso de una celebración que sucede en un clima entrañablemente fraterno y comunitario, y humilde. Desde el punto de vista cristiano estamos ante una extraordinaria réplica al excepcional cuadro de Claudio Coello en la Sacristía del Escorial, en el que la Eucaristía es presentada en una rica custodia por un obispo a la fría Corte Real, que escasamente se refiere a ella y deja la pose soberbia de la nobleza.

Por otra parte, hay un protagonismo clarísimo de los niños. Parece decir lo que Calasanz entendía perfectamente (y, sin duda, Goya escucho tantas veces): de ellos es el reino de los Cielos. Por tanto, no es sólo un gusto del viejo maestro y del anciano el rodearse de niños en el último momento de su vida, es una necesidad de creyente: “Si no os hacéis como ellos no podéis entrar en el Reino”. Los niños del cuadro no están allí porque se les haya mandado ir; están percibiendo lo sagrado, admirados de lo que ven, entre el éxtasis y la curiosidad, y, ciertamente, movidos por un amor hacia aquel anciano e intuyendo el momento que viven. El acierto del pintor es sencillamente excepcional.

La exaltación de un santo.

La figura de José de Calasanz, aragonés como él, ejerció un poderoso atractivo en Goya, quizás sobre todo por el recuerdo grato de su infancia en el colegio escolapio de Zaragoza. El caso es que además de este cuadro último, anteriormente pintó tres veces más al santo. La primera vez, hacia 1775, no mucho después de haber sido canonizado y considerado ya como “el santo de los niños”, en la actitud de adoración eucarística descrita antes. Después, entre 1985 y 90, en un boceto que recuerda a Rembrand, en el que aparece Calasanz orando ante un crucifijo junto con otras personas. Y existe también un ensayo de “La Última Comunión” que se conserva en el Museo Bonnat de Bayona.

Todo esto quiere decir que nuestra obra es la culminación de una voluntad de manifestar entrañablemente la santidad y la popularidad (las dos cosas a la vez) de San José de Calasanz, una de las más notables figuras de la Iglesia que supo abrazar el Humanismo del Renacimiento y del Barroco. Quizás ésta es una razón poderosa de la devoción que Goya muestra por José de Calasanz: el carácter extraordinariamente ilustrado del santo y su densidad humana, popular, reformadora e incluso liberal. (No ignoraría el pintor que su paisano español fue protector del prohibido Galileo).

La mística de la muerte cristiana.

El cuadro expresa la experiencia espiritual última de la vida de un verdadero creyente: de un hombre que se sabe ya entrando en la comunión plena con su Dios y que hacia ella va, absorto, a través de la comunión eucarística. En apariencia hay un cierto sentido trágico (semejante al que el autor imprime a las figuras de Jesús en la “Oración en el Huerto” o a las de los ajusticiados en “El tres de mayo”): es una despedida dolorosa, en medio de una soledad insalvable. Calasanz se adentra solo en ese último tramo del camino. Pero, en realidad, estamos asistiendo a un éxtasis emocionado de amor y de compañía. No hay hiato entre el agonizante y el bienaventurado, que se halla ya en un entorno de gloria. Todo se está convirtiendo en divino para él, como podría convertirse también para cualquier creyente que muere; sin duda, para el mismo pintor que entra en la última fase de su vida.

Puestos a elegir un himno final para la contemplación de esta obra –y centrados en su mensaje eucarístico- sugeriríamos retornar al espléndido Pange lingua (Tantum ergo) :

Canta, oh lengua,
el misterio del glorioso Cuerpo
y de la Sangre preciosa
que el Rey de las naciones,
fruto de un vientre generoso,
derramó en rescate del mundo.

Nos fue dado,
nos nació de una Virgen sin mancha;
y después de pasar su vida en el mundo,
una vez propagada la semilla
de su palabra,
terminó el tiempo de su destierro
dando una admirable disposición.

En la noche de la Última Cena,
sentado a la mesa con sus hermanos,
después de observar plenamente
la ley sobre la comida legal,
se da con sus propias manos
como alimento para los doce.



El Verbo encarnado, Pan Verdadero,
lo convierte con su palabra en su Carne,
y el vino puro se convierte
en la Sangre de Cristo.
Y aunque fallan los sentidos,
solo la fe es suficiente
para fortalecer el corazón en la verdad.

Veneremos, pues,
postrados, tan grande Sacramento;
y la antigua imagen ceda el lugar
al nuevo rito;
la fe reemplace
la incapacidad de los sentidos.

Al Padre y al Hijo
sean dadas Alabanza y Gloria,
fortaleza, honor,
poder y bendición;
una Gloria igual sea dada a
aquel que de uno y de otro procede.


Amén.

Pange lingua (Tantum ergo)

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