59    PENTECOSTÉS

Juan De Flandes
Óleo sobre tabla, de 110 x 84 cm. Compuesto entre 1514 y 1518
Pintura flamenca española renacentista
Museo del Prado de Madrid. .
____________________________________________________ María del Pilar GARCIA NAVEROS

 
VENI CREATOR SPIRITUS,   Giovanni Vianini

Aproximación a la obra

Juan de Flandes partió de los Países Bajos a España para satisfacer la demanda artística de Isabel la Católica, ya que ésta, fascinada por el arte y el prestigio de la pintura flamenca (y de las relaciones familiares que entablaban sus hijos con el Emperador Maximiliano), comenzó una importante colección de cuadros esa procedencia, haciendo venir a la Corte española a los artistas flamencos; entre ellos, como preferido, a Juan.

Para este autor, ferviente conocedor del Misterio Cristiano, Pentecostés es uno de los acontecimientos más importantes para la vida de fe: es la señal de la resurrección de Cristo, su seguridad, y el principio y origen de la predicación de los apóstoles y de la formación de las primeras comunidades cristianas. Por lo tanto, no podía dejar de plasmar en sus pinturas ese momento tan importante y simbólico para un cristiano.

Esta tabla procede de la iglesia de San Lázaro de Palencia; en ella trabajó el pintor entre 1514 y 1519 (añadiéndose otras tres grandes obras, hoy en la National Gallery de Londres). Ésta otra formaba parte del retablo encargado por la misma reina Isabel o por don Sancho de Castilla.

Comprensión de la obra

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En cuanto al conjunto, al color y la luz

El cuadro hace referencia a la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles, cincuenta días después de la muerte y resurrección de Cristo, para darles la Visión justa de lo ocurrido con Jesús y el Don de sabiduría y de lenguas necesario para que pudieran predicar la venida de Cristo a todas las gentes. Intenta seguir el relato de Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles (2,1-41), aunque hay que puntualizar que el pintor hace su propia interpretación, por lo que este cuadro no refleja con exactitud la narración del libro de los Hechos.

El texto de la Escritura dice que los discípulos se encontraban encerrados por miedo a que les ocurriese lo mismo que a Jesús, cuando un gran viento entró y sobre ellos aparecieron como unas lenguas de fuego y quedaron llenos del Espíritu Santo; y que sólo entonces abrieron las puertas, comenzando a hablar en distintas lenguas, según los moviese el Espíritu.

En cambio, la estancia del cuadro es abierta y muy bella, de estilo palaciego renacentista. Y más que lenguas de fuego hay una iluminación total de la escena, obra, sin duda, del Espíritu, que se refleja y expande desde la Virgen, centro absoluto de la composición.

El conjunto de figuras se encuentra al parecer en un templo grande, entre dos grandes arcos a modo de puertas que parecen sostener una pequeña bóveda, estrechando, sin embargo, el espacio pictórico. Los rostros y el abigarramiento del lugar son características flamencas, que tienden a un realismo de raíz empírica, lejos de frío racionalismo del Renacimiento italiano.

Es decir, lo que estamos contemplando es, ante todo, el triunfo de la Luz, la mirada de fe a Jesús resucitado (representado en su Madre, con el libro abierto) que vence al fin sobre la muerte, la tiniebla y la oscuridad y, en consecuencia, transforma el espacio (la tierra y la vivienda humana).

Esto lo podemos apreciar en los rostros de asombro de los apóstoles, y por la mirada serena de la Virgen al Espíritu Santo. La luminosidad que irradia la Paloma produce también la seguridad necesaria, y puede proporcionar al espectador alegría, esperanza y afianzamiento de la Fe.

El conjunto se presenta en un mismo plano, sólo se puede destacar la figura de María por estar en el centro de la obra y la paloma del Espíritu Santo que está justo encima de María, en la parte superior. Estas dos figuras centran la composición.

Los colores acompañan a la iluminación de la obra para hacerla más viva y gozosa, predominando la tonalidad dorada típica del autor, resultado de la combinación de amarillos, ocres, rosas y azules tenues, tonos todos dorados,…


ste colorido e iluminación dota a la obra de una gran belleza y énfasis, dejándonos con el mismo asombro de los discípulos.

Las figuras. Elementos del cuadro.

La pintura está constituida por los doce discípulos y por la Virgen, sentada en un asiento de madera a modo de trono, más alta que los apóstoles. Viste un traje azul, símbolo de pureza, por ser inmaculada, sin pecado… y una toga, celeste, típica de las viudas y de aquella época. La Virgen tiene en su regazo el libro de las Sagradas Escrituras, pues parecen estar en una de las primeras reuniones de los primitivos cristianos. Pero en este momento María no se fija en las Escrituras, sino que su mirada se dirige hacia arriba, donde se encuentra la paloma del Espíritu Santo, que es la plenitud de la Palabra y la fuerza resucitadora.

El rostro de María transmite serenidad y tranquilidad, como si supiese lo que está ocurriendo y como si esperase ya ese momento. Sin embargo, los rostros de los apóstoles son de total asombro, duda o incertidumbre, aunque todos saben que es el Espíritu Santo, ya que están en actitud de oración, sólo que algo tan grande y Divino es para asombrarse. En realidad, son rostros preocupados y de incertidumbre por la tarea ingente que se les encomienda y que ahora comprenden.

Se encuentran en semicírculo rodeando a la Virgen. Están de rodillas y algunos de ellos con las manos en posición de oración y respeto hacia Dios, pues el Espíritu Divino está ahora sobre sus personas, y ellos lo saben.

Destaquemos el contraste que el autor quiere expresar. La actitud de la Virgen difiere de la que tienen los discípulos; revela su continua aceptación gozosa del Misterio de Dios en su Hijo, la misma de la Anunciación, que ha mantenido durante toda su vida. Ella como nadie ha hecho por entender y acoger, por guardar en su corazón la Palabra. Y ahora, en el momento de la venida de la plenitud divina, está como en Nazaret: pronunciando su Fiat: “¡Hágase en mi según tu voluntad!”. Es de algún modo la nueva encarnación, y ella continúa siendo la depositaria del Verbo; sólo que ahora debe hacerlo teniendo a su lado a la iglesia naciente.

En la parte superior del cuadro, en el centro, sobre la cabeza de María, encontramos la paloma blanca, símbolo del Espíritu Santo. Está con las alas abiertas a modo de unción y transmisión. Forma una gran aureola de tonos dorados sobre ellos que representa la luz, el Espíritu, el Don de lenguas que se posa sobre ellos para que prediquen a Cristo a todos los hombres.

Contemplación de la obra. Oración.

En general nos resulta difícil a los cristianos el comprender y –más aún- experimentar la presencia y la acción del Espíritu Santo. Sin embargo, Jesús nos dijo que era necesario recibirlo para entender bien su Mensaje y su acontecer de liberación y de salvación.

Es posible que este cuadro de Juan de Flandes nos ayude -desde su belleza y estructura compositiva- en esta labor de nuestra fe. Tendríamos que dejarnos llevar de él, como de la mano de un buen catequista que nos habla al corazón.

El autor nos invita, sobre todo, a mirar a la Virgen. Ella entiende perfectamente lo que está ocurriendo: que el Espíritu de su Hijo revive graciosamente en todos, en los amigos discípulos, y que, de alguna manera, Él –Jesús- nos comunica sus sentimientos y sus ojos (“Tened los mismos sentimientos que Cristo Jesús” –decía San Pablo-). Al comprender que nos va sucediendo esto estamos ya haciendo la experiencia del Espíritu Santo. No es nada difícil. Los apóstoles se fijan en María y se abren así a la acogida del Espíritu.

Nosotros, identificados con ellos, pasamos del asombro y la incertidumbre a la alegría y la gratitud, porque el Señor se abre camino en nuestro propio espíritu. Y completamos así lo que le falta a la tabla del amigo Juan de Flandes.

Rompemos con miedos y dudas –las dejamos atrás-, y nos afianzamos en la Fe en Cristo Jesús, sabiendo ya que Él no nos ha dejado ni nos deja nunca, y que con su Espíritu nos da fuerza para que podamos transmitirlo a muchos más.


n buen final de la contemplación de esta obra pudiera ser recitar el más antiguo himno de súplica del Espíritu Santo (o una parte de él):

Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre,
don, en tus dones espléndido,
luz que penetra las almas,
fuente del mayor consuelo,
ben, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.

Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre,
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado,
cuando no envías tu aliento.

Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.

Reparte tus siete dones,
según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia,
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno.

Amén



"Secuencia de Pentecostés"
  
  

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