6.      NATIVIDAD. ADORACIÓN DEL NIÑO

Gerrit van Honthorst
Óleo de 96 x 131 cm. Compuesto en 1620
Barroco holandés
Galería de los Uffizzi. Florencia

____________________________________________________ Eva CANENCIA GARCÍA y Antonio APARISI LAPORTA

 
¿Quién es este niño?.    anónimo

Aproximación a la obra

Gerrit (Gerardo) van Honthoorst (1590. Utrech - 1656) es el pintor flamenco de las sonrisas y de la alegría en la temática religiosa, especialmente navideña, así como de la naturalidad realista en las figuras; lo que se muestra en el cuadro que vamos a meditar y en diversas Adoraciones de los pastores.

Se dice que todos los caminos llevan a Roma, y ciertamente en esa dirección iban los del pintor, deseoso de aprender la profesión y ganarse la vida: Van Honthorst se quedó siete años en la ciudad papal, mereciendo el apodo de Gherardo delle Notti, gracias a los escenarios nocturnos de una mayoría de sus pinturas. De su estancia en Roma (1610) procede el fuerte caravagismo de su creación. Pero el tono distendido, claro y gozoso de sus pinturas del Evangelio es totalmente original suyo y sorprende dentro de la pintura barroca tanto italiana como flamenca.

El cuadro fue destinado al gran duque de Toscana, Cosme II, particular que justifica la colocación de la obra en la Galería de los Oficios, dónde confluyó la colección de las pinturas del gran duque. En realidad, en el mismo período Gherardo pintó otra Natividad para Cosme II Médici.

Un buen coleccionista de obras y crítico de arte de la época, Giulio Mancini, médico del Papa, incluirá el lienzo y un comentario de él en su libro sobre los grandes pintores italianos activos en Roma, escrito hacia 1620.

Dichosamente ileso tras el atentado terrorista de 1993 a la Galería de los Oficios, esta Adoración del Niño es, sin duda, una de las pinturas más vivas y conmovedoras de Gerrit Van Honthorst.

Comprensión y conocimiento de la obra

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El conjunto

El cuadro, de fuerte estilo caravagista, lo componen cinco figuras: el Niño apenas dormido, la Virgen y san José y dos ángeles en adoración, todos ellos sonrientes (la reproducción del óleo, no bien restaurado, deja casi en la oscuridad al esposo de María). El autor quiere reflejar el momento inmediato después del parto, donde la intimidad pertenece sólo a los padres, a la criatura y al mundo celeste; ya llegarán después los pastores. (Coincide en esto con las obras de Gerardo de San Juan y de Filippo Lippi escogidas en nuestra selección).

Esta Adoración del Niño por los ángeles, María y José es descrita así por Mancini: «Gerardo (...) está pintando una Natividad en la que las figuras toman la luz de Cristo nacido y, aunque esta invención sea del Correggio, retomada después por Anibal Caracci con gran arte, sin embargo, tiene también aquí su lugar». La visión del escritor es directa: parece, en efecto, que la pintura se realizó cuando el médico escribía su comentario, y que acierta en la clave luminosa de interpretación del cuadro. (Por cierto, no es fácil identificar precisamente a cuál de las dos Natividades antes mencionadas se refieren las palabras de Mancini, aunque todo señala más bien a nuestro cuadro; pero, en todo caso, lo que cuenta es la sustancia común a ambas: la luz, la gama colorista y especialmente la claridad y la alegría arrobada de los rostros.

En este conjunto es de agradecer el tenebrismo (el claroscuro fuerte) que nos permite fijar la vista sólo y exclusivamente en lo esencial: en los rostros y las manos de las cuatro figuras del plano primero que se nos ofrece y en el bellísimo contraste de la policromía: del blanco al rojo bermellón (cálido) de la túnica de la Virgen, al grato castaño que deriva del amarillo al marrón en los ángeles y a la suavidad de los rostros. Todos ellos bañados por la luz del Niño.

En cuanto a las figuras.

Hay una clara diversidad o distancia entre María y los ángeles. La sonrisa de Ella es meditativa; ve en su hijo ya al Hijo del Hombre, al que no sólo pertenece a su propia maternidad gozosa sino también a la Humanidad entera y al Altísimo (“Será llamado Hijo del Altísimo”). El pensamiento la sobrecoge, sin duda; pero sabe que todo está bien, todo se hará bien. Y sonríe suavemente.

Los ángeles son enteramente humanos. Tan humanos que rayan con la divinidad. Son niños –niño y niña- y poseen la capacidad del asombro, de la ingenuidad pura; les pertenece el Reino. Y por eso están ahí, prestando a la Madre la sonrisa abierta y sin reservas que ésta no acierta a tener.

Las manos de los tres culminan la teología del momento (Van Honthorst es buen teólogo sin duda). María protege al pequeño y al mismo tiempo lo muestra levantando las puntas del pañal para que sea bien visto; el ángel-niña, más al centro de la imagen, lleva sus manos al pecho donde siente al recién nacido, y el ángel-niño junta las manos espontáneamente en un gesto monacal de adoración. Ofrecimiento, hondura del sentir y reverencia acompañan a Jesús.

El Niño es un manantial de luz. Como en las Adoraciones de nuestro Barroco, es Él, reclinado sobre la paja, quien ilumina y embellece la noche en que son sumergidos los personajes, reflejándose sobre los rostros suaves de los que lo acompañan. El pintor ofrece así la clave de lectura de la obra. También la tradición iconográfica italiana (desde Correggio, en la pintura titulada La Noche, de 1530) representa a menudo la Natividad como una escena nocturna alumbrada por la figura del Niño Jesús, resplandeciente ante el gesto de la Virgen que descubre las fajas.

Contemplación y oración sobre la obra

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Observando ahora con mayor atención el cuadro nos percatamos de que -en él- la poesía el encanto y de la pintura cobran vida sobre todo desde el gesto humano de la Virgen que aparta el velo del Niño, sobre el que se inclina con cariño y veneración: por la mirada adorante de la Virgen que ofrece Jesús a la vista del universo, nosotros, espectadores de la escena, comprendemos la potencia y la belleza del acontecimiento. El artista ha respetado completamente la tradición de la Iglesia, que ha visto siempre en la figura de la Virgen al mediador privilegiado entre lo divino y lo humano. Esta visión tan familiar y partícipe del misterio de la encarnación es, sin embargo, típicamente meridional, nuestra. Y Honthorst no se sustrae a esta fascinación y, prescindiendo de las velas que generalmente iluminan la oscuridad en que los protagonistas de otras pinturas se mueven, él decide aquí hacer resplandecer al mismo Niño, verdadero y único manantial de luz.

La pintura nos lleva entonces a plantearnos (o a revisar) nuestra fe más íntima, cristocéntrica, precisamente situada en María. Los ángeles (humanísimos) sin María ¿habrían sabido percibir y sentir el Misterio del recién nacido? ¿Nosotros podremos entrar en él con su naturalidad y gozo si nuestra fe prescinde de María?

La Virgen se convierte entonces en presencia imprescindible, en la gran presencia amable y honda de nuestro Señor Jesús.

Ése pudiera ser el verso que canta Ernestina de Champurcín

Presencia siempre: presencia
sin pasado ni futuro,
sin la angustia de una espera.
Hoy naciendo y hoy estando.
En el poder que te engendra
todo es ahora y es hoy;
y yo entrego las potencias
que me sostienen y diste
a este Saberte sin tregua.

Conocimiento perpetuo.
¡Ayúdame a que te encienda
en otros entendimientos
ofuscados por la niebla!

Hoy sin ayer ni mañana.
¡Quién sabría, quién supiera
clamarlo hasta los confines
donde pactan cielo y tierra!

Hoy. Ahora. En el momento.
Lo repito y se me llenan
de júbilos nunca sentidos
el alma y la vida entera.

Eternidad comenzada
y vivida. No hay presencia
como la tuya que invade
las más ocultas fronteras.»

Poemas del ser y del estar
(Ernestina de Champurcín)

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