41.     Jesús caído en la columna

Diego Velázquez.
Óleo de 165 x 206 cm. Compuesto entre 1626 y 1628.
Barroco madrileño.
En la National Galery de Londres
____________________________________________________ Antonio APARISI LAPORTA

 
Lascia Ch'io Pianga,  por Sarah Brightman.  Handel

Aproximación a la obra

Velázquez se halla en Madrid, es pintor de la Corte, y está a punto de partir para Italia. Los temas de la realeza y de los nobles cortesanos ocupan la mayor parte de sus cuadros, contribuyendo a la exaltación de esas personas de renombre mundano y de poderío, y de las empresas militares (Las meninas, La rendición de Breda o cuadro de Las lanzas…) Sin embargo, en torno a 1630 la indudable fe cristiana del autor va a expresarse en dos temas de gran dramatismo religioso: el Cristo crucificado más famoso (1632) y La túnica de José (manchada de sangre) (1630) que evoca –este último- el crimen fratricida frustrado de los hijos de Jacob sobre José, imagen de las peores traiciones de un pueblo religioso.

Como preludio de esas obras, (y en contraste con el clima bastante bien descrito en las novelas de “Alatriste”) el pintor nos ofrece este originalísimo cuadro de doble título: el final de la flagelación que padeció Jesús, y, a la vez, el dolor más noble del alma cristiana, simbolizada ésta por una misteriosa niña y su ángel de la guarda, contemplando impotentes el abatimiento de su Señor.

La obra intenta acercarse al momento después del tremendo castigo, cuando el reo caía deshecho en tierra, atado aún a la columna en la que solía ser sujetado para mayor comodidad de los verdugos. Pero en la composición, más que el desgarro producido por los azotes (que apenas se perciben) y que el decaimiento mortal del cuerpo, lo que el autor muestra es la desolación de Jesús: porque, abandonado de sus verdugos y totalmente desamparado, no tiene a nadie que le consuele y limpie las heridas (los ángeles están invisibles); y no puede explicarse perversión e iniquidad tan grandes en los seres humanos.


a honda emotividad del lienzo (rara en Velázquez) sugiere que quizás el motivo de pintarlo fuera la muerte de su hija menor Ignacia.


n todo caso, esta obra tiene muy pocos precedentes en la pintura española y casi ninguno en la europea (en la que es desconocido).

El cuadro, robado de España, fue dado a conocer en 1862 por un noble inglés (sir Jonh Savile) que lo entregó al museo donde hoy se encuentra. Su composición recuerda a uno de los lienzos de nuestro Alonso Cano, o al de Giovanni F. Barbieri (Guercino): Ángeles llorando sobre Cristo muerto.

Comprensión de la obra

.

El cuadro se pintó seguramente al regreso de Italia (tras su primer viaje allí). De hecho acusa las influencias de la pintura boloñesa (Guido Reni) y, en general del tenebrismo del barroco italiano. Pero, en realidad, en toda esta obra sigue los consejos de su suegro Francisco Pacheco que –también aquí- marca las directrices de eses tipo de composición (por ejemplo, la mirada de Jesús no debe ser de frente sino de lado porque “el encuentro della causas grandes efetos”, y las heridas de los azotes quedarán invisibles, a la espalda, “para no dañar la belleza del cuerpo de Cristo”)

La delicadeza del artista creyente captando esta angustia (que continúa la del Huerto) es admirable. Quizás únicamente la Madre María acompañó desde lejos estos instantes de infinita amargura del hijo.

El realismo se acentúa por el fuerte e incomprensible foco de luz que se dirige a las tres figuras y por la tridimensionalidad de las mismas Velázquez es el pintor de las miradas. Cada figura tiene la suya con una expresividad clara: el ángel de pie mira al niño (o niña), tal vez ángel menor; éste mira a Jesús; y Jesús mira a la humanidad toda.

Contemplación de la obra. Oración.

Desde cada una de las figuras.

La intención del pintor parece muy clara en el lienzo: Jesús está buscando alguien en quien puedan descansar sus ojos. Es decir, me busca con la mirada a mí. ¡Somos nosotros los verdaderos protagonistas del cuadro! Pero es Él quien nos hace ser protagonistas al buscarnos.

El Señor está caído, es el “siervo sufriente de Yavé” entrevisto en la vieja profecía; está perdido, extraviado, su ojo izquierdo parece desviado; sus brazos descansan en una cuerda tensa, y la áspera soga al cuello le dice que está bajo el poder de esas tinieblas que rodean la escena. Permanece entero y sereno, porque le queda aún mucho que sufrir, y es el Señor (no se ha apagado ni se apagará la luz que nimba su cabeza). Nos da la seguridad de que se ha olvidado de sí, de que continúa siendo el salvador para los demás.

Pero Él no puede levantarse. Nadie puede levantarlo. Está atado sin remedio al mundo, y no se puede aún alzar. Lo hará el Padre más tarde, y esto Él ahora quizás no lo puede saber, o no le sirve saberlo.


ás aún, los instrumentos de la flagelación están ahí, delante, sobre el suelo, preparados para un nuevo genocidio.

Por nuestra parte, nosotros, si acertamos a mirarle, no podemos hacer nada por liberarlo del dolor y de la muerte. Sólo podemos estar ahí, a su lado, aunque Él parezca no vernos. Y esa estancia nos devuelve a la niñez: nos devuelve la inocencia. La misteriosa niña, o niño, o ángel chico sin alas, expresa lo mejor del ser, del alma: el cariño dirigido exactamente al Señor -¡siente a Jesús!- Y su sentimiento brota de lo más íntimo (como lo muestra la cabeza vuelta hacia él con ternura); la muda adoración del gesto arrodillado, el deseo de ayudarle –la compasión- concentrado en las manos juntas apretadas… Aunque estos sentimientos no puedan evitar la congoja que claramente agita su cuerpecillo. Una congoja que de algún modo es desproporcionada para la edad (si fuera sólo la infancia); lo que se adivina en la desproporción de las medidas (demasiado alta para estar de rodillas, demasiado baja para estar de pie).

El ángel vestido de rojo, pletórico de vigor y belleza en su cuerpo, femenino, es el ángel guardián (el ángel de la guarda): más que un ser celestial alado (las alas están sujetas con una cinta negra) es el ser humano dotado de amor (el rojo siempre indica calor, afecto), representante de la tierra nacida del corazón de Dios que sigue velando sobre nosotros para despertar al alma de sus sueños inútiles. Este ángel-mujer (con el gesto típico de recogerse el vestido) indica suavemente al niño cuál es el término y el sentido del camino que pueden seguir sus ojos: Jesús, un Dios que nos necesita. Si recoge al mismo tiempo su túnica es para que no moleste al pequeño, como indicando que no debe exigirle demasiado.

Desde el conjunto.


l cuadro nos sitúa en la terrible tortura romana.

La pena de muerte en el Imperio incluía con frecuencia los cuarenta azotes menos uno, como crueldad previa o como forma brutal de mitigar la inmediata terrible tortura de la cruz, haciendo que el cuerpo del ajusticiado sobrepasara antes los límites del sufrimiento y del destrozo. Es igual la razón de esa tortura. Seguramente nadie puede decir lo que supone si no la padece en su carne. En todo caso la muerte física de Jesús comenzó con esta flagelación. Y los cuatro evangelios narran el proceso con un rigor de veracidad excepcional: Pilatos da por hecho, como de costumbre, aplicar esa medida “legal”.

Es el niño (esta infancia) quien –desde su sentimiento y su angustada impotencia- encarna el alma humana. Sorprende que un artista como Velázquez recurra al niño para hablarnos de lo más verdadero y elevado. Y que elabore un mensaje espiritual cristiano de extraordinaria densidad manteniendo los tipos más naturales (el ángel de rojo es probablemente su mujer, Juana Pacheco). Las figuras son típicamente españolas y barrocas. Todos son perfectamente humanos, por tanto, frágiles, y, sin embargo, sus cuerpos (los brazos y rostros) están iluminados. Lo que nos indica que lo más sublime se teje con el hilo de la naturalidad y de las realidades que acompañan nuestra vida. No hay que salirse de este mundo para descubrir y ahondar la fe. Pero sí hay que creer; sí hay que transformar con la mirada la realidad que nos contorna para situar en ella el Misterio de Cristo sufriente y Salvador.

El cuadro, de simplicidad extraordinaria y de viveza de luz y colores (en impresionante contraste) es una llamada a hacer gráfica nuestra fe en el Señor, a situarla en él precisamente en su Pasión, y a deducir de esta visión tantas consecuencias para interpretar a la humanidad y para interpretar nuestra propia existencia.


ueden ayudarnos en la contemplación los versos de Lope de Vega:

En la columna estás, Jesús, callado
y sufriendo dolor por la creatura,
por la creatura que os está azotando
con una crueldad tan impía y dura.
Ella la muerte cruel os está dando
y vos, sufriendo, dais vida segura,
y para el gran amor que le tenéis
os parece que es poco lo que hacéis.

¿Qué humano puede haber tan duro y fiero
que viéndoos, mi Señor, desta manera
no aflija, ablande el corazón de acero
y el alma triste a que por vos se muera?
¿Quién no tiembla, Dios mío verdadero,
viendo que está temblando la alta esfera (el Cielo)
de veros, mi Jesús, a un poste atado
y al pecador envuelto en su pecado?

Los cinco Misterios Dolorosos
(Lope de Vega)

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